En Smarkandra, más de lo mismo. La jefa de tienda se llama Enriqueta, pero la puedo llamar Queta:
—Así que tú eres la niña de los Jarque. Sí, sí, claro que me doy cuenta; cómo no me voy a dar cuenta. A tu padre, no; sólo de los periódicos y de cuando estuvo de medio ministro o algo así; con Aznar fue, ¿no? Pero a tu madre sí que la conozco de vista, aunque no te creas, no, que ella no nos tiene a nosotras preferencia, que yo siempre le digo a Marta, ¿verdad, Marta, que te lo digo? ¿Ves? Pues le digo: «Mira esta señora qué planta tiene». Cómo le gustaría a Richie vestirla. «Que aquí siempre será bienvenida», le dices de mi parte, de parte de Queta, la de Smarkandra; verás cómo cae, porque muchas de sus amigas sí se visten aquí. ¿Y esa señora de la que me hablas es algo vuestro? Ajá, ajá, entiendo, entiendo. Abuela y sin saberlo. ¿Sietemesino? Uy, dile de mi parte que no se preocupe, que ahora no es como antes, que los sietemesinos, bien cuidados y bien alimentados, salen como los hijos de cualquier otro cristiano. ¿Niño o niña? ¡Ay, qué lindo! Pues sí. Yo misma la atendí. Porque, perdona que te lo diga, pero vuestra amiga es una clienta muy, muy difícil. Y exigente. Muy, muy exigente. Y, claro, tiene esa forma de hablar entre dientes, oye, y que no la estoy criticando, ¿eh?, bueno sería, estaría bueno, pero es que le hablas y no te hace ni caso, oye, y tú estás buscando lo mejor para ella […]. Exactamente. Lo que tú dices. Que a veces hay gente que se lo toma como mala educación pero nosotras no. Hay que tener comprensión. Si estás toda la vida rodeada de servicio, hija, ¿eso no se interioriza, como dice mi psicóloga? Se in-te-rio-ri-za. Y ella decía: «Yo me voy a la ópera». Y no me lo decía a mí; pero me lo decía a mí; eso una tiene que captarlo porque nos dedicamos a eso, a la atención al cliente, y no a cualquier cliente, sino a clientes muy, muy particulares. Y ella decía «Me voy a la ópera» una y otra vez, como recordándome que no había mucho tiempo y que tenía que vestirla para la ocasión,
bla, bla, bla, bla
.
Llego al coche y Monge abre los ojos.
—Espera un poco más —le digo—. Tengo que encontrar un periódico como sea.
—¿Qué dices?
—Creo que ya sé dónde puede estar. En la ópera. Sólo hablaba de la ópera, de vestirse para ir a la ópera. Me lo dijo la mismísima Queta. ¿Es capaz? —le pregunto.
—¿Capaz de qué?
—
La niña de mis ojos
¿es capaz de querer ir a la ópera?
—Sal corriendo a por ese periódico. ¿Dónde cojones ponen hoy ópera? —El gitano sonríe con las pocas fuerzas que le quedan.
Entro en el Mogador. Entro en el Mogador no porque me guste, o porque quiera arriesgarme a un encuentro con mi madre, asidua a una de las cafeterías más
más
de Madrid. Entro en el Mogador, aunque tengo que caminar hasta allí más de quinientos metros, porque los quioscos ya no están abiertos y el Mogador tiene el mejor revistero de Madrid. Lo sé porque he acompañado a mamá mil veces y, mientras ella habla conmigo como si hablara sola, yo leo lo que quiera, porque ninguna señora o caballero de alta alcurnia van al Mogador a leer nada, estaría bueno, y el revistero está a mi entera disposición siempre. Pido un café de seis euros, camino alumbrada por las lámparas de araña copiadas de los techos de
Guerra y paz
y, en el revistero, robo la
Gaceta de la Ópera
después de comprobar que es de este mes.
Cuando llego al coche, voy sudando por la carrera. El gitano me observa con desconfianza. Más cuando enciendo la luz de techo del coche y me pongo a pasar páginas como posesa. O’Hara lo hubiera hecho así. Él siempre hacía las cosas así. Esperando que la suerte le tuviera simpatía por el simple hecho de ser un desastre.
—¿Es posible que
la niña de mis ojos
haya pensado en ir a la ópera?
—Si lo ha dicho, es verdad —contesta serio—. Si lo hubiera pensado, psch.
—Es posible. Manda huevos.
Recordé los viejos tiempos de
la niña de mis ojos
, hace veinte o veinticinco años, cuando yo era un chaval y ella alternaba en los garitos flamencos haciendo reír con sus gracias a señoras y a hombres maduros de puro en boca. Recordé que ella siempre decía que había hecho pinitos en la ópera. Pinitos, decía.
Ella me señala una página de la revista. Un anuncio:
el rincón de la ópera.
De martes a sábado.
Última semana en cartel.
Reyes y reinas,
de Humberto Squilacci.
Rey: Fabrizio Leonardo (tenor).
Reina: Morgana Sacci (soprano).
—¿Eso es cerca de aquí?
—La peluquera me contó que
la niña de mis ojos
le pidió un peinado de los que se llevan para ver a los reyes y a las reinas. La modista, que quería vestirse para la ópera. El Rincón de la Ópera está aquí al lado. ¡O’Hara, O’Hara, O’Hara!
Ella grita como una niña que está jugando. Pero que está jugando a un juego triste y con un muñeco muerto. Una niña que sólo tiene juguetes para tiempos prohibidos, como la niña Alma, como Rosita.
—¿Quién es ese O’Hara? ¿Qué me estás diciendo?
—Nada, nada. Cosas mías. O’Hara es mi novio. Policía. Lo han matado hoy. Los mismos que mataron a la Muda. Me lo ha dicho él. Los mismos que se llevaron a la niña Alma y a tu hija. ¿Tú crees que hablan los muertos? Yo sí lo creo. Vamos. Por favor. Está allí. Seguro.
Le acaricio el pelo y la puta niña se me echa en los brazos, llorando. La arropo fuerte con la incomodidad de los abrazos que no se dan en los asientos traseros. Siento su olor, más acá de su perfume, antes de que se desabrace, se seque los ojos con la manga del jersey y me diga:
—Soy una tonta. Perdona. Aún estoy en la nube.
—¿Quién coño estás diciendo que es tu novio? Perdona que te hable así… Joder.
—Te entiendo, te entiendo.
—Por favor, deja de llorar. Me acabas de curar el mono de repente. Tú eres la puta novia de un madero. —Escupo; se me vuelve.
—Vale, puto gitano de mierda. Puto colgado. Soy la puta novia de un madero. Soy la puta novia de un madero muerto. Le han disparado esta tarde. Por la espalda. Se llamaba O’Hara y era un tío cojonudo…, no…, era un hijo de la gran puta…, no…, era…
—No llores. Vamos a buscar a
la niña de mis ojos
.
Arranco. Como soy una tonta, me sorbo los mocos y enciendo los limpias, pero sigo sin ver nada. No, niña boba, no está lloviendo. Me seco las lágrimas, apago los limpias y meto primera. Salgo a la calzada sin mirar y olvidando que existen los intermitentes, y se arma una feria de gritos y cláxones impropios de barrio tan distinguido.
—¿Quieres que conduzca yo? —pregunto.
—No, ya no estoy llorando —dice.
Me importa un carajo el dolor. Las piernas me pesan. Los pies no me caben en los zapatos. Ni los dedos en las manos. Ni los ojos en la cara.
—¿Es verdad lo que me has dicho o sólo eres una pijotera a la que se le está yendo la olla? —pregunto.
—Las dos cosas —dice.
—Vale.
—Eres muy gracioso, Monge.
—Llámame Tirao.
—No me da la gana.
—Cada uno tiene el nombre que se merece.
—Pues yo soy la puta novia de un madero. ¿Qué nombre se merece la puta novia de un madero?
—El peor.
—¿Y cuál es el peor nombre?
—Ya se me ocurrirá —digo; te digo.
El Tirao no me cree. No sabe quién soy yo. No sabe quién era O’Hara. Ni quiénes son Ramos y el loro. Piensa que estoy loca, pero no tiene ni un pavo y necesita taxista. Meto el coche sin preguntar en el aparcamiento de Sánchez Bravo.
—No te preocupes, pago yo.
—Yo fui el que te robó la cámara. ¿Se la enseñaste a tu novio madero?
—Estaba conmigo cuando volvimos a casa. Ya sabía que eras tú. Se lo dije a Sole. Lo supe en cuanto te encontré anoche medio muerto en mi cama.
—Joder —digo, evitando mirar ni al frente ni a mi izquierda ni a ningún lado.
Dejamos el coche en el aparcamiento de Sánchez Bravo y salimos por pasillos oscuros, escaleras de orín y techos parpadeantes de fluorescentes rotos, pero nadie nos dispara por la espalda. Sólo a O’Hara se le ocurre dejarse matar en un aparcamiento subterráneo a la hora del café. Siempre ha tenido problemas para elegir el cuándo y dónde decir o hacer las cosas más importantes. Lo mismo que le pasó a Oppenheimer, supongo.
Fabrizio Leonardo, presunto tenor, y Morgana Sacci, presunta soprano, aún desgañitaban las humedades bajoventrales de la monarquía europea de entreguerras cuando llegamos a la puerta del Rincón de la Ópera, llamado justamente rincón por lo recoleto pero un tanto presuntuosamente apellidado ópera, ya que allí, desde su apertura en los años cincuenta, no se ha representado otra cosa que algún ensayo de principiantes y un par de cientos de vodeviles casposos con viejo señor e irrespetable señorita. Eso es lo que dice siempre mamá. Viéndolo en persona, o sea, resumido en su portero de traje y gorra rojos con polvorientos botones dorados por todas partes, no se entiende que aún no haya sido clausurado para siempre. A no ser que el óxido de las bisagras impida cerrar las puertas.
—Disculpe, señor. ¿Queda mucho?
—Es que no he pasado a platea y no sé si hoy lo están cantando rápido o despacio, señorita. ¿Es que acaso espera a alguien?
Acaso.
—A mi bisabuela.
—Señorita, señorita, será su madre o será su abuela, que se está usted quitando años.
—¿Si no me los quito yo, quién me los va a quitar?
—Lleva usted más razón que un santo. Un santo que lleve razón, porque yo soy creyente pero no dogmático.
—Si el diablo acierta una vez, no hay que negárselo.
—Qué buena conversación tiene usted, señorita. Se le nota lo estudiado.
—Mejorando lo presente.
—No diga usted nunca eso, señorita. Que con usted lo presente es inmejorable.
—Es usted un galán.
—Y usted le está tomando el pelo a un viejo, pero no me importa. El viejo se cobra su burla y los intereses en el solo placer de mirarla.
No sé qué decirle. Tardo un montón de tiempo en decir lo que no sé qué decir. ¿Qué hará este viejo cuando se quite su estúpido uniforme rojo de terciopelo? ¿Cuando desabotone los botones dorados de ancla? ¿Cuando se descubra de gorra? ¿Leerá a James Joyce o rebobinará una y otra vez películas pornográficas?
—No se burle de mi uniforme. Y no piense eso… —respondo al pensamiento de la niña.
—No lo pensaré, si usted me lo pide —dice.
—Se lo pido.
Sonrío. Sólo a medias. Vale, O’Hara. Ahora que te han matado, me estás echando encima a todos tus personajes con alma de búho. Esa gente extraña que me presentabas. Todos los porteros de discotecas, cines, teatros, prostíbulos. Te llorarán todos en cuanto se enteren. Y consigues que todos te hagan frases interminables para impresionar a tus amantes, para impresionarme a mí, otra tonta, una gilipollas más manchando sábanas: «El viejo se cobra su burla y los intereses en el solo placer de mirarla». Ya te vale, O’Hara. Ni después de muerto. Ni después de muerto dejas de reírte de todos y de mí. Y yo, como una gilipollas, manchando aquí de lágrimas de coño tu puto sudario.
—Me han dicho que saldrán más o menos en veinte minutos. Dependiendo de que la soprano cante su agonía más o menos rápido o despacio. ¿Qué tal estás?
—Aguanto —digo—. Pero que la cante rápido.
Joder, es tan pequeña. Es una niña. Es una niña de la que se compadecería hasta un gato perdido. Abrazándose a sí misma por encima del jersey mientras la gente viene y va sin prestar mucha atención a lo que pasa en las aceras. Los que son o hemos sido delincuentes nos fijamos más, por la cuenta que nos tiene, de lo que pasa en las aceras, y eso nos da, creo yo, una humanidad más grande.
—¿Tienes frío? —pregunto.
Ella vuelve su cabeza gatuna y me sonríe como si le acabara de regalar un anillo. Con naturalidad. Es de ese tipo de tías a las que siempre, alguien, les acaba de regalar un anillo. De compromiso o aún más caros.
—No te preocupes. Aunque haga frío o llueva o nieve o caigan relámpagos o soplen huracanes, es imposible que pueda estar peor.
—¿Dónde lo mataron? —pregunto por preguntar, porque creo que, sea verdad o mentira, ella quiere hablar de eso.
—Te da igual. A mí también me da igual.
Tengo el culo apoyado en un coche, y también estoy abrazado a mí mismo, como ella. Huelo su olor. Hace un frío de cojones. Tiemblan hasta los luceros. Y ella me da la espalda. Y se agacha para rescatar de la acera un paquete de Marlboro vacío. Y camina diez o doce metros, esquivando gentes, para arrojarlo en una papelera con la rectitud del que piensa que, con eso, está librando al puto mundo de todos sus putos males y desgracias. La noche vuela blanca encima de nosotros.
—¿Qué has dicho?
—No he dicho nada.
—Tu padre era cantante. ¿No era? Sí, te he oído.
—Sí, cantaba. ¿Qué has oído?
—¿Tú cantas? Cántame algo. He oído a los muertos. Tú sabes que los he oído.
—Cállate.
—Lo que tú me digas. ¿Eres cobarde?
—Casi siempre —contesto. Y me acerco a su lado. Sitúo mi cuerpo en el lugar exacto del abrazo que no le voy a dar, y dejo las manos quietas.
—Ya van a salir —dices.
—¿Por qué lo sabes? —pregunto.
—Por el frusfrús. Siempre que un montón de ricos se mueve, suena un frusfrús. Es el almidón en la ropa.
Tiene razón. Al principio no la creo, porque veo vacía la escalinata del teatro subiendo hacia el cielo de lámparas. Pero, de repente, suena ese frusfrús y se abren las puertas, y un montón de viejas de colores y de viejos de negro se despeñan escalones abajo enseñando dentaduras más o menos postizas y sonrisas más o menos postizas.
—¿La ves?
—Sí.
La niña de mis ojos
no sonríe como los demás porque le faltan muchos dientes y se notaría, pero desciende con la misma elegancia parsimoniosa de los que no tienen que llegar temprano nunca. Hombres y mujeres vestidos de satenes, sedas y terciopelos cuchichean a su alrededor como si ella escuchara sus sandeces.
—¿Dónde? —pregunto.
—Es la de azul —dice.
—Estás delirando. Me habías dicho…
—La gente cambia.
Es una mujer delgada como una espátula de perfil. Vertical como una sombra atardecida. Con esa cara difícil que tienen, como de nacimiento o sin querer, las vicepresidentas segundas o primeras de algunos Gobiernos. Baja las escaleras tan dulcemente que parece que son los escalones los que se posan en sus pies.