—No puede ser —digo.
—Es —sonríe, orgulloso.
Le cae desde los hombros, como una pincelada de Modigliani, un vestido azul de Barbara Valenci. No se le ven casi los zapatos, pero, por la forma de andar, tienen que ser Ramones. El bolso es un indudable Louis Vuitton. Y el peinado con extensiones y a lo
garçon
, prolongando dos patillas sobre los pómulos, le da a su cara arrugada, angulosa y muy morritos una arrogancia empezada hace más de cincuenta años.
—Acércate tú, que, si entro yo, me echan a los guripas.
—¿Porque eres gitano?
—Entre otras cosas.
Me acerco con mi pantalón vaquero, mi viejo jersey sobrado de mangas y mi novio muerto soplándome en la nuca.
—Te hemos venido a buscar —le digo lanzándole a
la niña de mis ojos
una mano ayudadora para los escalones últimos.
Sonríe sin despegar los labios. Los hombres de negro y las mujeres de colores que le hacen la pelota alrededor me miran con condescendencia. Ella sonríe; todo el tiempo sonríe, no sonrisa menesterosa ni aplacada, hacia todos aquellos montones de dientes que pugnan por enseñarse como si no fueran postizos. Adiós, adiós, seguro que nos volveremos a ver; ha sido un placer verdadero conocerla; ¿volverá usted por Madrid pronto?; permita que me presente a su nieta; yo soy Luisa Regalada, de las regaladas de toda la vida, ja, ja, ja. Besamanos y mejillas acercadas. Me llevo a
la niña de mis ojos
hasta la calle apretando su mano a la deriva. Su andar huele a Mirscha, un perfume que no juzga ni condena. Como llevo de la mano a la gran señora, tengo que decir adiós a un montón de gente a la que no conozco.
—De los árboles frutales, me gusta el melocotón y, de los reyes de España, Alfonsito de Borbón —masculla
la niña de mis ojos
cuando ya, tras tanto peloteo, caminamos las dos solas hacia el Tirao.
—¿Fue bonita la ópera? —pregunto.
—Lo importante no es cantar muy fuerte; es que te oigan mejor. Pero ¿qué le ha pasado a este muchacho?
—Hola,
niña de mis ojos
—dice el Tirao—. Tienes una cosa que es mía.
La niña de mis ojos
sonríe, esta vez sin importarle que se le vean los dientes, o la falta de dientes, y Monge le da un beso en la frente que ya hubiera querido yo para mí. No sé por qué, pero lo hubiera querido para mí.
—Mi niño, mi niño mío, qué pena tengo de no ser yo tu madre —dice
la niña de mis ojos
mirándolo y sacando una cartera masculina de su bolso LV, y abriéndola, y deshojando entre sus pliegues de cuero caro treinta o cuarenta billetes de cien euros.
—Los asesinos siempre llevan encima mucho dinero —me dice Monge mirándome con sorna—. Es el único negocio en el que los olivos son para el que los trabaja.
—Qué tonterías que hay que escuchar —susurra hacia el cielo
la niña de mis ojos
—. Va a llover.
La niña de mis ojos
ha puesto el fajo de billetes de cien delante de las narices enormes del Tirao.
—No,
niña de mis ojos
, eso es para ti.
—Ay, pero que tonto es este hijo mío.
—La cartera,
niña de mis ojos
. Quédate con la pasta. No, espera, dame cien euros —se los coge a la vieja y me los extiende.
—No los quiero —digo.
—Cógelos, cojones. Y cállate un rato.
Los cojo. No va a llover. Esta noche no puede llover.
La niña de mis ojos
le da la cartera a Monge.
—Ay, hijo. Siempre estás pensando sólo en bobadas. Por eso no has llegado a ser nada en la vida. Menos tan bonito. —Y otra vez enseña sus dientes y su falta de dientes—. Coge la jodida cartera, con lo bonita que me iba a quedar metida dentro de las latas.
Monge abre la cartera. Hay un carné de identidad, otro de conducir, una tarjeta blanca de banda magnética y seis o siete tarjetas de crédito.
—Hijo de puta —dice Monge.
—Déjame ver cómo es —le pido.
Me enseña el carné de identidad. Adrián Grande Expósito. Sexo: M. Nacionalidad: Esp. En la foto, un hombre de ojos apacibles. Nariz perfecta. Labios finos. Barbilla erguida. Cejas como horizontes. Calvo lirondo. Saco el carné de la cartera y estudio las dos caras. Nacido el 17 de agosto de 1959. Hijo de Jesús Roberto/María Engracia, dice el reverso. Domicilio: C/ Leganitos 109 P 06 F. Lugar de domicilio: Madrid.
—¿Mató a O’Hara este hombre? —pregunto.
—Si es verdad que existe O’Hara, y si es verdad que está muerto, supongo que sí —balbucea Monge.
—Mató a tu Muda. Ella sí que ha existido y ella sí que está muerta. ¿No?
—Perdona —dice.
—Quiero irme a casa —dicen los labios inmóviles de
la niña de mis ojos
.
—¿Dónde la llevamos?
—Al Poblao. Al vertedero.
—¿No sería mejor llevarla con su hijo?
—No.
A los pies de la cordillera de basura que separa Valdeternero del Poblao,
la niña de mis ojos
desciende por la puerta trasera que le ha abierto Monge. Por momentos, la luna llena de noviembre se deja ver sobre los picos de desechos. El Tirao y Ximena se quedan un rato a mirar cómo
la niña de mis ojos
asciende la empinada ladera con paso señorial, como una marquesa fantasma que pisa senderos de una estación de esquí alpina. Cuando ha llegado a la cima, la luna se vuelve a abrir, y la barbilla erguida y orgullosa de
la niña de mis ojos
se queda recortada delante del círculo banco. Como un lobo que prepara el aullido.
—¿Y ahora qué?
—Voy a llamar a Ramos. Vamos a llevarle esa cartera y que se encargue la policía.
—¿Quién es Ramos?
—Era el compañero de O’Hara. ¿Te parece que lo hagamos así?
El gitano asiente. Después rebusca en los bolsillos y extrae el anillo de casada que le había quitado a la Muda la noche que la mataron. Coge la mano de Ximena cuidando de no asustarla y se lo encaja en el anular.
—¿Qué es esto?
—Era de una amiga mía.
—¿Por qué me lo das a mí?
—No lo sé. Será que creo que te lo mereces.
Antes de que arranquen, una yonqui en busca de clientes para su boca desdentada se asoma al cristal.
En cuanto el inspector Pepe Ramos, asomado al pequeño balcón del quinto piso, vio a Ximena y al Tirao cruzar la calle Paredes Piazuelo hacia el coche, se arrepintió de haber dejado al gitano marcharse por las buenas. Pero no se iba a poner a dar voces a esas horas de la madrugada en su propia calle, con lo que los vecinos ya murmuraban sobre él desde que Mercedes y las niñas habían hecho las maletas. Además, tantos de los implicados en aquel asunto habían desaparecido en pocos días que uno más no le iba a importar a nadie. Y menos a Ramos. Y, aún menos, a O’Hara.
El gitano le había traído la cartera de un asesino y dos escritos de una niña, su hija adoptiva, que demostrarían, con la ayuda de un calígrafo, que hay gente que roba niños; que envía después falsas cartas amables a las madres para que éstas crean que siguen estando bien; que hay alguien que pasa años preocupado en asegurarse de que nadie sepa que Rosita y Alma Heredia están muertas. Y todas esas viudas de hijo trabajan cuidando a tus niños raros, O’Hara.
Después de haber escuchado la historia del Tirao, Ramos estaba convencido de que tanto el gitano como la tal Charita eran los que más merecían el derecho a esfumarse. Era jueves, tres y media de la madrugada y, por el barrio de Prosperidad, no muy lejos de donde había vivido O’Hara, grupos de coperos en busca del bar último aún cosechaban restos de noche.
A Ramos le hubiera gustado llorar un rato, no mucho, porque no tenía tiempo para mariconadas, cinco o diez minutos hubieran bastado. Pero ni siquiera había llorado, o eso le contó su padre, cuando la nodriza le había azotado al nacer. Esputó y vomitó, eso sí, pero ni un sollozo ni una lágrima. Tampoco aquella vez que, para demostrarle no recordaba qué chorrada uterina, su ex mujer, Mercedes, le había frotado trozos de cebolla picada en los párpados. Lo que nunca entendió Mercedes, ni entendería ya nunca, es que esa y muchas otras veces él hubiera deseado llorar. Como una niña mimada. Como una viuda ante testigos. Como un cincuentón en la cola del paro. Como un cachorro abandonado de cualquier especie animal. O, por lo menos, como un hielo expuesto al sol.
Pepe Ramos le había dicho siempre a todos sus amigos, o sea, a Pepe Jara, que él no era un tipo duro. Que lo que ocurría, sencillamente, es que la genética no le había dotado de rostro, de inteligencia y de alma como para parecer otra cosa.
Cuando su mujer y sus hijas le abandonaron seis años atrás, Pepe Ramos sabía que no lo hacían en busca de otro marido u otro padre, sino por alejarse de ese marido y padre, en concreto, que era él. Y después, cuando maquinó que podría aliviar en parte su soledad comprándose un perrito o un gatito, lo caviló mejor hasta llegar a la conclusión de que los animales serían infelices con un hombre tan incapaz de amar y de una fealdad tan manifiesta. Fue entonces cuando, trasteando por internet, descubrió a Mercedes, tocaya de su ex mujer. Se enamoró de sus redondeces. De la capacidad de trabajo que prometía el anuncio. De su cualidad, garantizada, de compañía casi absolutamente silenciosa. Del brillo elegante que refulgía en la fotografía del anuncio, que amplió una y otra vez buscando defectos sin encontrarlos. De su limpieza. Llamó ese mismo día y le aseguraron que tendría a Mercedes en casa en cuarenta y ocho horas, así que pidió aquel martes, despreciando el ni te cases ni te embarques, para asuntos propios. No se puede decir que estuviera nervioso aquella mañana, porque tampoco los dioses le habían dotado de nervios, pero se pasó un par de horas repasando maniáticamente el orden y limpieza de cada mueble y cada objeto decorativo, de la ropa del armario, y de los antiguos botes cosméticos que su mujer y sus hijas no se habían dignado a retirar ni del baño ni de su memoria.
El cartero llegó a las 11:22 de la mañana. Ramos pagó los cuatrocientos noventa y siete euros, incluidos gastos de envío, con una alegría con la que nunca antes había pagado nada. Después de cerrar la puerta al cartero con más prisas y más violencia de las que recomienda la cortesía, llevó a Mercedes hasta el salón con cuidado casi ritual y abrió el envoltorio cuidando no rayar la caja con el abrecartas. Antes de desembalarla, leyó una y otra vez las letras de colores impresas sobre el cartón: Mercedes E—281. Alimentación: 240 V. Potencia: 600 W. Robot de limpieza doméstica. Autonomía: 2 h. Batería de litio. Garantía dos años.
Mercedes es redonda como un platillo volante. Plateada. Con tres velocidades y conversor inteligente de modo parqué a modo alfombra. Cada noche, después de volver de comisaría o de la calle, Pepe Ramos vacía de polvo el depósito y la coloca en tercera velocidad. A veces, cuando quiere su pensamiento más disperso, la pone en la función
esquinas y rincones
. Y, como aquella noche de noviembre, cuando desea que su pensamiento intente ser concéntrico, programa el modo espiral de la aspiradora. Ramos, antes de encenderla, le habla, aunque no la acaricia por el pudor de no parecer, ni en la intimidad, un enfermo mental. Pero le gustaría hacerlo.
—Vamos, chiquitina, a trabajar.
Y se acoda sobre sus rodillas en el sillón de orejas mirándola vagar por la casa, un vagabundeo con sistema y reglas que ya comprende, que ya no le sorprenden, y con su lucecita verde parpadeante dándole alegría ferial al apartamento. Mercedes deja toda la casa sin polvo ni pelusas sin que Ramos tenga otra cosa que hacer que admirarla.
Eran las cuatro y veintiún minutos de la madrugada de aquella noche de noviembre cuando Ramos, una vez cavilado lo que debía hacer, apretó el botón de apagado del mando a distancia de Mercedes y, no sin cierta pena, la vio dirigirse con precisión de ingeniero de caminos y montes hacia la plataforma alimentadora que tenía enchufada en una esquina del salón. El zumbido de la aspiradora cesó y dejó un silencio existencial flotando en el saloncito. Y la lucecita verde dejó de parpadear su tiovivo festero.
Ramos, con su cara ofidia imperturbable, descolgó el teléfono y marcó el número del juez mientras abría la cartera de Adrián Grande Expósito, de profesión asesino, ante sus grandes y feas narices y explicaba, ocultando algunos datos e inventando otros, cómo la cartera del asesino de Susana Riveira Carbia, alias
la Muda
, alias
Relamía
, había llegado hasta él:
—Sí, tiene que ser ahora […]. Claro que hay peligro de fuga, señoría. Jamás le hubiera llamado en caso contrario, y menos a estas horas […]. Gracias, señoría […]. No, el inspector Jara no estaba casado […]. Disculpe, señoría, preferiría no hablar de él y centrarnos en lo que nos ocupa […]. Adrián Grande Expósito. Nacionalidad española. Nacido el 17 de agosto de 1959. Domicilio: C/ Leganitos 109 P 06 F. Lugar de domicilio: Madrid. Número de documento: 33 276 008, letra W […]. No lo sé, señor. Pero a estas horas me va a retrasar el comprobarlo […]. Como usted ordene, señor. ¿La cursará? […]. Gracias, señoría. Pero otra cosa… ¿Sería posible que me autorizara también a mantener un vis a vis inmediato con el Perro Heredia? […] Sí, a las nueve de la mañana. O a las diez. Depende del tiempo que tardemos en la detención de Grande Expósito […]. Estoy seguro de que Heredia no pondrá ningún inconveniente […]. Él nunca aceptaría esas condiciones y usted, señoría, lo sabe […]. Sí, señoría, ya lo sé; ya sé que se me van a echar encima […]. Sí, también sé que se le van a echar encima a su señoría y […]. Sí, gajes del oficio. No sabe cómo se lo agradezco […]. No, señoría. Yo tampoco sé si se tendrá que arrepentir. Yo, por mi parte, estoy seguro de que, pase lo que pase, no me arrepentiré […]. Se lo agradezco. Se lo agradezco de corazón. Y le prometo que lo voy a intentar.
Ramos colgó el teléfono en su alcándara muy despacio y sujetándolo con dos dedos, con el cuidado y la higiene con las que merece ser colgado un juez. Volvió a meter la cartera de Grande Expósito en la bolsa de plástico precintable donde la había guardado cuando se la dio Monge el Tirao y, con el mando a distancia, volvió a poner en funcionamiento la aspiradora. Mercedes no le decepcionó. Trazó círculos concéntricos y vagó por la casa hasta que el teléfono volvió a sonar.
—En veinte minutos estoy allí.
Ocho agentes de los Grupos Especiales de Operaciones participaron en el asalto al 6.º F de la calle Leganitos 109 y en la ulterior detención de Adrián Grande Expósito, quien no opuso resistencia a pesar de estar acompañado de un maromo de ciento noventa y cinco centímetros de estatura con una feroz inclinación a gritar como un personaje femenino de George Cukor: Federico Jiménez Chicote. Quizá influyó en la docilidad de los detenidos el hecho de que los agentes los encontraran desnudos en la misma cama, aunque tan pormenorizados detalles no constan en el atestado.