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Authors: Aníbal Malvar

Tags: #Intriga, #Policíaco

La balada de los miserables (33 page)

—Podían haber mandado a otra persona —me dijo cuando nos trajeron los cafés.

—Son todo sensibilidad —admití—. ¿Ves a la gente?

—No. Y al Coyote lo incineraron. Ni siquiera tiene tumba. No se le pueden llevar flores.

—Ya. ¿Me cuentas o te pregunto?

—Pregunta.

—¿En qué te podemos pillar?

O’Hara levantó una ceja, arrugó los ojos hasta convertirlos en dos puñaladas húmedas y sonrió. Después hizo ese gesto tan suyo de masticar su propia sonrisa.

—Volvamos a la comi. Llama al jefe. Quiero que él también esté presente.

—Como quieras.

Me levanté y salí tras él. Nunca ha valido la pena discutir con O’Hara. Ni sereno ni borracho. Ni drogado ni limpio. Es como decirle a la puesta de sol que se dé prisa. O a un roble que se ponga a corretear por la ladera.

El jefe ha recibido mi aviso, ha notado la extrañeza de mi voz y espera en su despacho nuestra llegada.

—¿Cómo estás, O’Hara?

—Grande y fuerte, como corresponde. Saca la grabadora, Raquel. No tengo todo el día.

—Ha sido una noche dura.

—¿Está grabando ya?

—Sí.

—Sí, ha sido una noche dura. Y ya empieza a ser muy larga. ¿Qué queréis que os cuente? Tu chica de los recados me ha preguntado que en qué me podéis pillar. Te lo voy a decir. ¿Seguro que está grabando? Vale. Tengo permiso judicial para seguir a Manosquietas y a otra docena de gitanos del Poblao porque nadie pensó que, siendo sólo dos agentes, íbamos a tomarnos la molestia. ¿Estaba fuera de servicio cuando practiqué la detención? Es posible. No podía decirle a Manosquietas que me esperara porque tenía que cerrar la taquilla.

—¿Por qué lo seguías?

—Porque es el único de los posibles implicados que no ha desaparecido.

—¿Implicado en la desaparición de la niña?

—Puede ser, puede no ser.

—¿Por qué interviniste?

—Porque Manosquietas cargaba una bolsa al salir que no llevaba cuando entró. Porque tenía la ropa manchada de sangre. Porque me salió de los cojones.

—Entraste a la casa sin orden judicial. Ibas solo.

—No me podía quedar en el portal con cinco kilos de jaco y un gitano empapado de sangre.

—Los dos tolis llevaban muertos más de dos horas.

—No recuerdo cuánto tiempo tuve que esperar en el coche. Pudieron ser dos horas. O más. O menos.

—Apaga la grabadora, Raquel.

Obedecí.

—Vete a la mierda, O’Hara. Tú te metiste con el choro en la casa y estuviste charlando con él más de una hora. ¿Has hecho un trato?

—¿Qué podría ofrecerle?

—Atenuante por defensa propia. Fue una ejecución. Tú colocaste la pistola en la mano del Soro grande.

—Vale, ¿y qué?

—Alterar el escenario de un crimen es un delito.

—¿Quiere encender otra vez la grabadora?

—O’Hara, tranquilízate —dije yo.

—Tú cállate —me gritó el jefe—. ¿Es eso lo que quieres? ¿Quieres que encienda la grabadora y te mande al módulo de seguridad de Soto?

—No, joder. Quiero dos días más. Quiero dos días más sin que ni tú ni tu zorra me toquéis los cojones.

Un armónico de metal se quedó colgado en el silencio como recuerdo del ruido. Las respiraciones del jefe y de O’Hara se respondían como las de dos boxeadores exhaustos. Yo no respiraba. Miradas ratoneras atravesaban las persianas venecianas del despacho del jefe con mucho disimulo.

—¿Por qué es tan importante, O’Hara? —la voz del jefe se hizo apenas audible.

—Yo qué sé. Es una magia. Los muertos me hablan aunque no esté drogado.

Yo me tapé la cara con las manos. Pero detrás de la cortina de dedos no pude evitar sonreír.

—¿Y qué te dicen los muertos? —Levanté los ojos; el jefe preguntaba con seriedad absoluta.

—No se les entiende muy bien. Todavía. Hay que estar un poco más cerca. Ya estoy muy cerca. Dejadme seguir unos días más.

El jefe se quitó cansinamente las gafas y las limpió con una servilleta de papel.

—Puedes irte.

O’Hara no le dio ni las gracias. Se limitó a mirarnos mientras se levantaba y salió con su corpachón aparentemente torpe meneando el aire.

—Es una pena de chico, ¿verdad? —dijo el jefe sin dejar de frotar sus gafas ya limpias. Yo no le di ni le quité la razón. Me limité a cruzar las piernas debajo de su mesa de despacho y a apretar los muslos. Uno contra otro. Más fuerte. Uno contra otro. Seguí haciéndolo mientras charlábamos sobre cualquier bobada. Recuerdo que el jefe decía algo de derechos y deberes mientras yo me corría. Suspiré, como dándole la razón.

XXXIX

Ay, hijo mío, estás cansado. ¿Por qué no te vas a dormir? No puedo; hoy no puedo; cállate un poquito, madre. ¿No ves que voy conduciendo? Siempre has sido igual, Pepiño. ¿Cuándo le vas a empezar a hacer caso a tu madre? No me vuelvas loco, mamá, mujer. Ya descansaré. Mañana. Pasado mañana. Te prometo que voy a dormir doce horas. ¿Y no vas a beber más? Nunca más. ¿Y no vas a drogarte? Tampoco, madre, tampoco.

Ábreme la puerta, madre,
que vengo de la memoria.
Caliéntame un caldecito
y un agüita de amapola,
que esta noche no he dormido
y me escupen sal las olas.

¿Te acuerdas de aquella canción? Ay, qué brutos éramos, Pepiño, entonces. Os dábamos a los niños caldo de amapola hervida para que os durmierais a la hora de la siesta. Quién iba a pensar que unas flores tan hermosas son opiáceas. ¿Tú crees que te volviste tan drogadicto y tan cabrón por culpa de las amapolas, Pepe? Yo, por culpa de las amapolas, haría cualquier cosa, mamá. Ay, qué tonto has sido siempre, Pepiño. Qué cosas dices. Mamá, ahora necesito pensar. No puedo estar hablando contigo. Pero si vas conduciendo. ¿No puedes hacerle caso a tu madre mientras conduces? Tengo que encontrar a esos niños, madre. Ya lo sé, Pepiño. Si yo ya sé que eres bueno en el fondo. Si te cuidaras un poquito más.

Ábreme la puerta, madre.
Abre, aunque éstas no son horas,
que me va a matar de frío
este viento de palomas.

Vas a ver a esa mujer, ¿verdad? Sí. Pobrecita mujer. ¿Cómo la habrán engañado? A ella y a todas, Pepiño, porque, para que una madre haga eso, hay que engañarla mucho. ¿Tú qué crees que le dijeron a todas esas mujeres? Por eso voy a preguntarlo, madre. Porque todavía no lo sé. Ella es la única persona a la que puedo preguntárselo. Aunque todas ellas fueran unas drogadictas, hijo. Aunque lo fueran, una madre no hace eso sin que la engañen. Míralas ahora. Tú las has visto. Todas tienen esa cara triste. Parece que todas esas gitanas tienen la misma cara. Es como si llevaran siempre la misma lágrima colgando de los ojos. No hay desgracia peor que la de perder a un hijo. ¿Te acuerdas que yo siempre te lo decía? Hijo, por favor, no te mueras antes de que me muera yo. No me hagas cargar con esa pena tan grande. ¿Te acuerdas, Pepiño? Y, mira, en una cosa en esta vida me hiciste caso. Debe de ser la única, eso sí, porque mira cómo eres.

Me dijo la luna llena:
«Llévame pa’ hacer jaleo».
Yo, como soy hijo tuyo,
la besé y le quité el velo.
Toqué sus tetas de plata
y ella me birló el aliento.

Uy, mira que el barrio es feo, pero qué nombres tan bonitos tienen estas calles. Calle Algodonales, calle Genciana, calle Miosotis, calle Pensamiento… Mira, hijo. Aquí es donde vive la Charita esa. Pobre mujer. ¿Le vas a decir lo que piensas? No seas muy bruto, Pepiño, que te conozco. Piensa que es una madre. Que hace ya muchos años que no ve a su hija. ¿Me estás oyendo? Sí, mamá, no te preocupes, tendré cuidado. Tú escúchame a mí y vete diciéndole sólo lo que yo te diga a ti al oído. No puedo hacer eso, mamá. Ay, hijo, nunca me dejas que te ayude. Si me dejaras que te ayudara más, no estarías siempre metido en tantos líos. ¿Por qué das tantas vueltas, Pepiño? Ya hemos pasado tres veces por la misma calle. No encuentro dónde aparcar. Además, quiero comprobar si la calle está vigilada. Ay, hijo, no me asustes. ¿No te harán nada a ti? Está usted hablando con el inspector O’Hara, señora. Pero qué gilipollas eres, hijo. ¿Te vas a meter en el
parking
, con lo caros que están y tú que nunca tienes un duro? Paga el ministerio, mamá. Pues guarda bien el tique. No lo pierdas. Que, si lo pierdes, te cobran veinticuatro horas y eso no creo yo que te lo pague el ministerio. No te preocupes, mamá. Es que no haces más que gastar, hijo. No sé cómo te las arreglas desde que no estoy yo para prestarte dinero. Mira a tus hermanos, lo bien que se apañaron siempre solos.

Ábreme la puerta, madre,
que me miro y no me veo.
No quiero más novias blancas
que dan placeres por precio.

Ya estás mirando a las chicas. No, mamá. No miraba a esa chica. ¿Entonces, qué mirabas aquí dentro de un
parking
? El cuarto de baño está por ahí. No te preocupes, que yo me quedo fuera. Tampoco buscaba el váter, mamá. Pero, cuando estás trabajando, tienes que fijarte en todo. ¿Tienes miedo, hijo? No sé. Un poco. A mí no me engañas. Tú estabas mirando a la chica rubia que entraba en el BMW azul. Matrícula DKG. De encaje. Hay que mezclar el placer con el trabajo, madre. Si no, estás perdido. Pero qué hijo de puta eres. ¿No ves cómo tenía yo razón?

Después me encontré con padre
en un bar del firmamento.
Cazamos cien gamusinos
con una trampa que ha hecho.
Traigo dos pa’ que los veas,
niña de mi pensamiento.

Ay, los gamusinos de papá. Qué risa. Cómo os lo creíais, lo de los gamusinos, cuando papá os llevaba a cazarlos por la noche. Y tú, que siempre has sido el más infantil de todos, Pepiño, tú aún sigues creyendo en los gamusinos. Tu trabajo éste de policía no es más que eso. Sales a cazar gamusinos por las noches. Mamá, coño, los asesinos y los etarras no son gamusinos. No te des importancia conmigo, que soy tu madre. Buscas gamusinos. Tampoco te creas que no estoy orgullosa de ti, que has hecho cosas muy bonitas en tu vida, lo de los etarras y otras cosas, pero no me niegues que buscas gamusinos. Nada más que gamusinos. A lo mejor tienes razón, madre. Son gamusinos. Pa’ ti la perra gorda. Bueno, hijo, no te pongas así. Yo sé que tú buscas la verdad y la justicia. Pero no me negarás que la verdad y la justicia son, para la mayoría de la gente, solamente gamusinos. Ja, ja. A veces me pareces más lista que yo. ¿Tú qué te habías creído, que porque en la tontería esa de los test de inteligencia saques tan buenas notas, eres más listo que yo? Y no te rías con mis cosas, que la gente te mira por la calle y se creen que te estás riendo solo. Pareces tan tonto a veces, hijo.

—Disculpe, señora, que creo que voy un poco perdido. ¿Me podría usted decir dónde está la calle Abrojo?

—Estás al ladito, hijo. Mira. Sigue un poquito más pa’ allí, donde Mercadona. Y a la vuelta tienes Genciana. Pues, donde da la vuelta el aire entre Genciana y calle Suegra, allí se entra mismo a Abrojo. No tiene pérdida.

—Gracias.

Pa’ pintarte blanco el pelo
disfrazado de antifaces,
subió el viento a tu tejado
a robar estrellas fugaces.

Esas mujeres, hijo, yo creo que no han hecho nada malo. A ellas las engañaron. Yo no sé ni cómo ni para qué, pero esas mujeres buscaban algo bueno para sus hijos. Todas las mujeres buscamos algo bueno para nuestros hijos. No mires a las chicas y óyeme. Mamá, estoy mirando hacia todas partes. Miro a esa chica, miro aquella esquina, miro si hay una sombra rara. Tengo miedo, madre. No sé por qué. Me dan miedo los
parkings
. Una mierda. Mirabas a la chica. Vale, mamá. ¿Tú ves algo raro? Ay, Pepiño. A quien veo raro es a ti. Saliste del garaje ese dando portazos, y ahora mira cómo andas, como un pistolero, apartando a la gente de la acera. Perdona, madre. Tienes razón. Voy acelerado como un novato. ¿Estaba llamando la atención? No, hijo. La gente va cada una a lo suyo, ¿no lo ves? Mira. Ya estamos. Calle Abrojo número 71. ¿Ves cómo me acuerdo de lo que me dices? No empieces. ¿Por qué no te quedas aquí abajo? ¿Y si se pone a llover? Parece que va a llover. Si se pone a llover, tápate debajo de una nube. Qué tonto eres, hijo. Trabaja por una vez en tu vida. Pero acuérdate de lo que te he dicho. Esas mujeres yo creo que no han hecho nada. ¿Qué estás haciendo…? Como sigas haciendo eso, vas a romper la cerradura, y esta puerta no es tuya, hijo. Ay, Dios, que aún es por la mañana, que te va a ver la gente. Espera aquí fuera, madre. Vuelvo enseguida.

Las escaleras del portal de Rosario Isasi González, alias
la Charita
, alias
Aceitunilla
, olían a coliflor, a cocido lento, a jabón lagarto, a chorizo rancio disimulado en lentejas, a esas cosas que comen los jubilados que no han tenido ni muy buena suerte ni mala suerte excesiva. El presidente de la comunidad de vecinos había ido a Correos a cambiar, por recomendación gubernamental, las viejas bombillas incandescentes por bombillas ecológicas, pero no había dado instrucciones de repintar las paredes, encubrir las fugas de agua o limpiar las escaleras. Las placas de alpaca de las puertas caligrafiaban apellidos aparatosos de gente antigua en caligrafía de cuaderno Rubio. Don Mariano Cospedal Iraújo, María Rosa Reimúndez Escolapio, Toribio Alférez Arguindey… Al llegar al cuarto, me pesaban los gemelos. Si los dueños de las placas de alpaca de las puertas eran tan viejos como sus nombres, pronto no podrían subir la escalera alpinista del número 71 de la calle Abrojo. Los bancos iban a hacer pronto un buen negocio con aquellos pisos. No un gran negocio, pero sí otro buen negocio.

Llamé al timbre. No esperé mucho. La puerta se abrió. Sólo lo suficiente para que la lengua metálica de la cerradura se posara en la cara interior del marco. Desabotoné la sobaquera y con la derecha en la culata usé la izquierda para empujar muy levemente hasta abrir una rendija. Y vi una guitarra destrozada sobre el sofá de escay de un recibidor más bien pequeño, más bien cutre, más bien oscuro. Más allá, otra puerta abierta enmarcaba un buen culo, mínimo pero perfecto, meneándose delante de una vitrocerámica. La Charita esperaba a alguien para comer. Deduje equivocadamente, por los movimientos del culo perfecto que ocultaba bajo jersey largo, que bacalao al pil pil. Pero algunas mujeres son capaces de mover el culo así sólo para escaldar un huevo en pisto. Cerré la puerta a mis espaldas y abotoné la sobaquera.

—¿Tres huevos? —preguntó el reverso del culo.

—Sí. —Los huevos me gustan de tres en tres, pero además era un culo al que no se le podían poner menos huevos. Se dio la vuelta muy despacio. Sus tetas eran como dos aljabas horizontales. Sus ojos también. Me amenazaba con una sartén llena de huevos a medio escalfar.

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