—Muda. Muda, ¿qué te pasa? ¿Qué te pasa? ¡Muda! ¿Por qué estás llorando? ¿Te has caído? Joder, como te vea así el Tirao, la hemos liao parda. Muda. Muda. Venga, levántate. Levántate y ven con nosotros, que es aquí al ladito. Así, ven, cógete a mí, cuidado con esa piedra. Despacito. Ya no corremos más. Venga, Muda, por favor, deja de llorar ya, que tenemos que vigilar las ruedas. Mira, es ahí, donde aquel árbol.
Veo las cosas acrisoladas por la sal de los ojos, pero acabo distinguiendo el lugar que me señala Gabriel. Gavroche. El Tirao nos dijo que no pisáramos. Me siento en una roca y me limpio las lágrimas y los mocos con la manga. La tierra ya no me quiere arrastrar adentro, y es un descanso. Sonrío. Gabriel sonríe. Siempre un metro por detrás, también en cuclillas, Hristo y Lubo sonríen también.
—Desde aquí podemos ver si viene alguien del Poblao, Lubo —dijo Gabriel señalando al Sur—. Y el Tirao vendrá como desde la poza, para que la gente piense que se ha ido a lavar los trajes, Hristo —añadió apuntando al Este—. Si veis algo, me lo decís en voz baja, pero no os levantéis. Si queréis hacer pis, avisadme y no os dé vergüenza.
Estamos aquí, en medio del páramo, dirigidos por un mariscal de ocho años a la espera de un gitano que viene a ver no sé qué ruedas. Si algo así de verdad está ocurriendo, no debo de tener miedo a que me quiera tragar la tierra. Aún estoy viva.
—Muda, ¿te puedo pedir una cosa ahora que no nos ve nadie?
Digo que sí a mi mariscal de ocho años.
—¿Les puedes enseñar las perolas a mis hijos, que sólo han visto las de su madre y las tiene muy pequeñas?
Sonrío enseñando todos los dientes preciosos de mi sonrisa. Pero los seis ojos están clavados en mi pecho, como hipnotizados. Desabrocho la camisa y dejo las tetas al aire. Ojalá me pidiera esto el Tirao algún día. Sólo mirarme. Aunque no me tocara.
—¿Veis qué tetas? ¡No! ¡Espera, Muda! ¡Un ratito más!
Un ratito más.
—Gracias, Muda. Ya puedes taparte. —Me tapo—. Venga, vosotros dos, a vigilar, que después de clase viene el trabajo.
Hristo y Lubo se tumban boca abajo sobre el matojo hiriente con disciplina militar, apoyan los codos en la tierra y apuntan al noroeste cercando los ojos con las manos, como si tuvieran prismáticos. Me dan ganas de enseñarles las tetas otra vez. De darles de mamar. De ser su madre. De que el Tirao y yo los criemos. De que dentro de quince años no estéis los tres en el talego o en el cementerio, reventados de jaco o destripados de chirla, sin recordar que un día os enseñé las tetas, que un día esperasteis el paso firme del Tirao cerrito arriba para hacer justicia a una gitanilla muerta que no le importa a nadie más.
—¿Qué hace la Muda?
—Nada, Hristo. A veces escribe
The End
en el suelo con la punta del zapato. Es que ve muchas películas.
—Significa final.
—Fin.
—Luego lo borra siempre.
—¿Tú crees que está llorando?
—¡Mira, papá! ¡Creo que es el Tirao! ¡Cerro arriba!
—¿Qué lleva?
—La bolsa de la ropa, para que la gente crea que ha ido a lavarse a la poza.
—¿Cuánto crees que nos va a dar, papá?
—Calla, pirao. Y sigue vigilando. La gente de ley nunca habla de cuentas antes de terminar el curro.
—Yo quiero que siempre sigas siendo nuestro padre, Gabriel.
—Cállate y vigila. Y no digas más chorradas. Y me llamas papá, joder, que ahora soy el cabeza de familia.
El Tirao otea siempre más de cuatro puntos cardinales antes de estar seguro de que no le ven y, sólo después de barrer los horizontes como una rapaz, dirige su mirada hacia Gabriel, que señala hacia un lugar donde la melena de vegetación apenas deja ver nada. El Tirao abandona el saco de la ropa en la hierba, va hacia el lugar que le ha señalado Gabriel, regresa, saca treinta pavos del bolsillo y se los da a los niños.
—Largo.
Gabriel hace un gesto con la cabeza hacia sus hijos y los tres salen correteando colina abajo en dirección al Poblao. ¿Yo me puedo quedar, amor mío?
—Tú quédate si quieres, Muda. Pero pisa siempre detrás de mí.
Está atardeciendo. Ya decía yo que para qué quiere el Tirao unas ruedas. No son ruedas lo que hay aquí. Son marcas de rueda en la hierba, aplastando matorrales, dibujando sobre el barro una huida. El Tirao sigue las huellas y salimos del bosque de alerces al camino de la cañada. Allí las huellas de las ruedas ya se confunden en la rugosidad pedregosa y abstracta de los caminos. El Tirao se queda pensando y después echa a andar cerro abajo hacia el Poblao, sin esperarme. Yo ya no tengo miedo de que me vuelva a beber la tierra. Ahora está él.
Con tanto llorar y tanto enseñar las tetas, me he olvidado de borrar el
The End
que dibujé en el bosque. Espero que no lo vea ninguna lercha antes de que lo desdibuje la lluvia, no sea que después murmuren que ando presumiendo de saber inglés.
Dicen que las mujeres casadas o acompañadas, cuando envejecen, se vuelven más intransigentes y metonas, y acaban pareciendo un poco brujas. A las mujeres solitarias les sucede lo contrario. Echan de menos la insoportable mezquindad de la convivencia prolongada y se convierten en seres observantes, piadosos, comprensivos, absolventes y, por tanto, un poco brujas. Los demonios las tratan con desprecio y los ángeles se arriman más a otras.
Voy a presentarme, por si no me han intuido. Mi nombre es Vejez, soy machista y nadie me da trato de dama, como a la Otra. Y eso que yo soy peor. La Otra va con una guadaña, simple apero, como vulgar campesina. Yo blando un estilete mucho más sofisticado y doloroso: la fealdad. La Otra sólo siega vida. Yo barbecho belleza. La dejo sin abono, sin agua, sin luz hasta que os agrieta poco a poco como terrones de nada. ¿A que duele y jode? Y a mí apenas me escriben versos en plan así: «Sigue, pues, sigue, cuchillo / volando, hiriendo. Algún día / se pondrá el tiempo amarillo / sobre mi fotografía».
Vuestro desprecio hacia mí quizá se deba a que yo soy la que os abre la puerta hacia los inmensos salones de la Ilustre Dama, y os creéis que soy sólo su doncella. Apuntaos esta copla:
Yo inclino las espaldas a tu abuela
y a tu madre le arranco la memoria.
Del médico a la cama, asno de noria,
gastarás en mi honor tu última suela.
No me esperes desnuda que tu coño
apestará a alcanfor cuando te alcance.
No querrás, mi verruga, que yo dance
el vals de pedorretas de tu otoño.
Vendré, noche, a tu cuarto más menguante
cuando añores, mi horror, lo que no has sido
y desees a los que mueren jóvenes.
Te desdento como quien roba un guante
y postro tu pendón encanecido,
encorvado y servil, ante mis órdenes.
La hermana Soledad es, quizá, una buena mujer. Pero es vieja, vieja, vieja. La hermana Soledad, con su camión medicalizado, cuida la salud de los niños del Poblao y atiende a los yonquis de la metadona como si fueran seres humanos, acariciando sus pústulas purulentas y esnifando olor a heces como los pastores respiran tramontana. La hermana Soledad es una santa varona, como ya habrán podido colegir los perspicaces, que en su vejez suspira por el chocho dulcirrosa de Ximena y duerme entre braguitas de silencio. Miradla ahora, con el viento que hace esta noche, trepando por la escalera de la furgoneta para colocar la cámara de la niña Ximena en lo alto y que capte cada destello de luz de la madrugada buscando en fotogramas la esencia imposible del Poblao.
—Soledad, ¿si dejo la cámara todas las noches encima de la medicalizada me la robarán los gitanos?
—¿Para qué quieres dejar la cámara ahí arriba, niña?
—Tiene un sensor. Mi exposición no tendrá sentido sin lo que ocurre de noche. Además, quiero probar si funciona. Me ha costado una pasta.
—¿Quién va a querer ir a una exposición de fotos de chorizos, yonquis y sidosos, niña? Pero bueno. Vale. No la coloques hoy, mi niña. Mañana hablo yo con los barandas y les digo que la dejas.
—Vale mucho dinero, Sole.
—Si les digo yo que la cámara está ahí, nadie la toca. Los gitanos no respetan la propiedad privada pero sí a los viejos. Al revés que los payos. No sé quiénes son mejores. Los gitanos seguro que no. Y los payos, tampoco.
—Aquí no todos son gitanos.
—A efectos, sí.
—Qué cosas tienes, Sole. Joder con las agustinianas.
—Francisco de Asís, hija. Aunque yo me rodeo de peores pájaros.
No la asustan ni el viento que rebrama ni la uña clavadera del cuarto menguante. Esta vieja asquerosa quiere vida. Miradla ahí, encima de la furgoneta, mimando la cámara de visión nocturna de la periodista. La vieja nada sabe de cámaras, pero se sacrifica y trabaja, como mula sin linde, intentando negarme. Quiere ser amante, pero se queda en abuela abnegada, patética, torpe, gorda, asimétrica, lenta, vacuna. En ningún momento siente rencor hacia la niña que, en este mismo instante, está en casa acariciando su piel con el agua tibia y perfumada de aceites en la ducha, mientras ella desciende pesadamente los escalones procelosos de la trasera de la Sanitale y pisa tierra. Yo podría haberle roto la cadera con un simple despiste o resbalón, haberle dislocado la rodilla en un momento de inseguridad, haberle cesado el riego para que cayera, ridículamente, al barro. Pero no lo quiero hacer. Voy a esperar para que veáis cosas que os esperan. Mucho más dolorosas que un golpe, una enfermedad o un desarreglo mecánico. Ay, Soledad, qué bien eligieron tu nombre para ahora, que eres vieja.
Y recoge la escala de la Sanitale para que los niños no se suban y echen a perder la cámara de su niña. Y cierra la puerta de la medicalizada y la comprueba tres veces con esa inseguridad en sí misma que yo le doy… Tiene que recordar siempre que es vieja para no despistarse, para no descuidar las cosas esenciales que antes cumplía sin mirar. Recoge el bolsón deportivo, pobrecita, con la mano en los riñones, para cargar hasta Valdeterneros los informes médicos de los niños miserables por los que vela para Sanitale, santa institución científica de ayuda a los desfavorecidos, y camina los dos kilómetros que la llevan a la casa de su amiga pija entre yonquis adivinados y putas que se le esconden, sin entrever que la vieja sueña un cuerpo de mujer entre sus dedos bananazos. Yo soy las ilusiones que ya ni recordáis haber tenido.
Vosotros caminaréis por el páramo como ella, mamut extinguido en unas glaciaciones que a nadie importan ya, y sofocaréis esa dificultad de los que a estas alturas de la muerte no creen ni merecer el aire que respiran, los viejos, esqueletos inesbeltos que ni siquiera ríen como las calaveras. Y el reloj que dice sí y que dice no…, y que os espera…
Tic, tac. Soy yo.
Pero ¡atención! ¡La vieja llega a casa! ¡Albricias! Aunque no arderá al calor de tus caricias, sube los escalones. Lentamente. Con más miedo que tú haciendo parapente. Y a oscuras. Tres plantas sin ascensor son muy, muy duras. ¿Y que encuentra el viejo escombro? A su amada con un loro sobre el hombro. Y a sus pies un caballero muy postrado, se diría que de un golpe lo han castrado.
—Ay, gracias a dios, Sole, que creo que he desgraciado a Pepe de una patada.
—¿Qué?
—Ayúdame a entrarlo, que he hecho una barbaridad.
El hombre parece abrir los ojos con dificultad.
—Parece que ya está mejor.
—Pero aún no habla. ¿No dices nada, Pepe?
—Hija de puta.
—Pero ¿por qué le has pegado?
Pepe O’Hara, sentado en el sillón de falso cuero del saloncito cutre entre las dos mujeres, no se ha quitado las manos de la entrepierna desde que recuperó el conocimiento. Ximena lo contempla con cara de llanto y furia. El loro se ha fugado a picotear las migas de un comedor muy poco limpio. La vieja está, en cierta manera, contenta de ver al hombre humillado.
—¿Así que éste es el famoso Pepe O’Hara? Impresiona.
—¿Sabes qué hizo esta tarde? Se plantó en casa de mi madre diciendo que yo andaba con no sé qué delincuente.
—Tú mandaste las notas —acertó a decir Pepe O’Hara entre retortijones testiculares.
—En cuanto lo vi en la puerta le di con todas mis ganas… ¡Ay, Pepe! ¿Estás bien? ¿Llamamos a una ambulancia?
—Vete a tomar por el culo.
—¿Quieres que me vaya a mi casa y os deje solos, Ximena?
—No, por favor, quédate a cenar con nosotros, Sole, que aún tengo miedo de que le pase algo.
Fue la vieja, no Ximena, quien metió al maromo a hombros en el saloncito, mientras la niña pija danzaba sus lamentaciones haciendo la monita alrededor. Ahora a la vieja le duele más la espalda por haber cargado al hombre, y tiene más celos, y se ve más fea que nunca aunque no se mire en los espejos.
Es muy noche. Ya han cenado. A la vieja la acostaron con el loro. La pared papel de arroz le trae susurros. Nubes negras amamantan a la luna. Ella viste un camisón de baratillo. Los pechos de vieja se le aloman hacia los sobacos en vez de amontañarse. Pero los siente. Acaricia su piel de vieja bajo la oscuridad mentirosa del dormitorio y encuentra grumos seborreicos, carne derrotada, nata seca.
—¿Qué te parecen? —La voz de Ximena atraviesa las paredes.
—Estrellas de noche. No dicen nada. Pero ya sabes que yo soy muy bruto.
—No son estrellas. Son luces. La noche tiene luces que dicen cosas, y mi cámara las capta. Me costó doce mil euros.
—Claro. Ahora entiendo mejor las fotos. Si te costó doce mil euros, eso no pueden ser sólo lucecitas. Tienen que significar algo. Cada día eres más gilipollas, Campeadora. ¿Por qué no te buscas un novio pijo, pares diecisiete enanos y les pones a todos Borja Mari?
—Porque los confundiría.
—Son pijos. Los ibas a confundir aunque les pusieras nombres diferentes.
—¿Por qué no me quieres, Pepe?
—Llámame O’Hara.
—¿Por qué no me quieres, O’Hara?
—Porque no quiero a nadie.
—Eso no es verdad. Eres un psicópata.
—Te confundes. Soy sociópata. De manual.
La vieja escucha, tendida en la cama. No se quiere tocar, pero se toca. Suena un vals de caricias que no es suyo.
—Me voy a largar.
—No, por favor. Quédate a dormir.
—La vieja nos está oyendo.
—Sole ya está dormida. ¿No oyes como ronca?
Sólo se oye un frusfrús de nubes arañando luna. Entra luz por las ventanas. Si uno hace el esfuerzo y sólo mira hacia arriba, Valdeternero es el umbral de un cielo limpio. Qué gran mentira. Por eso Soledad cierra los ojos e imita sus propios ronquidos para seguir escuchando a los amantes. Y se acaricia sin placer su piel de esparto.