La campanilla de la doncella y otros relatos (5 page)

Nunca había sido más grande esta impresión que una tarde en que, esperando en la biblioteca a que trajesen las lámparas, se levantó de la butaca y se quedó de pie entre las sombras del hogar. Su marido había salido después de comer a dar uno de sus largos paseos por las colinas. Había observado que últimamente prefería ir solo; y con la probada seguridad de sus relaciones personales, se había visto obligada a concluir que le tenía preocupado su libro, y que necesitaba las tardes para meditar en soledad los problemas surgidos durante el trabajo de la mañana. Ciertamente, el libro no marchaba tan bien como había creído, y entre sus ojos aparecieron unas arrugas de perplejidad que nunca habían existido en sus tiempos de ingeniero. En aquel entonces traía a casa muchas veces un aspecto fatigado que rayaba en la enfermedad; pero el demonio innato de la preocupación jamás había marcado su entrecejo. Sin embargo, las pocas páginas que habían llegado a leerle —la introducción y un resumen del capítulo primero— mostraban un firme dominio del tema, y una creciente confianza en sus fuerzas.

El hecho le sumió en una perplejidad aún mayor, porque, ahora que había dejado los negocios y sus enojosas contingencias, la otra posible fuente de ansiedad quedaba eliminada. A menos que fuese su salud, entonces. Pero físicamente había mejorado desde que se habían venido a Dorsetshire: estaba más fuerte, con mejor color y tenía aspecto más sano. Sólo desde hacía una semana había notado en él ese cambio indefinible que la llenaba de inquietud cuando estaba ausente y la enmudecía en su presencia, como si fuese
ella
quien ocultara un secreto.

El pensamiento de que
había
un secreto entre los dos le sobrevino como un golpe inesperado; y miró a su alrededor, por toda la habitación.

—¿Será la casa? —pensó.

La misma habitación podía estar llena de secretos. Parecían acumularse, mientras caía la tarde, como las capas y capas de sombras aterciopeladas que colgaban del bajo techo, las filas de libros, los relieves ahumados de la chimenea.

—¡Pues claro, la casa está encantada! —reflexionó.

El fantasma —el fantasma inaprensible de Alida—, tras figurar abundantemente en las bromas de los primeros meses en Lyng, se había ido quedando arrinconado poco a poco por su influencia como estimulante imaginativo: Mary, convertida en moradora de una casa encantada, había hecho las habituales preguntas a la gente campesina de la vecindad; pero aparte de un vago «eso dicen, señora», los lugareños no pudieron añadir más. Al parecer, el escurridizo espectro nunca había tenido identidad suficiente para que cristalizase una leyenda a su alrededor; y al cabo de un tiempo los Boyne tomaron el asunto a beneficio de inventario, conviniendo en que Lyng era una de las pocas casas lo bastante buenas en sí mismas para necesitar de aditamentos sobrenaturales.

—Y supongo que por eso el pobre demonio inocuo bate inútilmente sus alas en el vacío —había concluido Mary alegremente.

—O tal vez —había contestado Ned en el mismo tono humorístico—; en un ambiente tan fantasmal como éste no logra afirmar su existencia separada como
el fantasma
.

Y a partir de entonces el invisible compañero de residencia había quedado definitivamente al margen de sus conversaciones, que eran suficientemente abundantes para hacerles olvidar dicha pérdida.

Ahora, de pie junto al hogar, el tema de su anterior curiosidad revivió en ella con un sentido nuevo de su significado, un sentido adquirido poco a poco a través del contacto con el escenario del misterio oculto. Era la casa misma, por supuesto, que poseía el don de la evocación fantasmal, y conversaba visual aunque secretamente con su propio pasado. Si consiguiese entrar en íntima comunión con la casa, podría sorprender la visión del fantasma. Quizá su marido lo
había
visto
ya
en sus largas horas pasadas en esta misma habitación, donde jamás se demoraba ella después del atardecer, y sobrellevaba en silencio el peso de lo que le hubiese revelado. Mary conocía demasiado bien el código del mundo espectral para ignorar que uno puede ver fantasmas y no hablar con ellos: hacerlo suponía una falta de tacto casi tan grande como mencionar a una dama en un club. Pero esta explicación no le satisfacía verdaderamente.

«Al fin y al cabo —pensó—, ¿qué interés puede tener para él un viejo fantasma, aparte de proporcionarle algún divertido escalofrío?». Y volvió una vez más al dilema fundamental: al hecho de que la mayor o menor susceptibilidad a los influjos espectrales no tenía que ver con el caso, ya que, cuando uno
veía
al fantasma de Lyng, no lo sabía.

«Al menos hasta mucho después», había dicho Alida Stair. Bueno, ¿y si Ned lo
había
visto al principio de llegar, y se había enterado hacía apenas una semana de lo que le había pasado? Sumida cada vez más en el hechizo de la hora, se retrotrajo a los primeros días de mudarse; al principio, sólo para recordar una viva confusión de deshacer equipajes, instalarse, ordenar libros, y llamarse el uno al otro desde los remotos rincones de la casa cada vez que descubrían alguno de sus tesoros. Precisamente en relación con esto recordaba ahora cierta tarde suave del octubre anterior en que, al pasar del entusiasmo de las primeras exploraciones a la inspección detallada del viejo edificio, había presionado (como una heroína de novela) un entrepaño, y se había abierto al acceso a una escalera de caracol que conducía a una plataforma hacia la que, visto desde abajo, el tejado subía desde todos los lados con demasiada pendiente para poder escalar hasta ella, a menos que uno tuviese los pies avezados.

La vista desde esta meseta era espléndida; y había corrido a arrancar a Ned de sus papeles para hacerlo participar de su descubrimiento. Aún recordaba cómo, al ponerse a su lado, la había rodeado con su brazo mientras sus miradas se extendían hasta la línea ondulada del horizonte de lomas, y luego retrocedían tranquilamente para recorrer el arabesco de setos de tejo alrededor del estanque de los peces, y la sombra del cedro en el prado.

—Y ahora, en la otra dirección —había dicho él, volviéndola con el brazo que la rodeaba; y fuertemente apretada con él, había absorbido, como un largo trago reparador, el cuadro del patio de muros grises, los leones sentados en la entrada, y el paso de tilos que llegaba hasta la carretera, al pie de las lomas.

Fue precisamente entonces, mientras contemplaban cogidos el uno del otro, cuando notó que se aflojaban los brazos de su marido, y oyó un agudo «¡caramba!», que hizo que se volviera hacia él.

Sí; ahora recordaba claramente que había visto, al mirar fugazmente, que una sombra de ansiedad, de perplejidad más bien, ensombrecía su rostro; y, siguiendo la dirección de sus ojos, había visto la figura de un hombre —un hombre vestido con ropas sueltas y grises, según le pareció— andando por el paseo de tilos hacia el patio, con el paso vacilante del extraño que trata de encontrar el camino. Los ojos miopes de Mary habían captado una imagen confusa, indistinta y gris, de aspecto extranjero, o al menos no local, en la silueta de la figura o en su ropa. Pero su marido había visto más, al parecer: había visto lo bastante para apartarla con un enérgico «¡espera!», y echar a correr escaleras abajo sin detenerse a ayudarla.

Su ligera propensión al vértigo la obligó, tras agarrarse momentáneamente a la chimenea contra la que se había estado apoyando, a seguir con precaución; y cuando llegó al rellano, se detuvo otra vez por un motivo menos definido, se inclinó sobre la barandilla, y se asomó a las silenciosas y oscuras profundidades rayadas de sol. Se demoró allí hasta que, en algún lugar de abajo, oyó cerrarse una puerta; entonces, movida por un impulso maquinal, bajó los breves tramos de escalera hasta que llegó al vestíbulo de la planta baja.

La puerta de la entrada estaba abierta al sol del patio, y tanto el vestíbulo como el patio estaban desiertos. La puerta de la biblioteca estaba abierta también; y tras escuchar en vano, por si oía voces en el interior, cruzó el umbral, y encontró a su marido solo, hojeando vagamente los papeles de su escritorio.

Levantó la vista como sorprendido de verla entrar, pero la sombra de ansiedad había desaparecido de su rostro, dejándolo sereno, según le pareció a ella, y algo más animado y alegre de lo habitual.

—¿Qué ha pasado? ¿Quién era? —preguntó ella.

—¿Quién? —repitió él, sorprendido todavía.

—Ese hombre que hemos visto venir hacia la casa.

Boyne pareció reflexionar.

—¿El hombre? Bueno, me pareció que era Peters; he echado a correr tras él para hablarle de los desagües del establo, pero había desaparecido antes de llegar yo.

—¿Había desaparecido? Pero si parecía caminar muy despacio cuando lo hemos visto.

Boyne se encogió de hombros.

—Eso me ha parecido a mí; pero debe de haber espesado la niebla en ese momento.

¿Qué te parece si subimos al Meldon Steep antes de la puesta del sol?

Eso fue todo. En aquel momento, el incidente no había tenido la menor trascendencia; había sido olvidado ante la magia del panorama que se desplegaba ante ellos desde el Meldon Steep, una cima que siempre habían soñado con escalar desde la primera vez que contemplaron su pico desnudo alzándose por encima del tejado de Lyng. Sin duda fue la coincidencia de que el otro incidente ocurriera el mismo día de la subida al Meldon, lo que hizo que éste quedara arrumbado en un rincón de la memoria, de donde ahora emergía; porque en sí mismo no tenía ningún detalle presagioso. En aquel momento, nada podía haber sido tan natural como que Ned bajara corriendo del tejado en persecución de un operario premioso. En esos días andaban siempre detrás de algún técnico del lugar, siempre esperando a que viniese, y acosándolo con preguntas, reproches o advertencias. Y desde luego, de lejos, la figura gris parecía Peters.

Ahora, en cambio, al evocar el incidente, se daba cuenta de que la explicación de su marido la desmentía la expresión de ansiedad de su rostro. ¿Por qué el aspecto familiar de Peters le había despertado tanta inquietud? ¿Por qué, sobre todo, si corría tanta prisa hablar con él de los desagües del establo, el hecho de no encontrarle le había producido tanto alivio? Mary no podía decir que ninguna de estas preguntas se le hubiera ocurrido entonces; sin embargo, por la facilidad con que ahora surgían ante su evocación, le parecía que habían estado allí, aguardando su momento.

II

Cansada de sus propios pensamientos, se acercó a la ventana. La biblioteca estaba ahora totalmente a oscuras, y se sorprendió al ver la luz que había aún en el mundo exterior.

Al mirar hacia el patio, vio recortarse una figura a lo lejos, en la perspectiva de tilos desnudos: parecía un borrón de un gris más oscuro en la grisalla del paisaje; y al verlo venir hacia ella, el corazón le latió con fuerza ante el pensamiento: «¡Es el fantasma!».

Tuvo tiempo, en ese instante largo, de comprender de pronto que el hombre que había visto a lo lejos, dos meses antes, desde el tejado, estaba ahora, en su hora predestinada, a punto de revelar que no era Peters; y el alma se le encogió de terror ante esta inminente revelación. Pero casi al segundo siguiente marcado por el reloj, la figura, aumentando en consistencia y definición, se mostró a sus ojos debilitados como la de su marido; y salió a su encuentro al oírlo entrar, y le confesó su quimérica tontería.

—Es realmente absurdo —rió ella—; ¡pero nunca
consigo
acordarme!

—¿Acordarte de qué? —preguntó Boyne, al tiempo que ella llegaba a su lado.

—De que cuando ves al fantasma de Lyng, no lo sabes.

Había posado una mano sobre su manga, y él la retuvo allí, pero sin que asomara una respuesta a su gesto ni a las arrugas de su rostro preocupado.

—¿Creías que lo habías visto? —preguntó al cabo de bastante rato.

—¡Bueno, en realidad
te he
tomado por él!, en mi insensata decisión de desacreditarlo.

—¿A mí… ahora? —su brazo cayó y se apartó de ella con una débil risita—. Verdaderamente, cariño, deberías dejar eso; es lo mejor que puedes hacer.

—¡Ah, sí; lo dejaré! ¿Y

? —preguntó, volviéndose hacia él de repente.

La criada había entrado con la correspondencia y una lámpara, y la luz iluminó de lleno el rostro de Boyne al inclinarse sobre la bandeja que le presentaban.

—¿Y

? —insistió Mary perversamente, cuando la criada hubo desaparecido, cumplida la orden de traer la lámpara.

—¿Y yo qué? —replicó él ensimismado, mientras la luz ponía de relieve la profunda huella de preocupación entre sus cejas, mientras examinaba las cartas.

—Que si has renunciado a intentar ver al fantasma —el corazón se le aceleró un poco ante la prueba que estaba haciendo.

Su marido, dejando las cartas a un lado, fue a situarse a la sombra del lugar.

—Nunca lo he intentado —dijo, rompiendo la faja de un periódico.

—Bueno, naturalmente —persistió Mary—. Lo exasperante es que no sirve intentarlo, ya que uno no puede estar seguro hasta mucho tiempo después.

Comenzó a desdoblar el periódico como sin no la hubiese oído; pero tras una pausa, durante la cual las hojas susurraron espasmódicamente entre sus manos, alzó los ojos para preguntar:

—¿Tienes alguna idea de
cuánto después
?

Mary se había hundido en una butaca baja junto a la chimenea. Alzó la mirada desde su asiento y se estremeció al ver el perfil de su marido recortado contra el círculo de luz de la lámpara.

—No, ninguna. ¿Y

? —replicó ella, repitiendo su anterior frase cargada de intención.

Boyne arrugó el periódico en una pelota y luego, inconsecuentemente, se volvió con él hacia la lámpara.

—¡Dios mío, no! Sólo me refería —exclamó, con un atisbo de impaciencia— si hay alguna leyenda, alguna tradición sobre eso.

—Que yo sepa, no —contestó ella; pero cuando iba a añadir: «¿qué te hace preguntarlo?», entró la criada con el té y una segunda lámpara, y se contuvo.

Con la disipación de las sombras y la repetición de la rutina doméstica, Mary Boyne se sintió menos oprimida por esa sensación de algo inminente y solapado que había ensombrecido la tarde. Durante unos momentos se entregó a los pormenores de su labor; y cuando alzó la vista se sorprendió hasta el desconcierto ante el cambio operado en el semblante de su marido. Se había sentado cerca de la lámpara más alejada y estaba absorto leyendo las cartas. Pero ¿había encontrado algo en ellas, o era meramente un cambio de su propio punto de vista lo que había devuelto a sus facciones su aspecto normal? Cuanto más lo miraba, más veía afirmarse el cambio mismo. Se le habían disipado las arrugas de la tensión; y las huellas de cansancio que perduraban eran de naturaleza fácilmente atribuible a un esfuerzo intelectual continuado.

Other books

My Love at Last by Donna Hill
Ashworth Hall by Anne Perry
Fatal Boarding by E. R. Mason
The Blind Spy by Alex Dryden
Yellow Ribbons by Willows, Caitlyn
The outlaw's tale by Margaret Frazer
IK3 by t


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024