Ábreme la puerta, madre.
Por alumbrar cementerios,
se ha puesto muy mala el alba
y por poquito no se ha muerto.
Se supone que, nada más abandonar el inspector O’Hara el piso, la Charita se puso a recoger sus cosas. No demasiadas. Y, por el desorden hallado en el salón y en el pequeño dormitorio, lo hizo apresuradamente. A juzgar por las ropas que dejó, casi todas de otoño e invierno, se supone que la Charita se encaminaba hacia el sur; se desconoce el motivo de la elección ni el lugar exacto donde pensaba evaporarse. Era una mujer sin familia y sin amigos. Tras comprobar el tráfico de llamadas de su teléfono en los tres meses precedentes a aquel jueves de finales de noviembre, se constató que sólo había recibido media docena, todas de la casa donde trabajaba, y que no había realizado ninguna. Ni siquiera para reservar un billete hacia alguna o hacia ninguna parte. Testigos oculares, sin demasiada convicción, confrontaron la fisonomía de la gitana, desde viejas fotos de ficha policial carentes de artisticidad alguna, con su memoria de aquella tarde. Las fotos fueron comentadas en el aeropuerto de Barajas, en las estaciones de bus de Plaza Castilla y Sur, y en las terminales ferroviarias de Atocha y Chamartín. Fue en la de Atocha donde, entre titubeos y gestos cercanos al escepticismo, una estanquera y el dueño de un quiosco de prensa y papelería creyeron identificarla, respectivamente, como la compradora de un sobre y varios sellos de correos, y un cuaderno de anillas de papel cuadriculado marca Spiral de tapa blanda y verde. La mujer que quizá era la Charita cargaba una bolsa deportiva infantil, algo cutre y anticuada, y parecía nerviosa pero no con el nerviosismo de la mujer prófuga o asediada, sino más bien con el de esos seres psicológicamente alejados que no encuentran nunca la placidez existencial cuando se rodean de multitudes con prisa. En todo caso, tanto una como otra identificación, la de la expendedora de sellos y la del quiosquero, carecen de la más mínima credibilidad, dado que ambos comerciantes fueron preguntados simultáneamente mientras discutían otros temas en el exterior de sus respectivos dispensarios aledaños y, tras derivar su disputa originaria al sí es o no es la foto de la gitana que nos hizo las compras, acabaron coincidiendo en que su clienta era la fotografiada en la ficha policial, pero lo hicieron más por recuperar la armonía, y por darse pisto ante el corrillo que se había formado alrededor, que por sincero convencimiento. Se supone que, de haber sido la Charita la gitana que rondaba Atocha aquella tarde de finales de noviembre, y de haber cogido un tren hacia alguna o hacia ninguna parte, sacó su billete en las impersonales máquinas que los expenden sin testigos, y pagó en metálico, ya que no se registró, aquella tarde, movimiento alguno de su única tarjeta de crédito. Ninguno de los revisores encuestados, todos aquellos que picaron billetes en los distintos trenes que partieron de Atocha desde el supuesto avistamiento de la Charita hasta ocho horas más tarde, fue capaz de recordar a una gitana de facciones semejantes o parecidas a las de las fotos policiales, ni cargada de una mochila tan llamativamente infantil. Sólo una tarjeta de débito circulaba entonces a nombre de Rosario Isasi González, alias
la Charita
, alias
Aceitunilla
; tarjeta que fue anulada por su entidad bancaria seis meses después de su presunta desaparición al no constatarse ningún movimiento en dicho periodo. De Rosario Isasi González, alias
la Charita
, alias
Aceitunilla
, nadie volvió a saber nunca nada.
Hablo con ella para olvidar los espasmos musculares y este vómito hacia dentro que me retuerce las tripas. Hablo demasiado. Y digo la verdad. Como si decirle la verdad a ella ayudara a mis venas a limpiarse de espanto. Le he dicho cosas que jamás le había dicho a nadie. Palabras en romaní que ella, con su cara dulce de haberse criado bajo un techo no estrellado, no comprende. He gritado, he temblado y he luchado contra estas cadenas y estos cueros que me atan a la cama, pero ella no ha querido escucharme.
—Suéltame, niña, por favor. Tengo que salir a buscarla. Tengo que salir a buscarla ya.
Ella se queda mirándome sin responder, limpiándome la cara y el pecho y la boca de babas y de sudor y quizá de sangre. Aunque hace frío, la ventana está abierta. Como cuando me ataban en el loquero de los yonquis. Cuando me
contencionaban
, como decían los de las batas blancas para que sus labios de rosa plástica no pronunciaran las palabras atar o encadenar. La ventana abierta, siempre, no para librarle a uno de su mal olor, sino para librarse ellos de sus caritas de asco que les afeaban los doctorados y la cuna alta.
Ella no. Ella no pone carita de asco.
—Suéltame, niña, suéltame que me matas. Que me muero aquí, niña, por favor.
Ella no habla. Ella sonríe. Encogida en sí misma. Con pena. Le doy pena yo, tan grande. Como si a un jilguero enjaulado le diera pena la montaña.
Ella está asustada. A veces, cuando grito en silencio para que los vecinos no llamen a la pestañí, ella se levanta de la silla y se aleja un paso, mirándome y con su paño húmedo apretado en el puño, como si en cualquier momento la niña pudiera convertir el paño húmedo en puñal para defenderse. Defenderse de mí. Yo, entonces, para no asustarla más, aguanto este dolor de zorro que te come, desde dentro, las entrañas, despacio, mordisqueando primero el estómago, un poco, sin llegar a matarte; el esófago, los intestinos, los hígados, los riñones; pequeños mordiscos repartidos y profundos y, al final, el corazón.
—Por tus muertos, niña, que yo nunca te haría daño. Nunca, niña. Nunca te lo haría. Daño.
Ella es una niña. Todavía es una niña aunque ya es una mujer. Si yo pudiera ser abrazado, quisiera que me abrazara ella. Si yo pudiera ser besado, quisiera que fuera ella quien me besara. Gitano, gitano. ¿Por qué te has muerto tan joven y sin embargo no te
han
muerto? Por sus besos, gitano. Por eso le has contado, le he contado a ella lo de la Charita, lo de nuestra niña perdida, como la niña Alma de tantas muertes. Le he hablado de la Muda y ella se ha parecido, se le ha parecido un poco, un momento nada más, sin cambiarse de piel pero sí un poco de alma, como si regresara a mí, a la Muda. Y entonces le conté, en agradecimiento, cómo había muerto la Muda, cómo había muerto robando a los que merecen ser robados, a los que no habría que robar sólo la cartera sino también los ojos y los dientes y las uñas. Arrancándoselos lentamente como a mí me arranca ahora este zorro las entrañas.
—Ponme otra dosis, niña, por Dios, y déjame salir; ya te he dicho que tengo que salir; que, si no salgo yo de aquí y encuentro lo que tengo que encontrar, ya nunca habrá justicia. Ya nunca volverán ni la Rosita ni niña Alma. Por los muertos que tú tengas, mi niña. Hazlo por los muertos que tú tengas y por los que vayas a tener.
Detrás de la ventana ya se cae la tarde, temprano, como manda el invierno.
—
La niña de mis ojos
perderá la cartera y nunca más veré la cara de ese payo. ¿No lo entiendes?
Ella no lo entiende. Por eso se calla. Por eso no habla desde que se marchó la monja, la monja del demonio, la que se lleva a los niños de la mano nunca se sabe para qué ni adónde. Niña, le pido con todas mis fuerzas a O Beng y a Deviesa y al demonio y al dios que tengas tú que me deje escuchar tu voz.
Y entonces ocurre el prodigio.
Suena el teléfono.
Lo buscas.
No lo encuentras.
Lo encuentras.
Tu voz, casi un susurro, como si me la negaras.
—¿Sí?
…
—Soy yo.
Escuchas largo rato, niña, dándome la espalda y con el cuenco de una mano tapando tu boca para que yo no oiga tu voz. ¿Por qué no quieres que oiga tu voz?
—¿Cómo fue? —preguntas casi con silencio.
Y escucho otro largo tiempo de nada mientras tus hombros se encogen, y tú toda te encoges, como si te hubieran dicho algo que te vuelve, otra vez, más niña.
—En casa. Estoy en casa.
…
—No, Ramos. No te preocupes. No quiero ir a verle.
…
—No te preocupes, Ramos. Estaré bien. Estaré bien. Ramos, sólo una cosa. ¿Te puedo hacer una pregunta?
…
—¿Tenía los ojos cerrados?
…
—Me alegro por ti. —Parece que sonríes.
…
—No, no, perdona. No significa nada. Es una chorrada que siempre decía él.
…
—Gracias, Ramos.
…
—No, como quieras; no sé si iré. No lo sé. Lo siento. Déjame ahora.
…
—No, yo no lo sabía, Ramos. Nunca me dijo te quiero. Pero gracias por intentarlo, amigo. Aunque sea mentira.
Ella deja caer el brazo con el móvil en la mano, sin volverse hacia mí. Sólo se escucha, a ráfagas traídas por el viento, el griterío atardecido de los muchachos del Poblao, que juegan a lanzarle piedras a los gatos y a las ratas como otros niños, en pueblos quizá no muy lejanos, hacen surf o golpean pelotas de tenis en canchas acolchadas por, si se caen, no se costren.
Y entonces, sí, entonces sucede el prodigio. Ella desaparece por la puerta. Con las ataduras, apenas puedo levantar el cuello para ver que ya no está. Y enseguida vuelve. Vuelve con la jeringuilla en la mano. Con la dosis de metadona que va a apaciguar al zorro.
—No le des nada hasta que yo vuelva —había dicho la monja cómplice, la que se lleva a los niños de la mano, antes de marcharse con su pata coja—. Por muy malo que se ponga. Por mucho que te grite. Tiene que aguantar.
—No te preocupes.
—Es fuerte. Aguantará.
—¿Te ayudo a bajar?
—No, yo también soy fuerte. Si oyes un grito, baja.
—Eres una vieja bruja.
Ella se acerca a mí con la jeringuilla. Ya no me tiene miedo. Lo veo en sus ojos. Ya ha perdido todos los miedos. Ha dejado de ser una niña.
—¿Qué te ha pasado? —le pregunto por encima del grito del zorro.
—¿Quieres que te dé una dosis?
—Quiero que me sueltes. Tengo que irme.
—¿Adónde tienes que irte?
—A buscar a una mujer que tiene algo que es mío.
—Antes dijiste que es algo que tiene que ver con la niña Alma.
—Es algo que también es de la niña Alma. Y de Rosita.
—¿Tu hija?
—Mi hija.
Ella me pincha en el brazo después de mirarme a los ojos durante mucho rato. Yo aguanto las mordeduras en el hígado para no meterle miedo. Mis ojos muertos como dos cristales. Paz.
—Te desato si me llevas contigo —dices.
—Sí. —Me gustaría decir más cosas, pero es lo único que puedo decir, por culpa de la paz.
—¿Puedes levantarte?
—¿Estoy desnudo? —pregunto.
—Sí —dices—. Sole ha lavado tu ropa. ¿Crees que puedes levantarte y vestirte?
—¿Estoy limpio? —pregunto.
—No —dices.
…
—No puedes ni hablar —dices.
—¿Qué ha pasado? —pregunto—. ¿Quién te ha llamado?
—Nadie —dices.
—¿Venir conmigo? —pregunto.
—Sí, voy contigo. Es el trato —dices.
—Sí, es el trato.
¿Sabes? Por ti estoy recordando aquellos tiempos, cuando la Charita me pedía que me moviera en pleno cuelgue, que me levantara a buscar más, cuando ella tenía la regla y no podía irse de puta. También era el trato. Mover la paz dentro de ti es más difícil que cerrarle la boca hambrienta al zorro que te muerde dentro. Levantarse es como tocar las cuerdas de una guitarra rota.
A los pies de los caballos
de los sargentos feroces
ni lloraremos vasallos
ni sentiremos las coces.
Ella me sostiene la espalda. Las paredes de la habitación están pintadas con niebla o se están lloviendo. La bombilla del techo zumba se mueve torpe y es opaca como una mariposa nocturna muerta ayer. Paz. Puta paz. Termina, paz. Puta metadona. Termina, metadona. La piel de ella también está llovida de niebla. Blanca.
—No te caigas —dices.
—No.
Cuando me busque entre tumbas
mi gitana de Poniente,
yo le cantaré por rumbas
menos muerto que valiente.
Ya ni las paredes ni su piel, tu piel, son más de niebla. Ni mi piel es más de tierra. Por un rato. Por este rato.
—¿Dónde puedo lavarme?
Me pongo en pie.
—Sal al pasillo. La puerta está abierta.
—No me mires.
Tengo miedo a que la puerta de la habitación no esté donde aparece. Pero está. La atravieso sin apoyarme, cruzando una coliflor negra de bruma que me quiere cerrar el paso con su boca abierta. Aunque quisiera, no podría caerme: Muda, Charita, Rosita, Alma…
—¿Te ayudo? —preguntas.
—No —digo.
Agua fría. Me quemo. Grito. Jabón. Despacio. Paz no. Pero despacio.
—¿Te has caído?
—Sí, pero no importa.
—Deja que te ayude a secarte. Anda, levanta. Te has hecho daño.
—Tenemos que ir, niña.
—Si tú puedes, yo puedo.
—No me mires, por favor. Déjame a mí la toalla. Y tráeme la ropa. ¿Qué hora es?
—Las seis menos diez.
—Creí que era más tarde. Está oscuro.
—La casa —dices como si yo estuviera loco—. Pega al Este.
—Entonces hay tiempo.
—¿Dónde vamos?
—Al vertido.
—¿Al vertido?
Ella me baja las escaleras cogiéndome del brazo, a veces de la cintura. No le importa que la vean conmigo. Me dice que ha cogido tres dosis por si acaso. No inyectable. En ampollas. Le digo que no hace falta. Me dice que si estoy bien. La ardilla abrigando al roble. Los cerros de mierda del vertido, a contra sol, huelen peor que a contra luna.
—¿Qué buscamos? —pregunta.
—A una mujer que vive aquí —digo.
—Aquí no vive nadie, Tirao. No sé cómo te llamas. Sé que eres Monge.
—Tirao.
—Aquí no vive nadie.
—Aquí vive
la niña de mis ojos
.
Ella se ríe. Una risa triste, pesada, desencantada, difunta.
—Es una mujer.
Ella me escucha mientras le explico cómo
la niña de mis ojos
me salvó la vida la noche en que mataron a la Muda. Cómo ella se quedó con el cocodrilo que la Muda le birló al asesino enano.
La niña de mis ojos
lleva en su bolso la foto y los apellidos de ese asesino enano. Estoy a punto de convertirme en el primer tano que le devuelve una cartera robada a la policía. Vaya mierda de currículum.
—Esa mujer ¿sabe quiénes son?