La campanilla de la doncella y otros relatos (4 page)

Yo sabía muy bien que no me había traído aquí en vano. Me daba cuenta de que iba a hacer o decir algo… Pero ¿cómo podía adivinar el qué? Jamás se me habría ocurrido causar daño a mi señora y al señor Ranford, pero ahora estaba segura de que, por una u otra razón, se cernía sobre ellos algo espantoso. Emma Saxon sabía qué era; me lo diría si podía. Quizá contestase si le preguntaba.

La idea de hablar con ella me produjo vértigo; pero haciendo acopio de todo mi valor, avancé las pocas yardas que nos separaban. En ese instante oí abrirse la puerta de la casa y vi acercarse al señor Ranford. Su aspecto era hermoso y alegre, igual que el de mi señora por la mañana. Y al verlo, la sangre volvió a circularme por las venas.

—Hola Hartley —dijo—. ¿Qué ocurre? Te he visto venir por la calle y salgo a ver si has echado raíces en la nieve —se detuvo, y se quedó mirándome—. ¿Qué miras? —dijo.

Me volví hacia el olmo mientras me hablaba, y sus ojos me siguieron, pero allí no había nadie. La calle estaba vacía en todo lo que alcanzaba la vista.

Me invadió una sensación de desamparo. Emma Saxon se había ido, y yo no era capaz de adivinar qué quería. Su última mirada me había traspasado hasta el tuétano. ¡Y sin embargo, no me había hablado! De repente me sentí más desolada que cuando la tenía delante, vigilándome. Era como si me hubiese dejado para que llevase yo sola el peso del secreto que no podía adivinar. La nieve me envolvió en grandes círculos y el suelo cedió debajo de mí…

Una gota de coñac y el calor de la chimenea del señor Ranford me ayudaron a volver en mí, y supliqué que me llevasen inmediatamente a Brympton. Era casi de noche y tenía miedo de que mi señora me necesitara. Le expliqué al señor Ranford que había salido a dar un paseo y que me había dado un mareo al pasar por delante de su verja. Era bastante cierto; sin embargo, jamás me he sentido más mentirosa.

Cuando vestí a la señora Brympton para la cena se dio cuenta de la palidez de mi cara y me preguntó qué me pasaba. Le contesté que me dolía la cabeza; entonces dijo que no iba a necesitarme más esa noche, y me aconsejó que me acostase.

Era cierto que apenas podía tenerme de pie; sin embargo, no me hacía ninguna gracia pasar la noche sola en mi habitación. Permanecí abajo, en el salón, todo el tiempo que fui capaz de mantener levantada la cabeza; pero a las nueve subí, demasiado cansada para importarme lo que sucediera, con tal de apoyar la cabeza en la almohada. El resto de la servidumbre se fue a acostar poco después. Antes de las diez oí cerrarse la puerta de la señora Blinder y poco después la del señor Wace.

Fue una noche tranquila, con la tierra y el aire acolchados de nieve. Una vez en la cama me sentí mejor y me puse a escuchar los extraños ruidos que se producen en una casa después de oscurecer. Una de las veces me pareció oír abrirse y cerrarse una puerta, abajo: podía ser la cristalera que daba al jardín. Me levanté y me asomé a la ventana; pero no había luna y no se veía nada, salvo los rociones de nieve en los cristales.

Me volví a meter en la cama y debí adormilarme, ya que me sobresalté con el tintineo furioso de la campanilla. Antes de desplazarme del todo había saltado de la cama y estaba buscando mi ropa. «Va a ocurrir ahora», me sorprendí diciéndome a mí misma; pero no tenía ni idea de lo que quería decir. Mis manos parecían pringadas de engrudo, me daba la sensación de que jamás acabaría de vestirme. Finalmente abrí la puerta y me asomé al corredor. Hasta donde alumbraba la llama de mi vela no vi nada fuera de lo normal ante mí. Seguí andando apresuradamente, sin aliento; pero al empujar la puerta batiente que daba al salón principal, el corazón me dio un vuelco: porque allí, en lo alto de la escalera, estaba Emma Saxon mirando aterrada hacia la oscuridad de abajo.

Durante un segundo fui incapaz de moverme. Pero mi mano se soltó de la puerta y, al cerrarse, desapareció la figura. En ese mismo instante sonó otro ruido abajo; un ruido furtivo, misterioso, como el girar de una llave en la puerta de la entrada. Corrí a la habitación de la señora Brympton y llamé.

No obtuve respuesta, y volví a llamar. Esta vez oí a alguien en la habitación; se descorrió el cerrojo y apareció mi señora ante mí. Para mi sorpresa, no se había desvestido. Me dirigió una mirada sobresaltada.

—¿Qué te pasa, Hartley? —susurró—. ¿Te encuentras mal? ¿Qué haces aquí a estas horas?

—No me siento mal, señora. Es que ha sonado mi campanilla.

Al oír esto palideció y pareció a punto de desmayarse.

—Te has equivocado. Yo no te he llamado. Debes de haberlo soñado. —Nunca la había oído hablar en ese tono—. Vete a dormir —dijo, al tiempo que cerraba la puerta.

Pero mientras hablaba, oí otra vez ruido abajo en el vestíbulo, pasos de hombre esta vez. Y comprendí toda la verdad.

—Señora —dije, empujándola para entrar—, alguien acaba de llegar a casa…

—¿Alguien?

—Me parece que el señor Brympton… He oído pasos abajo.

Una expresión de terror afloró en su rostro y, sin proferir una sola palabra, se desplomó a mis pies. Caí de rodillas para incorporarla. Por la forma en que respiraba comprendí que no se trataba de un desmayo corriente. Pero mientras le levantaba la cabeza, oí unos pasos rápidos que cruzaban el vestíbulo y subían la escalera; se abrió la puerta de golpe, y allí estaba el señor Brympton con ropa de viaje, y goteándole la nieve. Retrocedió con sorpresa y alarma al verme arrodillada junto a mi señora.

—¿Qué demonios es esto? —exclamó. Estaba menos colorado de lo normal y se le había ido la mancha roja de la frente.

—La señora Brympton se ha desmayado, señor —dije. Soltó una risotada y me apartó a un lado.

—Es una pena que no haya escogido un momento más oportuno. Siento molestar, pero…

Me levanté horrorizada ante la reacción de este hombre.

—¡Señor! —dije—, ¿está loco? ¿Qué va a hacer?

—Voy a saludar a un amigo —dijo, e hizo ademán de dirigirse a la trasalcoba.

El corazón se me paralizó. No sé en qué pensé ni qué temí, pero me levanté de un salto y lo cogí de la manga.

—¡Señor, señor —dije—; por piedad, mire a su esposa!

Se zafó de mí furiosamente.

—Parece que esto se ha acabado para mí —dijo, y agarró la puerta de la trasalcoba.

En ese instante oí un leve ruido en el interior. Aunque fue muy ligero, él lo oyó también, y abrió de golpe. Pero al hacerlo dio un paso atrás: en el umbral estaba Emma Saxon. Todo estaba oscuro detrás, pero a ella la vi claramente, y él también; y alzó las manos como para ocultar su visión. Cuando volví a mirar, había desaparecido.

Él se había quedado inmóvil, como si sus fuerzas le hubiesen abandonado; y en medio de esta quietud, se incorporó súbitamente mi señora y, abriendo los ojos, clavó una mirada en él. Luego se desplomó, y vi aletear la muerte en su rostro…

La enterramos al tercer día, en medio de una fuerte nevada. Había poca gente en la iglesia, ya que hacía mal tiempo para venir desde el pueblo, y me da la impresión de que mi señora no era de las que tienen muchas amistades. El señor Ranford fue de los últimos en llegar, poco antes de que la trasladaran a la nave. Acudió de negro, naturalmente, dado que era íntimo de la familia. Jamás vi a un caballero tan pálido. Al pasar junto a mí observé que se apoyaba un poco en un bastón que llevaba. Creo que el señor Brympton lo vio también, porque le apareció la mancha roja de la frente, y durante todo el oficio permaneció con la mirada fija en el señor Ranford, en vez de seguir las oraciones, como sería lo propio en una persona afligida.

Cuando terminó la ceremonia y nos dirigimos al cementerio, el señor Ranford se había ido; y tan pronto como el cuerpo de mi infortunada señora estuvo bajo tierra, el señor Brympton subió al coche más cercano a la entrada y se fue sin decirnos una palabra a ninguno de nosotros. Le oí gritar «A la estación»; y los criados regresamos solos a casa.

DESPUÉS

I

—Sí; hay uno, por supuesto; pero no sabréis que lo es.

La aseveración, lanzada alegremente seis meses antes en un radiante jardín de junio, volvió a Mary Boyne con una nueva dimensión de su significado, en la oscuridad de diciembre, mientras esperaba a que trajesen las lámparas a la biblioteca.

Estas palabras las había pronunciado su amiga Alida Stair, cuando tomaba el té en su jardín de Pangbourne, refiriéndose a la misma casa cuyo «elemento» principal era la biblioteca en cuestión. A su llegada a Inglaterra, Mary Boyne y su marido, buscando un rincón apartado en uno de los condados del sur o el sureste, habían confiado esta misión a Alida Stair, quien lo había resuelto perfectamente; aunque no sin que antes hubiesen rechazado, casi caprichosamente, varias sugerencias prácticas y prudentes que les brindó: «Bueno, está Lyng, en Dorsetshire. Pertenece a los primos de Hugo, y podéis conseguirla por un precio de ganga».

Las razones que dio por las que podían comprarla tan barata —estar lejos de la estación, no tener luz eléctrica ni instalación de agua caliente y demás necesidades vulgares—, eran exactamente las que concurrían a favor para una pareja de románticos americanos que buscaban perversamente aquellas gangas que se asociaban, en su tradición, con la inusitada gracia arquitectónica.

—Jamás creeré que vivo en una casa vieja, a menos que sea completamente incómoda —había insistido en broma Ned Boyne, el más extravagante de los dos—; el más pequeño indicio de comodidad me haría pensar que la había comprado en una exposición, con las piezas numeradas y vueltas a montar.

Y se habían puesto a recitar con humorística precisión la lista de sus diversas dudas y exigencias, negándose a creer que la casa que la prima les recomendaba fuese realmente de estilo Tudor, hasta que se enteraron de que carecía de calefacción central, y de que la iglesia del pueblo estaba literalmente en su terreno, además de recalcarles la lamentable incertidumbre en cuanto al abastecimiento de agua.

—¡Es demasiado incómoda para ser cierto!

Edward Boyne se había ido animando a medida que le sonsacaban la confesión de un nuevo inconveniente, y de repente interrumpió su rapsodia para preguntar, con súbita desconfianza:

—¿Y el fantasma? ¡Nos estás ocultando que no tiene fantasma!

Mary, en ese momento, se había reído con él; aunque, casi mientras reía, dotada como estaba de dotes perceptivas independientes, había captado una nota de sequedad en la respuesta alegre de Alida.

—Bueno, Dorsetshire está lleno de fantasmas.

—Sí, sí; pero eso no me vale. Yo no quiero tener que viajar diez millas para ver el fantasma de otro. Lo que quiero es uno que sea mío particular. ¿Hay alguno en Lyng?

La respuesta había hecho reír a Alida otra vez; y fue entonces cuando había exclamado tentadoramente:

—¡Sí,
hay
uno, por supuesto; pero no sabréis que lo es!

—¿No lo sabremos? —la atajó Boyne—. Pero ¿qué demonios da razón de ser a un fantasma sino el hecho de aparecerse a alguien?

—No sé; pero ésa es la historia.

—¿Que hay un fantasma, pero nadie sabe que es un fantasma?

—Bueno, en todo caso, hasta después.

—¿Hasta después?

—Hasta mucho, mucho después.

—Pero si ha sido identificado alguna vez como tal visitante extramundano, ¿por qué no se ha transmitido ese
signalement
[1]
en la familia? ¿Cómo se las ha arreglado para conservar su anonimato?

Alida solo pudo negar con la cabeza:

—No me preguntes; pero lo hay.

—Y luego, de repente —dijo Mary como desde las profundidades cavernosas de la adivinación—, de repente, mucho tiempo después, te dices a ti misma,
¿era él?

Se estremeció ante el sonido sepulcral con que la pregunta cayó sobre el humorismo de los otros dos, y vio cruzar fugazmente la sombra de la misma sorpresa en las pupilas de Alida.

—Supongo que sí. El único remedio es esperar.

—¡Bah, al diablo la espera! —interrumpió Ned—. La vida es demasiado corta para tener un fantasma del que sólo se puede disfrutar retrospectivamente. ¿No podríamos conseguir algo mejor, Alida?

Pero al parecer no pudieron, porque a los tres meses de su conversación con la señora Stair habían tomado posesión de Lyng, y la vida por la que habían suspirado, hasta el punto de planearla con todos sus detalles cotidianos, había empezado realmente para ellos.

Estar sentada, en la espesa oscuridad de diciembre, junto a una chimenea como ésta, de ancha campana, bajo unas vigas de roble ennegrecido, y con la sensación de que, más allá de los cristales, las llanuras se entenebrecían en una soledad más profunda: por permitirse el goce último de tales sensaciones era por lo que Mary Boyne, precipitadamente exiliada de Nueva York por los negocios de su marido, había soportado durante casi catorce años la desoladora fealdad del Medio Oeste, y por lo que había luchado Boyne tenazmente en su ingeniería, hasta que de una manera tan repentina que aún le hacía parpadear, la prodigiosa bicoca de la mina Blue Star les había puesto de golpe en situación de disponer de su vida y de los medios para saborearla. Jamás se les había ocurrido ni por un instante, en este nuevo estado, entregarse a la oscuridad; pero se habían hecho el propósito de dedicarse sólo a actividades amables. Ella pensaba en la pintura y la jardinería (sobre un fondo de muros grises); él soñaba con escribir su largamente planeado libro sobre el «fundamento económico de la cultura»; y con tan absorbente obra por delante, ninguna existencia podía ser demasiado aislada: no podrían alejarse lo suficiente del mundo, ni sumergirse lo suficiente en el pasado.

Dorsetshire les había atraído desde el principio por su aire de lejanía, independientemente de su situación geográfica. Para los Boyne, una de las maravillas de toda la increíblemente apretujada isla —nido de condados, como ellos la llamaban—, era que una pequeña cantidad de una cualidad dada tuviera tanto efecto: que tan pocas millas produjesen una distancia, y tan poca distancia una diferencia.

—Es —había explicado una vez Ned con entusiasmo— lo que da esa profundidad a sus efectos, ese relieve a sus contrastes. Han sido capaces de poner una buena capa de mantequilla en cada bocado delicioso.

A decir verdad, habían puesto buena cantidad de maquillaje en Lyng: la vieja casa, oculta bajo el lomo de las colinas, reunía casi todos los signos hermosos del comercio con un pretérito dilatado. El mero hecho de que no fuese grande ni extraordinaria hacía, para los Boyne, más perfecto su encanto especial: el de haber sido durante siglos un profundo y oscuro depósito de vida. Probablemente no había sido una vida de las más animadas: durante largos períodos, indudablemente, se había ido hundiendo silenciosamente en el pasado mientras la apacible llovizna del otoño caía, hora tras hora, en el estanque de peces entre los tejos; pero estos remansos de existencia alimentaban a veces, en sus perezosas profundidades, extrañas sacudidas de emoción; y Mary Boyne había sentido desde el principio la misteriosa agitación de unos recuerdos más intensos.

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