Imité la expresión de un Bambi al que acaban de colgarle la cabeza de su mamá entre los trofeos cornamentados de tu papá.
—¿Una amistad peligrosa con un personaje del interés de la Policía? ¡Ay, Dios mío! —exclamó sin ninguna efusión—. ¿Y a qué se dedica el presunto amigo de mi hija, inspector?
—Ah, bueno… —Mi mano dibujó el movimiento de una hélice desgarbada frente a sus ojos risueños—. Tráfico de cocaína y heroína, blanqueo de dinero, quizá estupro, proxenetismo, robo de vehículos de lujo… Lo normal. Es uno de esos chicos del Este, muy alto y muy atractivo, que sólo sabe el suficiente español como para quedarse casi todo el tiempo callado y así parecerle interesante y misterioso a una chica demasiado soñadora. ¿Dónde está Ximena?
—No lo sé. Ni tengo su teléfono. Me llama siempre desde locutorios para evitar que la localice.
—Está usted mintiendo.
—¿Cómo se atreve? —Se fingió ofendida y se rió abiertamente de mí—. Mi hija es mayor de edad. Ella lo quiso así. Nos dijo que necesitaba buscarse a sí misma y se marchó.
—¿Y dónde se está buscando a sí misma? ¿En el Ritz? ¿En el Waldorf Astoria? ¿En una clínica de desintoxicación del Chanel 5? Las niñas ricas que se buscan a sí mismas sólo acaban encontrando más dinero de papá.
—Debe ser frustrante para un hombre tan inteligente como usted perseguir a niñas ricas descarriadas y a camellos.
—Me faltó vocación para casarme con un millonario —respondí y volvió a reírse.
—No sé si ponerle una copa o en la calle. Es usted un espectáculo.
—¿Dónde trabaja Ximena? ¿O la mantiene usted?
Doña Emérita, alias
Mary
en sus
five o’clock tea
de los viernes con las marquesas, se levantó y salió hacia tu cuarto. Volvió con varios periódicos gratuitos y cinco o seis números de
La Farola
.
—En este periódico de los pobres es donde más publica. —Me tendió un ejemplar abierto por un reportaje titulado «Y llega el invierno».
Trataba de consejos para protegerse de los fríos de Madrid cuando se duerme a la intemperie, y proporcionaba una guía de túneles, refugios y viviendas vacías dispersos por toda la capital donde podían ampararse los indigentes. El texto y las fotos estaban firmados por Ximena O’Hara. Un nombre artístico realmente cojonudo.
—Ahora váyase. Mi marido va a llegar de un momento a otro y detesta a los hombres inteligentes que me hacen reír.
—¿Quiere que la mantenga informada?
—No me decepcione y no vuelva por aquí. ¡Raluca! —llamó volviendo un culo altamente deseable hacia mí, y perdiendo su caminar por el pasillo entre cabezas disecadas de antílopes, ñus, ciervos y leones. Los compadecí por ser incapaces de torcer el cuello para seguir admirando su vaivén.
La rumana me devolvió la gabardina y me acompañó en silencio hasta el portalón. Esta vez, tus perros sí me ladraron. Cuando metí la mano en el bolsillo para sacar las llaves del Dodge, encontré una factura de supermercado doblada. En el reverso, con caligrafía temblequeante de lacaya traidora, habían escrito una dirección: calle García Arano, n.º 16, 4.º B; Valdeternero; Madrid.
Gracias, Raluca, doméstica indomesticable.
—Ximena, egues una fulana, tjaeg un hombje a casa cuando no están tus padjes.
Era noche cerrada. El loro se despertó con el portazo y protestó agitando las alas cuando lo desveló definitivamente el ruido del arranque.
—Gilipollas.
—Ya sé dónde se esconde la niña, compañero.
Doblé la primera esquina y pasé junto a los castaños bajo los que te esperaba escondido en nuestras citas secretas, lejos de los ojos y de las cámaras escrutadores de papá y mamá. Me detuve a fumar allí un cigarro escuchando el viento aterciopelado que constipa a los ricos. El loro protestó mi contaminación cagándose en el salpicadero. En tu honor se lo perdoné y no lo arrojé a los gatos.
El tráfico se había diluido y no tardé ni media hora en rodear Madrid por la M—40 y llegar a Valdeternero. Creo que no había estado nunca. Tu calle era la principal del barrio, con socavones beiruteros en el asfalto y ninguna luz comercial ya a esas horas. Valdeternero debe de ser el único barrio de Madrid que aún no han colonizado los chinos con sus tiendas calderilleras y sus dientes de bambú. El portal del número 16 estaba abierto. Subí hasta el cuarto con el loro al hombro por una escalera resbaladiza de mugres y vómitos de niños prematuramente destetados. Ninguna bombilla había sobrevivido a la ratería vecinal en los descansillos. Tuve que encender el mechero para encontrar la letra B sobre una puerta fabricada con un árbol al que tampoco habían alimentado bien en su infancia. Vaya con la nueva mansión de la niña pija. Apreté un timbre mudo y después llamé con los nudillos. Abriste la puerta en pijama y estabas preciosa. El resto, hasta que recuperé el conocimiento, me lo vas a tener que contar tú. Por cierto, mientras caía inconsciente, vi al loro volar desde mi hombro hasta el tuyo, y todo el mundo sabe que este loro no vuela. ¿Fue un delirio? Ya me contarás. Tengo tiempo de esperarte.
—Lo que suena son las
Variaciones Goldberg
, Muda. ¿Te gustan?
Sí, me gustan. Me gusta todo. Me gusta mirarme en el espejo porque soy bonita, y sonreír sin abrir la boca porque el Tirao hoy no me deja ponerme la dentadura. Mala señal. Un día más que no salimos a hacernos cocodrilos a Gran Vía. Se conoce que, desde que mataron al Calcao, el Tirao tiene miedo de que le pillen los secretas, que él no sabe junarlos. Pero me gustan las
Variaciones Goldberg
porque dicen todo el tiempo clin clin clin clin y yo entiendo la letra. El Tirao casi nunca me permite que me quede en su chabolo mirándome al espejo y molestándole, a pesar de que yo, como soy muda, molesto mucho menos que cualquier otra mujer. El canario Bogart juega entre mis manos pajareando de una palma a otra. La verdad es que, en el espejo, está igualito que en la realidad. Ojalá yo también sea tan bonita como en el espejo, aunque no creo. Si lo fuera, ahora el Tirao me estaría haciendo el amor en la cama. Pero no me lo hace. Ni siquiera me deja quedarme con las tetas al aire. Será que el Tirao compró un espejo para ver canarios, y en este espejo todas las demás cosas y animales nos vemos bonitos como pájaros. ¿Cómo seré yo en realidad viéndome en un espejo que no sea para pájaros?
Me gusta observar al Tirao, siempre tan quieto como una estatua. Hasta cuando se mueve, está quieto. Son la tierra y los horizontes los que se descorren como ventanas para que el Tirao cambie de sitio sin moverse. Como un árbol clavado delante de una pantalla de cine. A veces, antes de robarle los cocodrilos a los tolis, el Tirao me entra en los cines de Gran Vía y yo me quedo todo el tiempo mirando a las personas hasta que las tapan con el
The End
, que ya he insinuado aquí lo que significa. Pero, desde que el Perro apioló al Calcao, el Tirao se ha vuelto más malo que antes. Se queda aquí, sentado en la cama, pasando muy despacio las hojas de un libro. Yo, siendo indudablemente menos lista, las paso mucho más rápido que él, y no tengo esa necesidad de quedarme ahí alelada y con los ojos clavados como si estuviera muerta. Si no lo conociera tan bien, me atrevería a decir que el Tirao se ha vuelto un poco malo desde que mataron al pobre Calcao.
Llaman a la puerta. Yo me levanto a abrir, que nadie me quita a mí este rato de ser la señora de la casa. Tengo que mirar hacia el suelo para ver quiénes son nuestros invitados, con lo que mi pose de anfitriona estirada se ha venido un poco abajo al inclinar el mentón. Tampoco es que la visita sea muy distinguida.
—Hola, Muda. ¿Está el Tirao?
Aunque no fuera muda, no contestaría, porque las señoras de las películas lo que hacen es sonreír y acariciar la cabeza de los arrapiezos haciéndolos entrar a la cocina para darles dulces. Aquí no hay ni cocina ni hay dulces, pero el resto me ha quedado muy aparente.
Gabriel entra con los dos bulgarcitos, si es así como se le dice a los niños búlgaros. A sus padres los detuvieron en la redada del día en que desapareció la niña Alma, pero al Tirao le dijo ayer la Ramona que los sueltan enseguida. Que no tienen papeles pero que no han hecho nada. Es mentira. Son minoristas del hierro. Aunque siempre armas cortas y pocas. Gabriel tiene ocho años y lleva ya tres viviendo con los búlgaros, desde el día en que su madre, la Trajines, se murió de un miserere. El día de la redada, los tres niños se escondieron en el R—12 desvencijado donde a veces van a follar las putas del jaco, casi debajo del túnel de la M—40. Se pasaron allí toda la noche. Ahora Gabriel dice que Hristo y Lubo son sus hijos y, cosa que no entiendo, desde entonces el Tirao le llama Gavroche y no Gabriel. A veces el Tirao dice y hace unas tonterías que no puedes dejar de quererle.
—¿Cómo están tus hijos, Gavroche? Sentaos, por favor.
El Tirao los trata como a personas mayores y habla en voz muy baja, para que nunca nadie se entere de que él habla con una muda, con un canario y con los niños. Cuando los niños dicen que les ha hablado el Tirao, en el Poblao se creen que se lo inventan para darse importancia. Como si dijeran que han hablado con los Reyes Magos, que a este Poblao nunca vienen.
—Trabajando mucho —contesta Gabriel muy serio mientras se pone en cuclillas ante el Tirao; Hristo y Lubo se agachan detrás de él—. ¿Si te digo que he encontrado lo que me pediste, me llevarás a currelar contigo para que sea yo quien te june los secretas?
—Ha sido Hristo —dice tímidamente Lubo.
—Bueno, hemos sido los tres —interrumpe Gabriel.
—¿Qué habéis visto?
—Lo que tú nos dijiste. Ruedas.
—¿Dónde?
—Más allá de los alerces. Hristo era medio novio de Alma.
Hristo se ha puesto colorao como un tomate.
—Se cogían de la mano allí arriba. Fuimos allí arriba y vimos las ruedas, como lo dijiste tú. ¿Nos pagas?
—Primero vamos a verlo.
—Tenemos hambre.
—Los cojones. Os he visto hace menos de una hora jalando los bocatas de jamón de la señora Soledad —susurró el Tirao acercándoles la cara.
—Vete a la mierda, Tirao —contestó el niño.
Se levantaron los cuatro y el Tirao metió a Bogart en la jaula. Yo no podía decir que quería ir también, porque soy muda, así que me puse delante de la puerta con los ojos muy abiertos tapándoles la salida.
—¿Y a ti qué coño te pasa ahora?
Señalo el espejo con la nariz. El cajón. El vaso en el que guarda mi dentadura. Si vamos de paseo donde no nos vea nadie, yo quiero sonreírle al paisaje con la sonrisa entera.
—Venga, Muda, que no vamos al tajo. Que vamos de paseo.
Yo no me muevo.
—Hay que joderse. Ven.
Me siento ante el espejo. El Tirao saca el frasco. Aclara los conservantes con agua destilada y me coloca la dentadura. Sonrío. Este espejo será para canarios, pero en él yo estoy muy bella.
—Ahora os piráis los cuatro hasta el sitio y me esperáis allí. No piséis las ruedas, ni cerca de las ruedas, ni nada. ¿Entendido? Os sentáis en el suelo y me esperáis. Si no, no hay guita, Gavroche.
—A sus órdenes, Tirao. Vamos, hijos. Venga, Muda.
El Tirao se queda. El Tirao no quiere que lo vean con niños por ahí. A mí, a veces, me saca de paseo por la colina hacia los alerces, o hacia el Este, orillita de la poza. Pero nunca me sonríe ni me habla como hace en casa. Aunque no nos vea nadie. O eso crea yo. En la intimidad y en el delito hay dos tipos de hombres: los que se descuidan pensando que no los ve nadie y los que andan con más tiento cuando no ven a nadie alrededor. Mi Tirao es de la segunda especie, y por eso es mi Tirao.
Los niños y yo atravesamos el Poblao. Con las lluvias del otro día se ha creado muy mal rollo. Cada uno le echa la culpa al vecino de la inundación de su chabola. Todos están arreglando chapas y tirando cacharros mientras se insultan en español, en romaní, en griego, en rumano, en búlgaro, en polaco, en turco… Yo creo que ni siquiera saben lo que significa cada insulto, pero estoy segura de que deducen, tan bien o mejor que yo, que no son cortesías de vecino.
Lo único bonito del Poblao esta mañana es el coche nuevo del Bellezas que, para quitarse la pena de la desaparición de su hijita Alma, se ha comprado un A—8 del trinqui. El Perro nunca conducía coches tan molones como el que se ha comprado su hijo. Los llevaba grandes, sí, pero no tan molones. Es el coche más bonito del Poblao, incluso más bonito que el Mercedes blanco del Remí, el del laboratorio de pastillas, que se lo manda lavar a sus ruminés dos veces al día con agua que se traen de la poza, que dice que viene más limpia que la de la fuente de la traída. Los únicos ricos de entre nosotros, los miserables, son los que se saltan las leyes que escriben los ricos de verdad. Eso a mí me ha dado siempre mucho que pensar, pero he de reconocer que ni ahora, ni cuando viva, le he encontrado respuesta a tan jodida paradoja, con perdón. Tendré que esperar a que la tierra centrifugue unos siglos más conmigo dentro, a ver si así el entendimiento se me enciende.
—Venga, Muda, arrea, que mis hijos tienen que comer.
Así que dejo de mirar y de pensar, que los hijos adoptivos de un niño de ocho años tienen que comer, y parece que el Tirao le da a eso de las ruedas muchísima importancia. Subimos la loma hacia el páramo y pasamos por donde los civiles descubrieron el cinturón hortera que yo le había robado al Calcao en El Corte Inglés, y que le costó la vida por habérselo regalado a la niña Alma, que está muerta en algún lugar húmedo y amniótico que ni siquiera ahora puedo precisar.
—Venga, Muda, joder. Es que no se puede con las tías.
Me costaba seguir el paso de los niños, aunque no llevara los tacones. Era como si la tierra aún medio embarrada me fuera tragando antes de tiempo, succionándome los tobillos, subiendo su lengua eterna hacia mi coño. ¿Por qué tenía la tierra esa prisa por tragarme si yo aún estaba viva?
—¡Muuudaaaa!
Escapo entre los alerces. Los niños son tres colores pequeños que desparecen y reaparecen entre los matorrales. A medida que la tierra me traga más y más, me persigue la no sombra que seré páramo arriba. No puedo huir de mi sombra. Nadie puede. Ni siquiera el Tirao puede. Pero el Tirao no le tendría miedo. Se dejaría enterrar por esta tierra con dientes que ya me llega a la cintura. No grito. Las mudas no podemos gritar; por eso nunca salimos en las películas de terror. Pero yo ahora tengo miedo y lloro y tiemblo. La tierra me sigue tragando y ya no puedo correr más. Mi propia sombra se me echa encima. Ya se van a besar sus labios muertos con los míos.