La campanilla de la doncella y otros relatos (10 page)

—¡Eh! —exclamé de repente, dirigiéndome al silencioso grupo—. ¿Sabéis qué parecéis, todos vosotros? Parecéis estar viendo un fantasma… ¡Eso parecéis! Me pregunto si no habrá alguno por aquí, que no ve nadie más que vosotros.

Los perros siguieron mirándome sin moverse…

Había oscurecido ya cuando vi los faros de Lanrivain en el cruce. No fue precisamente malhumor lo que me produjo verlos. Tenía la sensación de haber escapado del lugar más solitario del mundo, y de que no me gustaba tanto la soledad como había imaginado, al menos hasta ese extremo. Mi amigo traía de Quimper a su procurador; y sentado junto a un grueso y afable desconocido, no me sentí con ánimo para hablar de Kerfol…

Pero esa noche, cuando Lanrivain y el procurador se encerraron en el despacho, Madame de Lanrivain empezó a preguntarme en el salón:

—Bueno… ¿Va a comprar Kerfol? —dijo, alzando su alegre barbilla de la labor.

—Aúno no lo he decidido. El caso es que no he podido entrar en la casa —dije, como si hubiese aplazado simplemente mi decisión, y me propusiera volver para echar otra mirada.

—¿No ha podido entrar? Vaya, ¿qué ha ocurrido? La familia se muere de ganas por vender ese sitio, y el viejo guarda tiene orden…

—Es muy probable. Pero el viejo guarda no estaba allí.

—¡Qué lástima! Estaría en el mercado. Pero ¿y su hija…?

—No había nadie. Al menos, yo no he visto a nadie.

—¡Qué extraño! ¿Absolutamente a nadie?

—A nadie; a parte de un montón de perros, toda una banda, que parecían tener la casa para ellos solos.

Madame de Lanrivain dejó caer el bordado sobre sus rodillas y entrelazó las manos encima. Durante un minuto me miró pensativa.

—¿Un grupo de perros… dice que ha visto?

—¿Que si los he visto? ¡No he visto otra cosa!

—¿Cuántos? —su voz desfalleció un poco—. Siempre me he preguntado…

La miré con sorpresa: había supuesto que el lugar le era familiar.

—¿No ha estado nunca en Kerfol? —pregunté.

—¡Sí, claro! Muchas veces. Pero nunca en este día.

—¿Qué día?

—Lo había olvidado por completo… y Hervé también, estoy segura. De haberlo recordado no le habríamos enviado hoy… Pero además, uno no cree ni la mitad de esa clase de cosas, ¿verdad?

—¿Qué clase de cosas? —pregunté, bajando la voz involuntariamente al nivel de la suya. Pensé para mis adentros: «Ya
sabía
yo que había algo…».

Madame de Lanrivain se aclaró la garganta y esbozó una sonrisa tranquilizadora.

—¿No le ha contado Hervé la historia de Kerfol? Un antepasado suyo estuvo implicado en ella. Como sabe, cada bretona tiene su historia de fantasmas; algunas bastantes desagradables.

—Sí, pero… ¿esos perros?

—Bueno; esos perros son los fantasmas de Kerfol. Al menos, los campesinos dicen que hay un día al año en que aparece un montón de perros por allí, y que ese día el guarda y su hija se marchan a Morlaix a emborracharse. Las mujeres de Bretaña beben espantosamente —se inclinó para igualar una hebra de seda; a continuación alzó su bello rostro parisino—. ¿De
veras
ha visto un grupo de perros? No hay ninguno en Kerfol —dijo.

II

Lanrivain, al día siguiente, buscó un gastado volumen en piel del último estante de su biblioteca.

—Sí… aquí está. ¿Cómo se titula?
Historia de los Juicios del Ducado de Bretaña. Quimper, 1702.
El libro fue escrito unos cien años después del caso de Kerfol; pero creo que el informe está tomado literalmente de los archivos judiciales. De todas maneras, es un relato extraño. Y hubo un Hervé de Lanrivain implicado en esto… No precisamente de
mi
tipo, ya lo verás. Se trata sólo de un colateral. Bueno, toma el libro y llévatelo a la cama. Yo no recuerdo exactamente los detalles; ¡pero cuando lo hayas leído, te apuesto lo que quieras a que tendrás la luz encendida toda la noche!

Tuve la luz encendida toda la noche, como él había pronosticado. Pero fue porque el alba me sorprendió absorto aún en la lectura. El relato del juicio de Anne de Cornault, esposa del señor de Kerfol, era largo y tenía la letra apretada. Como mi amigo había dicho, era probablemente una transcripción casi literal de lo ocurrido en el estrado, y el juicio duró casi un mes. Además, el tipo de letra era muy malo…

Al principio pensé traducir el viejo documento. Pero está lleno de tediosas repeticiones y las líneas generales de la historia se desvían constantemente hacia cuestiones secundarias. De modo que he intentado aligerarla y presentarla aquí de forma más simple. A veces, sin embargo, he recurrido al texto porque no he encontrado palabras que plasmasen más exactamente la sensación de lo que yo había notado en Kerfol; y en ningún momento he añadido nada de mi propia cosecha.

III

En el año 16… Yves de Cornault, señor de las tierras de Kerfol, fue al
pardon
[2]
de Locronan a cumplir sus deberes religiosos. Era un noble rico y poderoso que contaba entonces sesenta y dos años, aunque sano y robusto, buen jinete y cazador, y hombre piadoso. Así lo atestiguan todos sus vecinos. Físicamente era bajo y ancho, de rostro moreno, piernas ligeramente torcidas de montar a caballo, nariz ganchuda, manos anchas y cubiertas de un vello negro. Se había casado joven y había perdido a su esposa y a su hijo poco después; y desde entonces había vivido en Kerfol. Dos veces al año iba a Morlaix, donde tenía una preciosa casa junto al río, y pasaba allí de una semana a diez días, y ocasionalmente se desplazaba a Rennes para resolver asuntos. Hubo testigos que declararon que durante estas ausencias llevaba una vida distinta de la que se le conocía en Kerfol, donde se ocupaba personalmente de su hacienda, oía misa diariamente y se distraía únicamente con la caza del jabalí y las aves acuáticas. Pero esos rumores no son particularmente importantes, y es cierto que entre los vecinos de su propia clase pasaba por hombre rígido y hasta austero, observador de las obligaciones religiosas y estricto consigo mismo. No existía ningún rumor de que se permitiese familiaridades con las mujeres de sus posesiones, pese a que en aquel tiempo la nobleza era muy atrevida con sus campesinos. Algunos decían que jamás había mirado a una mujer desde la muerte de su esposa. Pero ésas son cosas difíciles de demostrar, y los testimonios a ese respecto no tenían mucha validez.

Bien. Pues a sus sesenta y dos años, Yves de Cornault fue al
pardon
de Locronan, y vio allí a una joven dama de Douarnenez que había cabalgado a la grupa con su padre para cumplir su deber para con el santo. Se llamaba Anne de Barrigan y procedía de un buen linaje bretón, aunque mucho menos grande y poderoso que el de Yves de Cornault. Además, el padre había dilapidado su fortuna en las cartas, y vivía casi como un labriego en su pequeña y granítica mansión de los páramos… He dicho que no añadiría nada de mi cosecha a esta escueta exposición del extraño caso, pero debo interrumpirme aquí para describir a la joven dama que había llegado hasta el cobertizo de la del atrio de Locronan en el mismísimo instante en que desmontaba el barón de Cornault. Saco esta descripción de un borroso dibujo a sanguina, bastante sobrio y verídico, debido a un discípulo de Clouets, que cuelga en el despacho de Lanrivain y del que se dice que era el retrato de Anne de Barrigan. Está sin firma y no tiene ninguna otra seña de identidad que las iniciales A. B. y la fecha: 16…, el año siguiente a su matrimonio: representan a una dama joven de rostro pequeño y ovalado, casi afilado, aunque lo bastante ancho para mostrar una boca llena, con cierta tierna depresión en las comisuras. La nariz es pequeña y las cejas son más bien altas, separadas y ligeramente marcadas a lápiz, como las cejas de las pinturas chinas. Su frente es alta y seria, y el cabello, que da la impresión de ser fino, abundante y rubio, lo lleva retirado, y recogido como un sombrero. Sus ojos no son ni grandes ni pequeños; probablemente castaños, con una expresión a la vez tímida y firme. Dos preciosas manos largas se cruzan bajo el pecho de la dama…

El capellán de Kerfol y otros testigos declararon que cuando el barón regresó de Locronan, saltó del caballo, ordenó que se le encasillase otro inmediatamente, pidió a un joven paje que fuese con él, y partió esa misma tarde hacia el sur. Su administrador lo siguió a la mañana siguiente con cofres cargados sobre un par de mulas. A la semana siguiente, Yves de Cornault regresó a Kerfol, mandó llamar a sus vasallos y renteros, y les dijo que iba a casarse el día de Todos los Santos con Anne de Barrigan, de Douarnenez. Y el día de Todos los Santos se celebró la boda.

Parece que hay pruebas por ambas partes de que los primeros años fueron felices para la pareja. No se encontró a nadie que dijese que Yves de Cornault hubiera sido duro con su esposa, y era evidente para todo el mundo que estaba contento con su transacción. A decir verdad, el capellán y otros testigos admitieron en el proceso que la joven dama ejercía una influencia apaciguadora en su esposo, y que éste se había vuelto menos exigente con sus renteros, menos rudo con los labriegos y siervos, y menos propenso a los accesos de hosco mutismo que habían ensombrecido su viudez. En cuanto a su esposa, la única queja que sus campeones pudieron aducir en su favor fue que Kerfol era un lugar solitario, y que cuando su esposo se marchaba por necesidad de sus asuntos en Rennes o Morlaix —ciudades a las que nunca la llevó a ella—, sólo le consentía pasear sin compañía por el parque. Pero nadie afirmó que no fuese feliz; aunque una sirvienta dijo que la había sorprendido llorando y la había oído decir que era una mujer maldita por no tener un hijo, y que no había en el mundo nada que pudiera llamar suyo. Pero éste era un sentimiento bastante natural en una esposa ligada a su esposo; y ciertamente debió de suponer una gran frustración para Yves de Cornault que no le diera hijos. Sin embargo, jamás le hizo sentir su esterilidad como un reproche —ella misma lo admite en su declaración—, sino que parecía tratar de que lo olvidase colmándola de regalos y favores. Aunque era rico, no fue jamás liberal; pero nada era demasiado delicado para su esposa en lo que se refería a sedas, joyas, lino o cualquier otra cosa que ella deseara. Todo mercader ambulante era bien recibido en Kerfol, y cuando el señor tenía que salir, jamás regresaba sin traer a su esposa algún hermoso presente —algo curioso y especial— de Morlaix, de Rennes o de Quimper. Una de las doncellas, en el interrogatorio, dio una interesante lista de los regalos de un año, que copio aquí: de Morlaix, un junco tallado en marfil, con chinos a los remos, que un extraño marinero había traído como ofrenda votiva a Notre Dame de la Clarté, de Ploumanac'h; de Quimper, un vestido bordado, hecho por las monjas de la Asunción; de Rennes, una rosa de plata que se abría y mostraba una Virgen de ámbar con una corona de granates; de Morlaix también, una larga pieza de terciopelo de Damasco, moteado de oro, comprada a un judío de Siria; y por san Miguel de ese mismo año, de Rennes, una gargantilla o brazalete de piedras redondas —esmeraldas y perlas y rubíes— ensartadas como cuentas en una fina cadena de oro. «Éste fue el regalo que más gustó a la dama», dijo la doncella. Más tarde, por cierto, fue presentado en el juicio, y parece que a los jueces y al público les pareció una joya curiosa y de gran valor.

El mismo invierno, el barón se ausentó de nuevo, esta vez a Burdeos, y a su regreso trajo a su esposa algo aún más singular y precioso que el brazalete. Fue una tarde invernal cuando llegó a Kerfol, y al entrar en el salón la halló sentada junto al hogar, con la barbilla apoyada en la mano, contemplando el fuego. Traía una caja de terciopelo en la mano y, depositándola en el suelo, alzó la tapa y dejó salir a un perrito de color marrón dorado.

Anne de Cornault dio un grito de júbilo al ver saltar hacia ella la pequeña bestezuela: «¡Oh, parece un pájaro o una mariposa!», exclamó al cogerlo; y el perro le puso las patitas en los hombros y la miró con ojos «como de cristiano». Después de eso, jamás volvió a tenerlo lejos de su vista, y lo mimaba y le hablaba como si fuera un niño… Y, efectivamente, fue lo más cercano a un niño que llegó a conocer. Yves de Cornault se alegró muchísimo de su compra. El perro lo había traído un marinero de un mercante indo-oriental, el cual se lo había comprado a un peregrino en un bazar de Jaffa, quien lo había robado a la esposa de un noble chino; cosa perfectamente permisible, ya que el peregrino era cristiano y el noble un pagano predestinado al fuego del infierno. Yves de Cornault había pagado un precio generoso por el perro, porque empezaban a estar en demanda en la corte francesa y el marinero sabía que era valioso. Pero la alegría de Anne era tan grande que, viéndola reír y jugar con el pequeño animal, su esposo habría dado sin duda alguna el doble de lo que le costó.

Hasta aquí todos los testimonios son unánimes, y el relato discurre sin incidencias. Pero ahora su curso se hace difícil. Trataré de atenerme lo más posible a las propias declaraciones de Anne, aunque hacia el final, pobre criatura…

Bien, retrocedamos. Al año siguiente de llegar el perrito marrón a Kerfol, una noche de invierno, Yves de Cornault fue encontrado muerto en lo alto de la escalera que bajaba de las habitaciones de su esposa a una puerta que daba acceso al patio. Fue su esposa quien lo encontró y dio la alarma, tan fuera de sí, pobre desdichada, tan presa de miedo y horror —dado que estaba toda manchada con su sangre— que al principio la excitada servidumbre no pudo entender lo que decía, y creían que se había vuelto loca de repente. Pero allí, efectivamente, en lo alto de la escalera, estaba el esposo, como una piedra, con la cabeza en el borde y la sangre de las heridas goteando en el peldaño que tenía debajo. Le habían arañado y herido la cara y el cuello como con unas armas singularmente puntiagudas y en una de sus piernas tenía un profundo desgarrón que le había cortado la arteria, lo que probablemente le había causado la muerte. Pero ¿cómo había llegado allí y quién lo había asesinado?

Su esposa declaró que ella estaba durmiendo, y al oír su grito había salido a toda prisa, y lo encontró en la escalera. Pero esto fue rebatido inmediatamente. En primer lugar, se probó que desde su habitación no pudo haber oído la lucha en la escalera debido al espesor de las paredes y a la longitud del corredor que se interponía; luego se aclaró que no estaba en la cama dormida, ya que cuando despertó a toda la casa estaba vestida y su cama no estaba deshecha. Además, la puerta de abajo de la escalera estaba entreabierta y el capellán (hombre observador) había notado que el vestido que llevaba estaba manchado de sangre hasta las rodillas y que había huellas de sangre de unas manos pequeñas en las paredes de la escalera, de modo que se supuso que en realidad estaba en la puerta cuando su marido cayó y que al subir a tientas en la oscuridad, tal vez de rodillas, se había manchado con la sangre que manaba hacia ella. Naturalmente, se arguyó por otro lado que las manchas de sangre del vestido podían haber sido causadas al arrodillarse junto a su esposo, cuando salió precipitadamente de su habitación; pero estaba abierta la puerta de abajo, y el hecho de que las huellas de dedos de la escalera señalaban la dirección hacia arriba.

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