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Authors: Aníbal Malvar

Tags: #Intriga, #Policíaco

La balada de los miserables (36 page)

BOOK: La balada de los miserables
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—No está aquí. ¿Tú ves a alguien?

Mi mirada se clava, pero mi vista se pierde. Demasiados colores. La basura tiene demasiados colores, más que el arcoiris. Más que los cuadernos colegiales de los vejigos. Que los jardines botánicos. Que la moda primavera de El Corte Inglés. Que los arlequines carnavaleros. Que los cuadros modernísimos. La basura reúne dentro de sí todos los colores del universo conocido.

—¿Qué te pasa?

—Es la metadona. Pero intento pensar.

Pienso.
La niña de mis ojos
no está aquí. La cartera del asesino enano estaba llena de billetes de cien, de doscientos y de quinientos. Los asesinos siempre llevan mucho dinero encima, por si acaso.
La niña de mis ojos
es generosa.


La niña de mis ojos
tiene un hijo —digo.

—¿Qué dices? —preguntas.

—Vamos.

—¿Adónde?

—A tu coche. Tenemos que buscar a Ramono el Barquero.

—¿Quién es ése?

—El hijo de
la niña de mis ojos
. Ella le ha llevado cuartos.

—Pues vamos.

Te hago dar vueltas Cañada arriba Cañada abajo. El barrio no ha cambiado; es como el Poblao en plan inmenso y con más ladrillo, pero la niebla de la cabeza me enfanga el pensamiento y no recuerdo dónde vive el Barca, el cabrón del Barca.

—¿Has venido alguna vez a casa de ese hombre?

—Una vez que ella se rompió una pierna y había que cuidarla.

El cabrón del Barca, Ramono el Barquero, no quiso a su madre en casa. Hasta que le largué mil pavos por tenerla un mes a pan y vino, que no le diste más, hijo de puta, que pan y vino. Pero eso no te lo cuento yo a ti, niña. Esas cosas no se le cuentan a las niñas.

—¿Estás bien?

—Veo las cosas borrosas.

—Llevo sucio el parabrisas.

—No digas gilipolleces. Espera. Para aquí.

Él me dice que pare. Que pise el freno. Atisbo su silueta hecha con dos montañas, una vertical y otra horizontal. Su gran nariz perfileña me tapa el reflejo del retrovisor derecho. El Tirao es un grandor que tiembla. Tiembla de pasado y de mono.

—¿Es ésa la casa? —pregunto.


—¿Por eso me has hecho parar? —pregunto.

—Sí. Te he dicho que te pares aquí —dice, sin fuerzas.

—¿Aquí? ¿Justo aquí? —pregunto.

—De verdad que lo siento —dice—. Pero es aquí.

Él mira hacia todo lo que a mí me da miedo. Fijamente. Con su nariz robusta de gitano grande. Corrillos de yonquis nos sonríen sin dientes y se acercan al coche lento ofreciendo mercancía. Ventanas oscuras y débilmente enrejadas de chabolas no encaladas desde hace cien años. Hogueras con neumáticos y cartones que no alumbran a nadie. Algunos viejos que caminan y amenazan con ser sólo nuestra sombra. Parece que las ruedas del coche se van a hundir en estos charcos sin luna.

—¿Me esperas o bajas conmigo?

—Voy contigo —le grito, nerviosa, antes de que haya terminado la frase—. ¿Crees que el coche se queda seguro aquí?

—No vamos a tardar nada.

El Tirao se acerca a una puerta tan débil que cruje cuando llama con el puño. Por una rendija se asoman una nariz, una verruga y un trozo de ojo venado.

—¿Qué pasa? —pregunta desamablemente.

—Ando buscando al Ramono.

—El Ramono no está.

—Eso lo dices tú.

—¿Para qué lo quieres tú al Ramono, gitano?

—Para hablar de su madre.

La verruga y el trozo de ojo se tuercen con desagrado. Parece mentira que algo tan feo pueda expresar desagrado por nada.

—Ésa andará por el vertido del Poblao.

—Ya hemos estado allí.

Desde el interior de la casa llega un cóctel de estridores procedentes de una televisión y de un equipo de música compitiendo por ver cuál de los dos mete más ruido. La verruga gira noventa grados y manda una voz hacia dentro.

—Es el grande de los Monge, el Tirao. Pidiendo razón de tu madre.

La puerta se abre completamente. A nuestras espaldas, sombras de niños se agachan a buscar sombras por los bajos de mi coche. Al otro lado de la ancha avenida de tierra sembrada de baches, perfiles de hombres flacos y encorvados se dibujan contra los afiches que adornan el muro de cemento, carcelario, que separa la Cañada de la autopista y la civilización.

—¿Qué dices que te trae, Tirao?

El propietario de la voz susurrante viste camisa blanca abierta, calzoncillos amarillos y cara de no esperar visitas. Los pelos de sus piernas y su pecho son canosos y rizados, pero su cabellera es negra y aceitada como la de los flamencos que cantan en tablaos para turistas. Tiene un ojo morado y casi ningún diente. Detrás de él, una televisión de plasma encendida con vídeos musicales y los hombros de un adolescente balanceándose obsesivamente entre dos bafles metálicos. En las paredes sucias, postales de santos, de putas calendarias de Pirelli y de grupos de rock.

—¿Qué dices que te trae, Tirao?

—Estoy buscando a tu madre.

—Haberla buscado por tu barrio. Por aquí no viene.

—Vino por aquí. Traía un dinero. No tengo tiempo, así que, si no quieres que te mate a hostias ya mismo, dime dónde anda.

No hace calor, pero las gotas de sudor le gotean al Tirao desde la punta de la nariz, detrás de las orejas y bajo la barbilla. Los músculos de su cara, por momentos, se tensan en un espasmo. El Ramono se da cuenta de inmediato de que tiene cara de matarlo a hostias ya mismo. De que no fanfarronea.

—¿Qué quería tu madre?

—Quería lavarse, Tirao; eso son cosas íntimas.

La verruga, la nariz y el medio ojo reaparecen desde atrás trayendo también todo el resto de su cara y muchas voces.

—Cincocientos euros —brama—. Traía la vieja un fajo así y a su hijo sólo le apaña cincocientos euros.

—¿Cómo que a lavarse?

—A lavarse, Tirao, a ponerse guapa. Como te digo. Y con un taxi en la puerta. Para ella sola.

—¿Cómo que a ponerse guapa?

—Te lo juro, Tirao —intervino el Ramono—. Me dio quinientos pavos por dejarla que se lavara y se vistiera aquí con ropa limpia que traía en bolsas. Hasta se lavó el pelo con jabón.

—¿Dónde llevaba los billetes?

—En una cartera de hombre. A saber de ande la sacaría. De algún muerto. Porque, ésa, ésa ya no está pa’ los oficios.

—Calla, mujer.

El gitano se vuelve y lo sigo hasta mi coche. Un corro de gitanillos sopesa si acercarse a pedirnos algo, pero la cara desencajada del Tirao y su raza los disuade. Arranco.

—¿Hacia dónde?

—Vuelve a Valdeternero. Allí ya te digo yo.

—¿Te encuentras bien?

—Aguanto.

El zorro vuelve a morder. A desenredar mis venas a tirones ahí dentro. El mono es un animal salvaje que te has comido vivo y que no puedes cagar. Los que nunca os habéis puesto no os enteráis de nada. Mientras ella conduce, pienso en
la niña de mis ojos
, en los viejos tiempos de
la niña de mis ojos
, cuando el viejo guitarreaba en las tabernas y ella era una especie de cupletista flamenca, entre cantante y entretenida, que distraía mesas con hombres mayores de labios afilados por purazos Montecristo colgados de la sonrisa. Me acuerdo de aquellos puros y aquellos hombres. Ella y el viejo nunca actuaron juntos, pero respetaban sus respectivos fracasos, que eran fracasos de ley.

—El grande de los Monge —dijo ella—. ¿Te conocían?

—Sí. No hace falta que me des conversación. Ya voy hablando conmigo mismo. De yonqui aprendí que es lo mejor para el dolor de vena. Salte en la siguiente.

Cuando los años y el anís fueron gastando a
la niña de mis ojos
, sus vestidos de colores se fueron destiñiendo, y ya le cerraban la puerta en las tabernas donde sonreían hombres fumando Montecristos. Fue entonces cuando empezó a confundir palabra y pensamiento.

—¿Y de qué te hablas?

—De
la niña de mis ojos
. Ella cree que lo que dice en voz alta lo está pensando y que lo que pasa por su cabeza lo escuchan los demás.

—Monge, se te está poniendo muy mala cara. ¿Quieres una ampolla?

—Tuerce por aquí. Llámame Tirao. Dámela.

—No me gusta ese nombre.

—Pues te jodes.

—Yo me llamo Ximena. Se escribe con equis, pero se pronuncia normal. Sole me dijo que tú te llamas Monge con
ge
. Los dos tenemos un nombre que se escribe un poco gilipollas, ¿no te parece?

No dice nada. Sigue mirando al frente. Como si yo no existiera o como si fuese un taxista coñazo. A tientas, saco del bolso una de las ampollas de metadona y se la doy. Veo de reojo que la abre y bebe un mínimo golpe líquido.

—¿Llevas dinero? —pregunta.

—No sé cuánto. Mira en el bolso.

—La primera a la derecha y luego tuerce por Riego de Flores hasta la parada de taxis.

Hurga en mi bolso y cuenta billetes mientras yo conduzco.

—Te debo cien pavos —dice—. Lo siento. Estoy pelao.

—No te preocupes. Yo voy sobrada. ¿Qué vas a hacer? ¿Coger un taxi con mi dinero y dejarme tirada?

—No. —Escupe antes de dejar el resto de metadona en la guantera. Las manos le tiemblan. Se limpia el sudor de la cara con la gamuza de desempañar cristales.

—¿Estás mejor? —pregunto.

—Aguanto —dice.

Dejo el coche en doble fila a pocos metros de la parada de Riego de Flores, donde dormitan siete u ocho taxis. Alguna vez he venido hasta aquí. Es la parada de taxis más cercana a Valdeternero. Tres kilómetros de calles cada vez más iluminadas, cada vez más concurridas, cada vez más desagitanadas. Mujeres refajonas salen de las tiendas de chinos con ropas fluorescentes metidas en bolsas plásticas vulgares. A todos los bares de la calle se les ha fanado alguna letra del luminoso. Los coches aparcados aún tienen la M antes del número de matrícula. La boca de metro de la acera de enfrente inspira y expira vaharadas de sudor. Aquí todavía existen zapaterías que sólo reparan. Modistas que cosen guatas y vuelven los viejos abrigos del revés. Extrañas tiendas de decomisos con antediluvianas radios de onda corta en los escaparates.

Monge se baja del coche y yo le sigo. Parece que está mejor. No camina con la majestad de antes, pero ya no se encorva ni se tambalea. Tiene el pelo tan pegado al sudor del cráneo que parece que se ha pasado con la gomina. Se acerca a tres taxistas que comparten, a voces, furibundias políticas antes vomitadas por emisoras ultra.

—Disculpen, caballeros. —Las estaturas física y vocal de Monge acallan a los sublevados—. Hoy alquiló un taxi una mujer mayor, seguramente pagando mucho dinero. Una mujer rara y sucia, a la que uno de ustedes esperó delante de una casa en la Cañada.

Los tres legionarios observan en silencio al gitano, pero ninguno va a mostrar la debilidad ante los otros dos de dirigirse a un calé de tú a tú. Monge saca mis dos billetes de cincuenta euros.

—Sólo quiero saber dónde la llevaron después. Es mi madre y no está bien de la cabeza.


—No me importa cuánto dinero les haya dado. Y estoy dispuesto a pagar si me dicen dónde la llevaron. Sólo eso.

—La llevé yo, gitano. ¿Seguro que es tu madre?

—Seguro, caballero.

Los tres sublevados disimulan una sonrisa victoriosa y, para que se vea mejor la sonrisa de su disimulo, los tres se llevan una mano a la boca como si la quisieran encubrir.

—Sí, la llevé a la Cañada. Me cogió aquí. Llevaba bolsas. Y hablaba raro, como si hablara sola. Disculpando, ¿está bien, su madre, de…? —No se atreve a continuar: tampoco hay que pasarse con un gitano tan grande, no sea el demonio—. La esperé y salió lavada y vestida de otra manera.

—¿Y después?

Ante el silencio del requeté, Monge le tiende cincuenta euros.

—Dijo que quería ir de compras. Ir a la peluquería. Ser una gran señora. Pero no me lo decía a mí. A mí ni me miraba. Lo decía en voz alta como si estuviera sola.

—¿Y adónde la llevó usted?

—A Serrano. A la peluquería Caracolas. Le dije: si quiere ir usted peinada como una señora, la peluquería Caracolas. Allí va la baronesa Thyssen y de allí llaman a la gobernanta para la Zarzuela, no sé si para la Letizia esa o para la mismísima doña Sofía, le dije. Me había pagado bien la carrera y la espera, así que allí la dejé gratis.

—Gracias. Vamos —me dice Monge y se vuelve hacia el coche.

—Eh, gitano —vocea el botón de ancla.

A Monge no le ha gustado el tono de voz. Se encara a los taxistas. Ojos feroces. Los hombros adelantados.

—Qué.

—Nada —se encongen los bravucones.

Ya en el coche, le digo a Monge.

—Yo conozco la peluquería Caracolas. Allí va mi madre.

—Qué bien —dice el gitano mientras bebe otro trago de la ampolla de metadona.

En la peluquería digo que soy hija de mi madre. Monge se queda en el coche. Me dicen que esa mujer tan excéntrica pero tan señora se peinó y les preguntó (bueno, no lo preguntó, lo habló en voz alta) por la tienda donde las grandes señoras se visten para el teatro y para ir a ver a los reyes y a las reinas.

—Así me lo preguntó, hija, que qué se pone una para ver a los reyes y a las reinas. ¡Qué graciosa que es! Los reyes y las reinas, que no me extrañaría que conociera a más de uno ni de dos, y menos ahora, con las referencias que me estás dando. Pues súper excéntrica, y traía ropa barata, pero se le notaba el dinero en la forma de hablar, sin abrir casi la boca y como si yo no estuviera delante. En eso me recordaba a la señora baronesa, que también dice lo que piensa como si no estuvieras tú delante. Encantadora, vuestra amiga. Y de joven debió de ser súper, súper guapa. Súper guapísima, o sea. Pues, claro, le dije que se fuera a Smarkandra, la de aquí al lado, ¿caes?, que allí visten súper bien a las señoras de cierta edad; bueno, lo de cierta edad no se lo dije, pero lo pensé, no lo voy a pensar; ya sabes tú, hija, que no hay que decir todo lo que se piensa, pero no es lo mismo que vayamos tú y yo, que no vamos allí, pero yo, a las señoras de esa edad, siempre les digo: «La mejor ropa de Madrid, austera y elegante pero atrevida, la mejor tienda de todo Madrid». Oye, y…, una cosa: ¿quién es? ¿Es extranjera? Porque así de mal sólo visten las alemanas que, cuando se quieren poner de trapillo, se ponen de trapillo, por mucho abolengo que traigan detrás. De baratillo. Aquí vienen muchas. Hasta con cosas de Zara y así. Pantalones cortos, te digo. Y camisetas. Hija. ¡Por Serrano en camiseta! ¿Oyes, y qué tal tu madre? Hace por lo menos seis o siete días que no viene por aquí.

BOOK: La balada de los miserables
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