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Authors: Aníbal Malvar

Tags: #Intriga, #Policíaco

La balada de los miserables

 

Desaparecen niños gitanos en Madrid. ¿Por qué desaparecen niños gitanos en Madrid? Pepe O’Hara se lo pregunta alguna noche. Erotómano, politoxicómano, sociópata, sádico, feminista, sarcástico y dulce, al inspector Pepe Jara le apodan O’Hara porque tiene unos melancólicos ojos grises de irlandés que acaba de perder, simultáneamente, a una mujer y una revolución.

Quizá escrita por el Diablo, el único capaz de acariciar ciertos rincones oscuros del lector, es novela negra en estado impuro, sucia y lírica, mágica y estupefaciente, recorre un Madrid no apto para turistas ni futuros atletas olímpicos, allanando callejones que no salen en los mapas, llamando a las puertas de la perversidad sin haber pedido cita y encontrando, al abrir, mujeres tristes, sonrisas muertas y niños raros. Aunque casi siempre amanece, nunca conviene despertarse: Lucifer es el hijo de la Aurora, enseña la mitología.

Aníbal Malvar

La balada de los miserables

ePUB v1.0

Crubiera
20.04.13

Aníbal Malvar, 2012.

Diseño portada: Sergio Ramírez

Editor original: Crubiera (v1.0)

ePub base v2.1

I

Eran más o menos las siete de la mañana de un día nublado de finales de octubre, y se tenía la sensación de que podía empezar a llover con fuerza pese a la limpidez del cielo en las estribaciones del vertedero. Llevaba un pantalón gris perla sujeto por un cordal de esparto, un zapato azul y otro marrón, un jersey Stearnwood de lana beige con manchas de grasa, y un gabán más o menos asqueroso rescatado de un contenedor de basura pestilente. Iba mal arreglado, sucio, desafeitado y sobrio, y no me importaba nada que lo notase todo el mundo. Era, sin duda, lo que debe de ser un miserable momentos antes de visitar a la Muerte.

—Hiiijjaaaaaaa, hiiijjjaaa.

—Apártese, señora, apártese y deje de gritar así, coño.

La Parrala quiere ser, todo a la vez, la rosa que anuncia abril y la primera nieve de invierno. Yo, el Calcao, que así me llamo porque quizás alguna vez me parecí mucho a alguien, no debería decir estas cosas medio elocuentes, ya que todo el mundo sabe que soy un poco tardo, pero es que uno adquiere ciertas letras infusas al morir, como si todo lo escuchado y no entendido en vida se organizara y esclareciese en tu alma inmortal. Será esta condición de postrimero que te da la tierra encima. La Parrala no es la madre de la niña ni es nada de la niña, pero es la que más grita del Poblao. Sobre todo ahora, que dicen que hasta va a venir la televisión a buscar a la niña muerta.

—¿No se puede dispersar a esta gente, capitán?

—¿Y qué hacemos? ¿Acordonamos el descampado? ¿Acordonamos Madrid y aprovechamos para anexionar Guadalajara?

—Hijjjaaaa, hijjaaaa.

—O deja de gritar o le meto el fusco en la boca, capitán.

Me río, pero sigue amaneciendo despacio. Pongo cara de tardo, que no me hace falta mucho esfuerzo, y miro hacia el Este dejando que una babilla mostrenca me brille en la barba. Mi última aurora, tan demorada como un polvo entre yonquis. Pronto van a encontrar el cinturón. Mi cinturón. Antes, uno de la Judicial con cara de listo recién horneado se acerca al capitán.

—Creo que es importante que vea esto.

Lleva una bolsa.

—¿Llevas a la niña ahí dentro? No me jodas.

—Hemos hecho un decomiso. Más de mil doscientos gramos de heroína, once kilos de…

—Gilipollas. La niña. Gilipollas.

—Pero, señor…

—¿Qué hostia señor? Mira eso. ¿Qué ves?

—¿El qué, señor?

—Esos chalés, esos columpios, esos adosados, esos jardines… —El capitán muestra histriónicamente las chabolas—. ¿Qué ves?

—No veo…

—No ves nada, tonto la polla. Ves el Poblao. Ves mierda. Barro. Cartones. Chapas. Miseria. —Nos señala enfáticamente a nosotros—. Miserables. Yo no busco droga en un poblado de mierda. Eso no hace falta que lo busques. Yo busco a una niña, una niña pequeña que a lo mejor está muerta aquí, debajo de tus pies.

Me cae bien el capitán. Espero que se encargue él, personalmente, de levantar mi cadáver. Quizá tenga la sensibilidad de cerrarme los ojos antes de que el sol de mediodía seque mis últimas lágrimas. Aunque es estadísticamente improbable, porque habrá más de veinte guardias civiles. ¿Quién habrá mandado tantos? La otra vez no mandaron tantos. La otra vez ni siquiera hubo un rastreo del páramo ni registro de chabolas en el Poblao. Sólo era, como Alma, otra niña gitana. Pequeña. Yo también la conocía. También le hice regalos. Los tontos y los niños siempre nos hemos entendido muy bien.

—Hihhaaa, hihhhaaaa.

La Parrala ya no tiene fuerzas para decir las jotas. Todos estamos agotados. Y la televisión no ha venido. Cada vez quedamos menos. Cada vez somos menos. Los yonquis se han ido dispersando porque la urgencia de la dosis vence a la curiosidad y al morbo, y el de la Judicial no ha pillado en el Poblao más que a dos tolis rumanos que no llevan ni un año aquí. Alguien se fue de chusquelona para que se comieran ellos el marrón y los picolos dejaran de buscar polvo en los chabolos de la gente buena. Los que se ponen de coca son los que más aguantan. Van y vuelven, y en el último viaje ya se han traído las gafas de sol para contestar la impertinencia del amanecer.

—Eh, capitán.

El capitán se acerca donde el número, pisando con cuidado. Mira algo que brilla en el suelo con la primera luz.

—Acordonar esto. El perímetro hasta esos árboles. Venga, hostia, toda esa chusma fuera.

Mi cinturón. Y un pañuelo con moquitos de mi niña Alma. Y su zapato roto. Los han encontrado. Juntos. No espero más. Me doy la vuelta. El cielo está increíblemente bello, pero no tengo necesidad de verlo más. Prefiero esperar en casa. A que venga el Perro a matarme.

Me alejo lentamente de la Parrala, de la Dolo y del Remí, del Manosquietas y de toda la gitanada que espera ver si encuentran a la niña muerta para distraerse y ponerse plañideras. Y después rastrear el olor de la sangre necesaria. De mi sangre.

Camino por el páramo hacia las chabolas del Poblao, viendo al fondo, aún en negrura, el horizonte de edificios baratos que inaugura este trozo mierda de Madrid. Las últimas cosas que ve un hombre tampoco tienen mucha importancia si son las que ha visto siempre.

Paso por delante del chabolo del Tirao, por si su canario ha empezado a cantar. Pero no. Si el canario no canta, es que el Tirao aún no ha llegado. Debe de estar desayunando en un bar de Gran Vía con la Muda y contando el montón de dinero que hemos ganado esta noche.

Subiendo el camino de tierra está mi casa, apartada de los chabolos de los rumanos y los turcos pero también a desmano de la zona noble del Poblao. Me subo a la cama sin descalzarme y allí me quedo de pie y espero. Que el Perro me encuentre en casa; no me tenga que buscar.

No voy a negar ahora que pasé miedo, aunque entonces no sabía que la muerte podía ser tan rápida, tan calentita, tan señora. Como si regresas al vientre amniótico de tu madre. Aunque hoy no debería haber dicho eso por respeto a la madre de la niña, que estará llorando las entrañas por algún rincón.

II

La gente asocia la luz con lo diáfano, y eso no es del todo lógico. Muchas de las cosas más reveladoras e imborrables que suceden a hombres, mujeres y animales ocurren de noche, en la más insondable oscuridad. La luz sólo ve lo que alumbra. La luz no tiene imaginación. La luz no es lo contrario de la oscuridad. Ya le gustaría. Es sólo su vestido. Un vestido de colores, de acuerdo. Pero incluso los vestidos de colores se arrancan a mordiscos para cosas más importantes que mirar, como el amor.

Yo soy la aurora. Según la mitología, madre de Lucifer. Y he sido testigo de algunos de los hechos que sucedieron a la desaparición de la niña Alma.

La gente, los científicos, los astrólogos, los meteorólogos, los noctívagos y algunas putas demasiado ajadas como para ejercer a plena luz creen conocer la hora exacta en que amanece cada día, y eso tampoco es del todo verdadero. El amanecer, la luz, tiene su margen de canallesca.

Yo a veces juego, me levanto un poquito más tarde, o un poquito más temprano, sólo por hacer rodar mis dados, por divertirme. Echo mis comodines de luz sobre el tapete de la vida de forma arbitraria, pero, al contrario que los hombres, los fenómenos de la naturaleza procuramos no abusar del derecho a la arbitrariedad. Los seres vivos, en particular los humanos, sufren unos destinos tan azarosos que enloquecerían si dejáramos de organizarles ciertas rutinas.

Pero también tenemos prontos.

Aquel día alumbré Madrid a las 7:27, cuando los científicos, los astrólogos, los meteorólogos, los noctívagos y algunas putas demasiado ajadas como para ejercer a plena luz tenían claro que amanecería a las 7:23. No querréis que algo tan bello como la aurora se comporte como un vulgar despertador.

Madrid, 7:26. Aquella mañana tenía previsto iluminar la ciudad primero desde arriba, enrojeciendo, antes que el horizonte, los tripones de unos nimbos muy apetecibles que volaban bajo y anunciaban más lluvia. Un efecto óptico que agradecen mucho algunos pintores hiperrealistas.

Pero, en cuanto adiviné los uniformes guardiacivileros entre el ramaje de los alerces que hay al oeste del páramo, bastante más allá del Poblao, apresuré la subida y alumbré la hebilla hortera del cinturón que le había regalado la Muda al Calcao, acelerando así la sentencia de muerte del pobre tonto.

El capitán cogió el cinturón y el pañuelito de la niña Alma con sus guantes, y preguntó a los pocos curiosos que aún quedaban alrededor del cordón policial que de quién era aquello. Nadie delató al Calcao. Chotearse sin permiso de cualquier cosa, en el Poblao, es un pecado muy grande.

A los pocos minutos, cuando los guardias civiles se volvieron al terreno a buscar huellas y otras evidencias, el Manosquietas, que es pequeño y listo como una rata de vertedero, se bajó por el páramo hasta el chabolo del Perro, que está en el centro del Poblao y tiene antena parabólica y placas solares. En el Poblao hay unas ciento veinte chabolas, pero ninguna de aspecto tan palaciego como la del Perro, abuelo de la niña Alma.

El Perro, aunque ya pasa de los setenta, se mantiene en forma. Sabe que el día que no pueda darle una buena hostia a su hijo, el Bellezas, dejará de ser baranda y nadie le pagará jubilación. Así que el viejo, en cuanto se enteró de que habían encontrado el cinturón del Calcao cerca del zapatito de la niña Alma, subió a zancadas donde los guardias, sin resbalar en el barro, para comprobar si lo que le había dicho Manosquietas era cierto.

Vio el cinturón del Calcao y no lo dudó.

Regresó a su chabolo sin decir este odio es mío y salió con una escopeta del 12. Pateó la puerta del chamizo del Calcao y allí lo vio, de pie sobre el camastro, los pantalones atados con un cordal de esparto. Ninguno de los dos dijo nada. El Perro vació los dos cartuchos en el pecho del Calcao y el cuerpo del tardo atravesó la pared de madera y cartones, y el cadáver quedó allí tendido, echando sangre por todos los agujeros por los que se vacía y llena el cuerpo humano y por dos más.

Es una pena que el Calcao no viera el rojo embravecido que entonces sí planté bajo los tripones de los nimbos. Su chabola le hacía sombra al espectáculo que había preparado para él. Me gusta alegrar los ojos abiertos de los recién muertos. Pueden ver durante un rato después de soltar el último aire. Lo he comprobado. Por eso esta obstinación mía, tal vez un poco cursi, en ser siempre tan hermosa.

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