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Authors: Aníbal Malvar

Tags: #Intriga, #Policíaco

La balada de los miserables (17 page)

BOOK: La balada de los miserables
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XXII

Debo de ser el único gitano de España que nunca había visto una
vis à vis
de éstas, Tirao. Gracias por venir.

—Hiciste bien en mandarme llamar, Perro. Tenía cosas que contarte.

—No sabía si ibas a venir. Siéntate.

—¿Nos están grabando la raja?

—Siéntate y estate tranquilo, Tirao. Que para ser tan grande pareces un mocoso. Nadie nos está grabando la raja. Sólo le graban a los de la ETA, me han dicho. Y a banquínteres de mucho popelín.

—Tu juez ése debe ser muy amigo para que me deje venir a verte aquí sin firmar ningún papel.

—Que no hay micrófano, Tirao. Que te andes tranquilo. Y que te sientes. Que yo no te voy a pringar ningún marrón.

—Me siento. Para que hablemos entre amigos. ¿Sabes que el cabrón de tu hijo ha guardado los diez kilos de jaco albanés que negoció hace dos semanas en el piso de los Soros, en las Avenidas? La pasma los tiene marcados desde lo del Toni. Pero tu hijo no piensa en esas cosas, ¿verdad?

—Puedes seguir largando todo lo que quieras, Tirao. Y no mires más p’arriba que se te va a escojuntar el pescuezo. No hay micrófanos. No hay cámaras.

—¿Lo sabías?

—Sí, lo sabía. Y ya he mandado decir que saquen el material del piso de los Soros. No sé si me han hecho caso.

—No te han hecho caso. Allí sigue el jaco. Y los Soros están moviendo menudos por Aluche. A setenta el gramo y no venden más de tres posturas para no dar el cante.

—¿Ya estás contento? Ahora háblame de mi nieta, Tirao. Que es para lo que te he hecho llamar.

—A la niña Alma se la llevaron viva.

—Maredediós. ¿Cómo sabes eso tú?

—Vi dónde se la llevaron. Arriba de los alerces, en el páramo. Metieron a tu niña en una furgoneta pesada y se la llevaron. No había sangre. Estaba viva.

—¿Todo eso lo sabe la pestañí?

—Ahora lo saben.

—Pero tú no has hablado con ellos, ¿eh, chaval…?

—A mi manera. Ellos no saben quién se lo ha dicho, pero se lo he dicho, Perro. ¿Estás seguro de que no graban la raja por la sordi?

—No, eso sólo se lo pueden hacer a los de la ETA, ya te lo he dicho. ¿Estás seguro de que lo saben? ¿Hicieron fotos?

—Ya han ido allí y acordonaron. Hicieron muchas fotos, Perro. Fue el mismo día que quemaron la ambulancia.

—Ya había oído eso… Qué barbaridad.

—Fue tu hijo el que mandó quemar la Sanitale.

—También lo había oído. ¿Qué más?

—Han puesto a los de la Brigada de Desaparecidos. A un tal José Jara. Dicen que está como una cabra de circo. Consumidor pero de ley. Trinca lo que se come, pero no menudea ni saca cacho.

—¿Es tierno?

—No, veterano. Con fama mala, Perro. Mucha fama mala.

—Supongo que eso está bien…

—Han llenado el Poblao de payos con cámaras, Perro. Ahora la van a buscar. Tu hijo te ha hecho un favor sin querer quemando la ambulancia.

—O queriendo. ¿Qué tal anda la Fandanga?

—Tu nuera anda loca, Perro. ¿Cómo va a andar?

—¿La ves?

—No tengo amistad, pero oigo cosas.

—¿Y mi hijo?

—El Bellezas se ha comprao un audicho del trinqui. Doscientos caballos, dicen que tiene.

—También lo había oído.

—Lo escondió con el jaleo, pero ya lo había visto todo el Poblao. No entiendo cómo la pasma no le ha tocado aún las pelotas a tu chaval con lo del buga.

—Ni se las van a tocar. ¿Es verdad que el carro ese es tan bajo que se le anega en los charcos y que vale diez kilos?

—¿Para qué me haces venir a decirte lo que ya sabes?

—Por hablar, Tirao. Porque aquí se está muy solo. Y porque hay cosas del Poblao que ná más que yo y tú sabemos ver, y yo no estoy allí para mirarlas. Pero yo te voy a compensar.

—¿Qué es eso, Perro?

—Es la tarjeta de mi abogado. Vete a verle. Él te da lo tuyo.

—Yo no quiero nada, Perro. No trabajo para ti.

—Lo que tú digas, Tirao. Pero guárdatela. Tú me entiendes.

—Creí que no nos grababan la raja, Perro. ¿O te oí mal?

—Yo no te voy a meter en ningún colmao, niño. Pero tú has venido a verme al talego y mi hijo ni por éstas. A lo mejorcito éstos se fijan en nuestro mareo y tú no sabes ni junar secretas, Tirao. Eso todo el mundo lo sabe. La tarjeta de un abogado no pesa mucho, alma de cántaro. Guárdatela en el bolsillo y no castigues tanto.

—Lo que tú mandes, Perro. Otra cosa. El mismo día de quemar la Sanitale llegó una carta al Poblao. A casa de tu hijo.

—Ése no sabe leer.

—La Fandanga la cogió. Ella sí sabe leer y salió del Poblao echando leches. Muy bien compuesta, me han dicho. No ha vuelto.

—Sería un papel del coche lo que trajo el cartero.

—Tú sabrás. Pero no veo yo a la Fandanga arreglándole los papeles del seguro al Bellezas. ¿Tenía guita bastante tu hijo para el coche ese?

—No te metas tanto, Tirao. Que tú no eres familia.

—Y están los kilos de jaco de Albania…

—Será de ahí que sacó el parné.

—El jaco aún no lo ha movido. Eso lo sabemos tú y yo. Lo que cortan los Soros paga lo alquilado. Y ese jaco le ha tenido que costar muchos duros a tu hijo, Perro.

—Te he dicho que no te metas tanto, Tirao. Que las cosas de mi familia las gobierno yo. Te puedes ir. Gracias por haber venido. Conmigo ya has cumplido.

—Ya sé que he cumplido, Perro.

—Si te enteras de alguna cosa, manda recado por la Pintas y te mando llamar.

—No voy a enterarme. Pero no te preocupes. El sarao de los payos no se para.

—Pero yo estoy barruntando cosas que los del sarao no van a barruntar, y tú ya sabes de qué yo me hablo.

—Yo no quiero saber nada, Perro.

—Gracias por haber venido, Tirao. ¿Me chocas esas cinco?

—Como quieras. Adiós, Tirao. Ya sabes dónde estoy.

XXIII

La mañana en que lo condenaron a muerte sin querer, O’Hara entró en nuestra pocilga con, a tenor de sus pupilas, dos anfetas y un whisky ya en el chaleco. El loro miró mal a O’Hara cuando mi compañero arrojó sobre la fotocopiadora su chaqueta negra. Una chaqueta negra hasta ese momento bien estirada y lustrosa, con toda seguridad descolgada una hora antes, desde un alcanforado armario, por una de esas mujeres que a mí nunca me miran y de las que él olvida el nombre.

—Que te jodan, Pepe —le saludé.

—Que te jodan a ti. ¿Qué tal tu santa esposa? —me preguntó mientras retorcía de forma inverosímil su chaqueta negra en busca de un bolsillo con tabaco.

—Con flatulencias.

—Desatáscala de vez en cuando, Pepe. Se le pasa la flatulencia enseguida.

Le arrojé el cenicero con colillas sin dejar de mirar la pantalla del ordenador y debí de acertarle, porque un primavera metió la cabeza por la puerta al oír el grito de O’Hara.

—¿Ha pasado algo? —preguntó el primavera metiendo su cara redondita y amanzanada por una rendija de la puerta en la que no cabían sus orejas.

—Muérete —le aconsejé.

Como soy tan feo y tan mala hostia que les inspiro terror, cerró la puerta antes de sacar del todo la cabeza. Y se tuvo que hacer daño. No importa. Con esa jeta para toda la vida, de poco le iba a servir tener o no tener cabeza. A los futuros gilipollas se les cala enseguida. En la mirada. Como a las enamoradas y a los culpables de asesinato.

—Ya la desatasqué anteayer y no se le pasó —le dije a mi compañero.

—Eso no te lo crees ni tú, Ramos. ¿Has visto la cara de mala follá que tienes? Si tú tienes cara del mala follá, tu mujer tiene que tener cara de mala follá. Eso no se disimula. —Se calló de repente y levantó una ceja jupiterina—. ¿O Mercedes no tiene tu misma cara de mala follá…?

Ahora que han pasado los años, sospecho que O’Hara se ponía tan pesado con lo de mi esposa a sabiendas de que Mercedes me había abandonado un lustro antes, llevándose a las niñas y al perro y dejándome, como carta de despedida, la tarjeta de un abogado matrimonialista de apellido nobiliario. Que, por supuesto, me arrebató el piso, el apartamento de Fuengirola y un buen mordisco de la nómina hasta que las niñas fueron mayores de edad.

Presionados por mi abogado, nos hicimos todos la prueba del ADN. De las tres niñas, sólo Martita, la mediana, era hija mía. Preferí no usar esa prueba durante el juicio. Martita se hubiera llevado un gran disgusto al verificar que yo soy su verdadero padre. Mi abogado se enfadó muchísimo.

—¿Por dónde empezamos, querido O’Hara?

—Necesitamos un listado de todos los enanos chabolistas desaparecidos en Madrid en los últimos diez años. Descarta violaciones y asesinatos.

—¿Vamos a buscarlos a todos?

—No, sólo a la niña. Pero he pensado una cosa.

—¿Qué has pensado, Pepe? —le pregunté.

—¿Has leído los periódicos?

—Están en la papelera manchados de café con churros y ceniza. El sudoku de
ABC
no me ha salido hasta que me lo ha chivado el loro.

—Lo que dicen los periódicos es una mierda, Pepe. Esa niña no desapareció por un ajuste de cuentas de los lituanos ni de los turcos con Heredia el Perro. Ése es el sudoku fácil que resuelven tus amigos picoletos.

—No te metas con los policías de verdad.

—Si la niña hubiera desaparecido por un asunto de drogas, no hubieran dejado pruebas de despiste para que se cargaran al tarao ese…, eh…

—Leao Mendes, alias
el Calcao
.

—Ése. Hubieran dejado claro que es un secuestro y se hubieran puesto en contacto con el Perro o con los padres para organizar un pago. Nosotros no nos hubiéramos enterado nunca. Se equivocaron de niña, Ramos. Agarraron a la primera que pillaron sin saber que era la nieta del baranda del Poblao.

—¿Y para qué quieren a la niña?

—Para follársela, para venderla, para comprarle un chupachú… Faltan niños, Pepe. Ha desaparecido una niña gitana. Hagámonos la única pregunta que nos puede divertir: ¿desaparecen niños gitanos?

—Están encima de tu mesa.

—¿Qué?

—Los niños que desaparecen. No son los últimos diez años ni son sólo gitanos. Son sólo los niños chabolistas desaparecidos desde 2000. También incluí las identidades y domicilios de los padres. De los que tenemos en ficha, claro. El subcomisario me ha asignado a dos niñatos para que revienten los teléfonos y nos verifiquen que los datos y las direcciones están actualizados.

—¿Vamos a tener suficiente chicha para que el ordenador cruce datos?

—A ver.

—Te amo, Pepe —gritó O’Hara—. ¿Me dejas lamerte el culo?

—No, que igual me lo confundes con la cara y me da mucho asco —le expliqué.

Nunca he visto a nadie, salvo yo mismo y el loro, capaz de asimilar y memorizar información más rápido que Pepe O’Hara, que ya estaba devorando el dosier que yo había dejado en su mesa a primera hora de la mañana, aun a sabiendas de que él nunca acudiría a una oficina hasta mucho después de la hora de fichar. Ya ni le echaban broncas por sus retrasos. Ni por su desmedida afición a dejar empantanado cualquier informe para ir a beberse un par de whiskies al bar: «Yo sé que usted valora mucho el
spleen
de nuestro estilo, subcomisario».

Ni Pepe ni yo escribíamos nunca informes, ni siquiera notas informativas, hasta tener respuesta a cualquier pregunta que cualquier abogadito pudiera ingeniar para jodernos y soltar al malo. Así manteníamos contentos a los jueces y evitábamos que curiosearan nuestros papeles los compañeros y los mandos. Nuestro jefe está muy orgulloso de su negocio de tráfico de mierda, pero se enfada si el día de paga te acercas a él con las manos manchadas de mierda. Pepe y yo nos lavábamos antes casi de mancharnos. Las pocas notas que nos dejábamos encima de la mesa cuando no coincidíamos en la pocilga eran criptogramas para cualquiera que no fuéramos el loro, O’Hara o yo. Cuando teníamos necesidad de cruzar información, ni siquiera quedábamos en los bares por teléfono. Nos encontrábamos en los bares. Coincidíamos por la noche detrás de un árbol del jardín como dos niños traviesos. Sin premeditarlo. Quien no nos conociera diría que nos comportábamos como un par de maricas que no se han atrevido a salir del armario. Quien nos conociera lo pensaría o no, pero no se atrevería a decirlo. Si te consideran un bicho raro, te dejan en paz. A nosotros nos habían dejado en paz hacía algunos años. A O’Hara le tenían miedo y a mí asco. Nadie nos dirigía la palabra en el tajo salvo que resultara inevitable. Así, tanto en lo policial como en lo referente a buen rollo en el lugar de trabajo, estábamos en la puta gloria.

—Descarta un rapto —gritó O’Hara agitando sus rizos de loco—. Fuera los fines sexuales cuando cruces los datos en el ordenador.

—¿Por qué, O’Hara?

—Porque tienen un chivato. El ladrón de cámaras. Él nos dijo que no es un rapto. A la espera de las pruebas de ADN, nos enseñó que hay una escena del crimen real y otra simulada. Un follador de niñas no tiene tiempo a dejar pistas falsas sólo para que le endiñen el embolao a otro menda.

—En eso tienes razón. Se le tropieza la polla en el pensamiento antes de algo así.

—No sé lo que has querido decir, pero es exactamente lo que estaba pensando. Entonces no es un follador; es otra cosa. Son más de uno, porque hay un chivato. Pero el chivato, ¿qué es?

—Un ladrón de cámaras que se arrepiente y las devuelve a domicilio.

—Exacto —gritó O’Hara, poseído—. Y no deja huellas. Y un detalle más. Se dio cuenta de que no le habíamos puesto agua al loro y le llenó el vaso. ¿No te lo había dicho?

—No, Pepe. Así yo no puedo mantener la ley y el orden, coño. No. No me lo habías dicho. ¿Le puso agua al loro?

—Yo me había olvidado. Salimos a toda hostia cuando oímos el petardazo de la Sanitale y me olvidé de ponerle el puto agua al puto loro.

—¿Se la puso el ladrón?

—Un vasito mediado. De agua clara.

—Joder, qué tío.

—El loro es el único que sabe cómo es él. ¿Cómo era el ladrón, loro?

—Haznos un retrato robot —añadí yo tendiéndole al loro papel y pluma.

—Gilipollas —dijo el loro.

—Es alguien del Poblao que conoce la dirección de Ximena —continuó O’Hara—. Se cree que Ximena es una periodista de verdad a la que se van a tomar en serio. Le da las fotos porque el muy toli confía en que ella pueda publicar la historia. Es un chivato estilo garganta profunda. No quiere que se le vea la jeta.

—O a lo mejor no es tan toli y a quien conoce es a ti, y sabe que Ximena es tu fulana.

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