—Eres un hijo de puta, Pepe. No vas a venir a matar a los malos. Te da igual lo de la niña. Yo te doy igual.
Pepe O’Hara encendió la radio del Dodge, un aparato viejo que aún se sintonizaba con potenciómetro rodante, y buscó un lugar del dial que sólo emitiera lluvia hertziana. Cuando lo encontró, elevó al máximo el volumen y siguió conduciendo a una velocidad superior, en cincuenta kilómetros por hora, a la permitida en ciudad. Sólo levantó el pie del acelerador cuando atisbó un control policial cerca de Atocha, a doscientos metros de su carrera.
—Jódete —dijo Ximena.
Había dos patrullas a cada lado de la calzada. Una de ellas les dio el alto. O’Hara sacó las gafas oscuras del bolsillo interior de la chaqueta a pesar de que las nubes mañaneras ensombrecían Madrid. Un agente saludó con cara de cansancio desconfiado y O’Hara me mostró ante sus narices, con mi pinta gilipollas de Rey Sol.
—Buenos días, compañero —saludó al agente.
—¿De servicio? —El uniformado le plantó una sonrisa.
—Se acaba de tomar dos anfetas y dos whiskies —dijo Ximena.
—Es malo volver a casa en ayunas a estas horas, compañero —dijo O’Hara—. ¿Tienes novia?
—Casado. Vete a casa.
—¿Con esto? —O’Hara apuntó con un pulgar displicente hacia Ximena—. Prefiero que me detengas.
—Venga, cachondo. Que aún tengo hasta las once.
O’Hara cerró su cartera, la regresó al bolsillo de la americana y dejé de mirar la escena. El avispero de la radio seguía atronando la cabina del coche.
—Pepe, ¿qué vas a hacer después de llevarme a casa?
—Dormir.
—Te has metido dos anfetas.
—Ramos conoce a uno de los que llevan lo de la niña. Te llamaré con lo que haya. Tendrás tu reportaje, te lo juro. Pero déjame en paz.
—Eres un cabrón. ¿Te crees que lo que busco es vender un reportaje?
—Tienes que comer, niña. Ahora eres medio pobre. —La media sonrisa de O’Hara le cuesta una bofetada.
—Hoy se me ha quemado una cámara en la furgoneta de Sole, Pepe. La más cara que tengo. Aún la estoy pagando. ¿Te crees que he pensado en eso un solo minuto?
—Ahora estás pensando en eso.
—Hijo de puta.
Hablan casi a gritos por encima del enjambre colosal que zumba en la radio.
—Quédate hoy, Pepe. Me muero de pena.
—No vamos a empezar otra vez.
—Anoche me follaste.
—Follo casi todas las noches.
—Tengo un perchero para el loro.
—Me olvidé en casa la comida para pájaros.
—Hay una barra de pan duro en la cocina. ¿Por qué no me quieres?
—A Pepe no le gusta el pan duro.
—Sube, por favor. Aunque sea sólo para tomar una copa.
Pepe O’Hara apaga el Dodge Dart entre un contenedor rebosante de basura y un viejo Renault 12 del que se han llevado las ruedas, y deja escapar un suspiro.
—Gracias, Pepe. —Ximena le besa en la mejilla y abre la puerta del coche.
La mañana de sábado en la calle García Arano, barriada de Valdeternero, es un partido de fútbol entre barro y charcos que siempre ganan los niños que más pronto irán a la cárcel. Los otros, los que pisarán maco más tarde, son los pusilánimes, los que aún no se resignan al hecho de que nunca saldrán de allí, de que toda su vida será como ese mismo partido: patadas a un balón huero que se queda flotando en un charco de barro y miseria, remates con un cuero desinflado que nunca terminarán en gol. Subiendo las escaleras hacia el 4—B del número 16, Ximena y O’Hara se cruzan con gatos pedigüeños, perros mendicantes, cucarachas halterofílicas y señoras que aún huelen al ajo de anoche.
—Buenos días, niña.
—Buenos días, doña Merce.
Pero doña Merce se deja de cortesías al ver a O’Hara. Las mujeres como doña Merce me olfatean. Ya han visto decenas de placas policiales colgando ante sus narices tras abrir la puerta de su casa a cualquier deshora:
—¿Está en casa su marido, señora? ¿Está en casa su hijo? ¿Nos permite entrar? Traemos una orden.
Tras las noches lluviosas, las escaleras del número 16 de la calle García Arano, barriada de Valdeternero, huelen aún peor de lo acostumbrado, y las ratas que se aventuran al inmueble parece que arrugan el hocico para conjurar el mal olor.
—Pero ¿qué coño haces tú viviendo aquí, niña pija?
—En este piso nació mi madre. Si no hubiera salido nunca de aquí, a lo mejor sería mejor persona.
—Lo dudo. Los ricos no pueden evitar ser malos y los pobres no se pueden permitir el lujo de ser buenos.
En cuanto Ximena introduce la llave en una cerradura que se podría abrir con la uña del meñique, empieza a sonar un aria estremecedora desde lo profundo del piso.
—Gilipollas, gilipollas, gilipollas, gilipollas, gilipollas, gilipollas…
—Por lo menos no se ha muerto. Dame el trozo ese de pan duro y un vaso con agua para Pepe, a ver si se calla de una puta vez.
—… gilipollas, gilipollas, gilipollas, gilipollas, gilipollas…
Entran en la cocina. Fogones oxidados y sucios de grasa de una butana antigua. Suelos de baldosa desleída por años y litros de lejía infecta. Banquetas de asientos mordidos por culos indigentes. Mantel de hule de los que ya ni se ven en los atrezos de las películas de posguerra. Cristales deformantes cuadriculando una ventana harta de transparentar los paisajes de la inmundicia. Ximena ha visto un fantasma y se queda clavada ante la cámara de fotos que hay sobre el fregadero.
—Hostias, Pepe.
—Ese lenguaje, pijita.
O’Hara mira la cámara y los ojos hipnóticos de Ximena sobre ella. El policía, al entrar, ha visto otra cámara arrojada sobre la mecedora cancerada del recibidor. Y la noche anterior Ximena había recogido una Canon de entre las sábanas de su cama antes de follárselo tan dulcemente. Pepe O’Hara no entiende por qué la niña se extraña de que una de sus cámaras visite la cocina. Ximena se sienta en una banqueta descostrada sin dejar de mirar el ojo enorme del objetivo.
—Joder, Pepe.
—Pero ¿qué te pasa? Y deja de decir tacos, que no te van con los Lewis negros.
—Joder, esa cámara se ha quemado esta noche, Pepe. Y ahora está ahí, mirándome como si estuviera viva.
—Te recuerdo que las anfetas y los Johnnies me los he metido yo —dice el policía procurando comprender.
—Es la cámara de la que te hablé, Pepe. La que dejé anoche encima de la furgoneta de Sole. Y a la furgoneta de Sole le prendieron fuego los gitanos. Y ahora mi cámara ha vuelto a la cocina porque se ha salvado de las llamas huyendo sobre las patas del trípode, ¿no? —Parece como si Ximena hablara en serio, y sus ojos achinados se redondean para mirar a O’Hara por si el genio tiene alguna explicación razonable, pero no la tiene.
—¿Qué coño hacía tu cámara encima de la furgoneta de Soledad, mi niña?
—Es la del objetivo de visión nocturna. Lo dejo allí todas las noches. Ayer te enseñé las fotos. ¡No te acuerdas! —protestó Ximena.
—¿Las lucecitas esas que no se ve nada? —O’Hara levantó una ceja y se encaracoló un rizo.
—Las lucecitas, sí. Las lucecitas, gilipollas. Esta cámara tiene un sensor. Mira. Aquí. Capta la luz por débil que sea; un motor gira el cuerpo, enfoca el punto de luz y dispara. Es para mi exposición… —Por fin Ximena, acercando desconfiadamente la mano como para acariciar un perro callejero, coge la cámara y comprueba que está en perfecto estado—. La exposición sobre el Poblao.
—Niñas ricas fotografiando niños pobres. Qué tópica eres. ¿Estás segura de que dejaste la cámara…?
Ximena ni contesta. Está encendiendo el equipo. Mira la pantalla con ojos escrutadores, sin comprender lo que está viendo. Pasa varias imágenes oscurecidas y poco claras.
—¿No te la traería Soledad?
—Pepe —acierta a decir.
O’Hara se acerca y ve pasar las diapositivas.
—¿Qué es eso…?
—Es un cadáver, Pepe. Es casi un esqueleto.
—Déjame ver. —O’Hara tarda un rato—. La hora y la fecha ¿se pueden alterar?
—Sí, Pepe. Pero no están alteradas. Mira al fondo. Esa luz. Es la furgoneta de Sole ardiendo. Las tomaron anoche.
—La madre que me parió.
El loro tenía razón. Yo también conozco a Pepe O’Hara y sé que empieza el baile. Se muerde las mandíbulas como un pit-bull.
—Vamos al ordenador. Allí lo vemos todo más claro.
El cadáver momificado de la yonqui. Huellas de un vehículo entre tomillares y arbustos.
—Esto es allí arriba, pasado el bosquecito de alerces del páramo —dice Ximena.
—Sácame copias de todo.
—¿Te vas a llevar la cámara?
—No te preocupes, no hace falta. Quien hizo esto es listo. No va a haber huellas. Y además no quiero mezclarte…
—Este tío no tiene ni puta idea de fotografía… —Ximena conecta la cámara al ordenador y empieza a imprimir fotos—. ¿Por qué me devolvió una cámara que vale doce mil euros?
—Quería que supieras dónde está la muerta. Y quería que supieras también dónde secuestraron a la niña.
—¿Alma?
—Como se llame.
—Joder, Pepe.
—Como se te ocurra publicar algo, te meto en una cárcel de mujeres. No sabes el daño que te puede hacer el mango de una fregona.
—Joder.
—Y no digas más tacos, que se te despeinan los ricitos de Llongueras.
—Joder, Pepe.
Diez minutos más tarde la pareja y el loro estaban alrededor de los restos calcinados de la Sanitale. Guardias civiles perplejos extraían con guantes ignífugos restos de escopetas humeantes de entre los hierros. Esta vez sí habían venido periodistas, y la Parrala, a pesar de lo temprano de la hora, ya había salido en todas las televisiones. A la Fandanga no la pudieron sacar de casa, y el Bellezas había huido por la noche a esconder el Audi—8 del trinqui para que la opinión pública no se llevara una impresión inadecuada del desconsolado padre de la niña desaparecida. O’Hara me balanceó delante de las narices de los civilones y le dejaron traspasar el perímetro sin ponerle buena cara. El Poblao era territorio de nadie: la Guardia Civil lo hacía suyo alegando que no era urbano y la Nacional vindicaba la jurisdicción para la Brigada Central de Estupefacientes. Buen rollito. O’Hara oteó alrededor y señaló a Ximena el esqueleto del edificio de seis alturas donde el Tirao había inmortalizado a la momia yonqui. Una presentadora de
Madrid Ya y Ahora
intentaba domesticar al viento su peinado.
—Entramos en cuarenta segundos —voceó el regidor al cámara y a la presentadora.
Ximena, muy atenta, observó cómo la reportera cambiaba la cara de mala hostia al acercarse el micro. Probó una sonrisa, después otra, y finalmente concluyó que el tema no era para deslumbrar con profidén al respetable. Optó finalmente por una expresión de profesional atribulada pero de muy sólidas convicciones morales, no dispuesta a doblegarse ante las pertinaces manifestaciones de la maldad y la estupidez de algunos pobres. Aunque ella, seguramente, no llegaba a mileurista. Escuchó el retorno del estudio y arrancó su crónica.
—Sí, Mayka. Así es. Sucedió esta misma noche aquí, en Valdeternero, al Este de Madrid, en uno de los poblados chabolistas más conflictivos y peligrosos de los arrabales de la capital. El suceso ocurrió aproximadamente a las dos de la madrugada, según nos han confirmado fuentes policiales. Un grupo de desconocidos, armados con escopetas de caza, destruyó y quemó la furgoneta medicalizada que la fundación Sanitale desplazó aquí hace ya seis años para dar atención paliativa a los toxicómanos y asistencia médica a las personas sin recursos, sobre todo a los niños.
La reportera aguardó a escuchar las preguntas pactadas y obvias que le llegaban desde el estudio.
—Exactamente, la barbarie no terminó aquí. Alertada por las llamas, la doctora responsable de la unidad medicalizada, la religiosa Soledad Ortiz Paredes, de sesenta y tres años, intentó detener a los vándalos y resultó, literalmente, lapidada a pedradas.
—No sé con qué querría ésta que lapidaran a Sole —susurró O’Hara al oído de la atentísima Ximena—. ¿Quieres ser como ella de mayor?
—Cállate.
—Parece que no se trata de un boicot, sino de un mero acto de vandalismo, querida Mayka —continuó la reportera—. A pesar de la controvertida defensa, por parte de la empresa médico-farmacéutica Sanitale, de la conservación y selección de embriones para trasplantes, no se trata de una agresión planificada, según han desvelado a
Madrid Ya y Ahora
fuentes de la investigación.
De nuevo, atención al retorno desde el estudio.
—Sí, está claro que la fundación Sanitale no despierta simpatías entre los sectores más conservadores y católicos. Pero los sabotajes sufridos por sus ambulancias siempre han sido simplemente testimoniales: grafitis o pinchazos en las ruedas. Esta vez estamos hablando, Mayka, de un atentado con víctimas humanas y daños materiales.
—Imposible de conocer. El mutismo entre los habitantes del Poblado es total. Ni nosotros ni los compañeros de otros medios hemos podido hablar con ningún testigo ocular. Aquí, Mayka, nadie, insisto, nadie ha visto nada.
—Sí, sí. El estado de la religiosa, ingresada en la Unidad de Cuidados Intensivos de la fundación Ruiz Jiménez, es grave, pero no se teme, de momento, por su vida. —La reportera detuvo el relato y levantó la vista.
O’Hara apuntó sus ojos en la misma dirección y soltó una carcajada. La Parrala corría ladera arriba haciendo gestos hacia la locutora. La gitana llegó jadeante y se recolocó el moño en un pispás. Ya había hablado con TVE, con la Cope, con Tele 5, con Antena 3, con la Sexta y con la Ser. Por poco se le escapa Telemadrid.
—Espera, Mayka. Espera. —La locutora estaba excitada—. Parece que tenemos un testigo. No cortéis la conexión, Mayka. Ya la tenemos aquí. Sí. Sí. Aquí la tenemos.
La Parrala se colocó a trompicones al lado de la periodista y se terminó de arreglar el moño frente al objetivo de la cámara como si fuera un espejo. Enseguida miró a la periodista y se arrancó.
—Buenooooo… Si está usté aún más guapa aquí fuera que en la televisión. Más gorda está, y mejor.
—Vale, vale. Muchas gracias. ¿Podría… podría usted decirnos su nombre?
—¿El mío? A mí me dicen la Parrala. Que la veo a usté todas las tardes. Y más guapa está usté aquí fuera que en la televisión.
—Si, sí. —La melena de la reportera se agitaba al frenético ritmo de la noticia—. Muchas gracias. La Parrala, me dice. Pero ¿cómo dice que se llama usted?