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Authors: David Simon

Homicidio (82 page)

Meses más tarde, Pellegrini se siente un poco culpable por eso. Piensa en los casos que ha sacrificado en nombre de una niña. Con la misma recriminación a la que se somete cuando piensa en Latonya Wallace, se pregunta si debió haber interrogado con más firmeza al muchacho de la redada de enero en el distrito Oeste. El que dijo que había visto a uno de los tiradores de Gold y Etting. Se preguntará si tendría que haber presionado más a la novia de Braxton, que no parecía muy afectada por el asesinato. Y también se preguntará por los rumores que la hermana de Theodore Johnson le cuenta; son datos que jamás comprobará.

Claro que podría haberle pasado el caso al inspector secundario. Vernon Holley vio la escena al mismo tiempo que él, y se haría cargo si Pellegrini rechazara el caso para concentrarse en el de Latonya Wallace. Pero Holley lleva poco tiempo en la brigada: es un inspector negro veterano, que ha sido trasladado desde la unidad de robos para reemplazar a Fred Ceruti. Ha salido para cubrir la llamada de un asesinato con Rick Requer, hace un par de semanas, pero eso no es suficiente para determinar si está listo, incluso en el caso de un inspector experimentado como Holley. Y falta un hombre en la brigada, para empezar: Dick Fahlteich ha solicitado el traslado, después de seis años en homicidios, a la unidad de delitos sexuales. Fahlteich no pudo con los cadáveres. Era un inspector con talento que, a pesar de todo, cada vez gestionaba menos llamadas y menos casos, y empezaba a trabajar a un ritmo que los demás comparaban peligrosamente con el de Harry Edgerton. La carga de trabajo y el horario —junto con la desasosegante humillación de que no le ascendieran a inspector jefe en varias ocasiones— ha empujado a Fahlteich al otro lado del pasillo del sexto piso mas o menos al mismo tiempo que Ceruti emprendía el mismo camino. Al menos, Fahlteich pudo escoger.

No, se dice Pellegrini. Con tres hombres en la brigada y un inspector recién trasladado, él se comerá el caso Theodore Johnson. Al menos le debe a Holley intentarlo durante un par de días. A un novato no es buena idea mostrarle en vivo y en directo cómo se quema un policía por exceso de trabajo.

Así que Pellegrini se arma de valor y lucha contra su estado de ánimo. Se presenta en la calle Durham y elabora un informe competente de la escena del crimen, luego recorre el bloque de apartamentos busca de testigos que sabe perfectamente no aparecerán jamás. Holley se ausenta temprano, y regresa a la central para empezar a entrevistar a los familiares y a un par de chavales que estaban en la escena del crimen y que no se comportaron como ardillas asustadas cuando los primeros agentes se presentaron. Es el único motivo de que estén ahí esperando.

Todos los hombres de la brigada de Landsman aceptan sin abrir la boca el súbito cambio de papeles: ahora Pellegrini es el veterano cansado. Nueve meses en el caso de Latonya Wallace le han cambiado. Su metamorfosis de recluta recién llegado a rata apaleada de las trincheras ya ha acabado. Sería exagerado decir que puede mirar a Holley y reconocerse en él, un par de años atrás. Holley ya tenía experiencia en la unidad de robos, mientras que Pellegrini llegó a homicidios sin ningún tipo de preparación criminal. Pero Holley se está dejando la piel en el caso de la calle Durham, como si fuera el único asesinato en la historia del universo. Exuda confianza. A su lado, Pellegrini se siente como si tuviera cien años.

Los dos inspectores trabajan en el caso de la calle Durham hasta mediodía, repasando la información que les ha dado la hermana, para luego intentar verificarla. Un ex policía tiene familia en el mismo bloque. No se atreven a declarar, pero el ex policía, que salió rebotado del departamento a causa de un escándalo de corrupción hace veinte años, aún conserva suficiente instinto residual como para llamar al departamento y darles el nombre de un posible implicado. Pellegrini y Holley encuentran al chico esa misma mañana, le meten en una sala de interrogatorios durante varias horas y salen con las manos casi vacías. Luego, lentamente, después de correr un par de vueltas más alrededor del expediente, Holley acepta el veredicto tácito de su mentor. Se aleja, en busca de una cosecha mejor, con Gary Dunnigan y Requer.

Y la encuentra. Con Requer, en una pelea doméstica que termina mal en la calle Bruce: una tragedia, una chica joven que muere a causa de la paliza que su novio cocainómano le propina. Deja un bebé huérfano que llora agarrado a una mujer policía, gimiéndole al mundo mientras la radio de la agente escupe llamadas de aviso repartidas por toda la ciudad. Después de ese caso, Holley se ocupa de otro crimen por maltratos en Cherry Hill; lo remata con Dunnigan. Son dos casos fáciles y ambos le hacen ganar confianza. En diciembre, Holley ya estará llevando casos como inspector principal.

Sin embargo, para Pellegrini, el éxito de su brigada no significa mucho. La caída en desgracia de Ceruti, la partida de Fahlteich, la educación de Holley: son escenas de una obra en la que Pellegrini ya no tiene ningún papel sustancial. El tiempo se ha detenido para un inspector, dejándole sólo en el escenario, atrapado por el mismo atrezo, las mismas frases y la misma triste escena.

Tres semanas atrás, Pellegrini y Landsman volvieron a registrar el apartamento del Pescadero en la calle Whitelock, con una orden extendida más por la tranquilidad mental de Pellegrini que por otra cosa, Han pasado meses y la posibilidad de recuperar algo del apartamento es nimia. Pero Pellegrini, que sigue creyendo que el dueño de la tienda es su mejor candidato a sospechoso, está convencido de que, al registrar la casa de tres pisos de Newington el pasado mes de febrero, abandonaron la pista de Whitelock. En concreto, Pellegrini recuerda vagamente un pedazo de moqueta roja en el salón del Pescadero durante el registro de febrero; meses más tarde, pensó en las fibras y pelos que el forense extrajo de algunas superficies del cuerpo de la niña; algunas eran hebras de tejido rojo.

Moqueta roja, fibras rojas. Pellegrini comprende que ahora tiene más motivos para darse una buena palmada en la cabeza. El contenido del expediente H88021 se ha convertido para él en un paisaje cambiante, donde cada árbol, cada pedrusco y cada arbusto parece moverse como si fuera un sueño. Y no sirve de nada decirle que esto le pasa a cualquiera en un caso; esa sensación en la boca del estómago, como si todas las pistas se perdieran, y las pruebas desaparecieran a una velocidad superior a la que el inspector es capaz de percibirlas. Todos los inspectores de la unidad han pasado por una etapa parecida: miran una escena del crimen u observan los resultados de un registro, ven algo y luego vuelven a mirar, y ya no está ahí. Demonios, quizá nunca estuvo allí. O quizá sí, pero uno ha perdido la capacidad de verlo.

Es la materia de la que está hecha la Pesadilla, ese sueño recurrente que de vez en cuando estropea el descanso nocturno de todo buen inspector. Cuando estás en las garras de la Pesadilla, te mueves en los confines casi familiares de una casa adosada —llevas una orden de registro en la mano, quizá, o sólo estás vigilando el vecindario— y por el rabillo del ojo ves algo. ¿Qué es? Algo importante, eso sí lo sabes. Algo que necesitas. Una mancha de sangre. Un casquillo de bala. Un pendiente dorado en forma de estrella. No estás seguro, pero cada fibra de tu ser te dice que tienes el caso ahí, frente a ti, listo para cerrarlo. Pero apartas la vista un momento y, cuando vuelves a mirar, ya no está. Es un lugar vacío en tu subconsciente, una oportunidad perdida que se burla de ti. La Pesadilla aterroriza a los inspectores más jóvenes; algunos incluso sufren ese sueño durante su primera escena del crimen, convencidos de que el caso se está evaporando, etéreo, frente a ellos. En cuanto a los itéranos, la Pesadilla los jode. La conocen lo suficiente, han pasado por ella muchas veces, lo bastante como para no escuchar todas las voces que hablan desde el fondo de sus mentes.

Sin embargo, en este caso, la Pesadilla se ha hecho con Pellegrini. Le ha dicho que emita una segunda orden de registro para el aparmentó del Pescadero, le ha exigido que reúna suficientes indicios para volver a meterse por una puerta trasera que ya había explorado. La redada de septiembre deja al Pescadero tan indiferente y aburrido como la vez anterior, lo cual no es muy sorprendente. Tampoco se obtienen hebras de moqueta roja: Pellegrini encontró los restos que recordaba de la otra vez, en el suelo del dormitorio, pero resulta que es plástico imitación de moqueta para exteriores. El pequeño pendiente azul que encontraron en un rincón de la sala tampoco significa nada para la investigación. Los parientes de Latonya Wallace —con quienes los inspectores se ponen en contacto unos días después— dicen que jamás llevaba pendientes de distintos juegos. Si su cadáver apareció con una estrellita dorada en un lóbulo, seguro que en la otra también llevaba otra. Para estar seguro, Pellegrini se sube a un Cavalier y va a visitara la madre. Le muestra el pendiente azul; ella está un poco sorprendida al ver al inspector en su casa, siete meses después de la muerte de su hija, y le confirma que el pendiente azul no es de Latonya.

En cada rincón del laberinto se abren nuevas puertas. Una semana después del segundo registro en la calle Whitelock, Pellegrini está ocupado en el interrogatorio de un ladrón de coches que fue detenido por la policía del condado el pasado mes de julio. Es un joven perturbado, con antecedentes de enfermedad mental, y ha intentado suicidarse tres veces en el centro penitenciario del condado. Luego va y le suelta a un agente que conoce el nombre de dos culpables de asesinato. Uno, responsable de un crimen por drogas en un bar de Baltimore Noroeste. Y el otro, el asesino de una niña en Reservoir Hill.

Howard Corbin se fue a hacer la entrevista preliminar y regresó con la historia de un encuentro casual en el callejón que hay detrás del bloque 800 en Nevvington, donde el ladrón de coches dice que se está metiendo cocaína con su primo. Pasa una niña por el callejón, y el ladrón oye que su primo le dice algo a la cría. Esta le contesta —una niña con mochila y trenzas— y parece que se conocen. Pero cuando su primo se abalanza sobre la cría, el ladrón de coches se asusta y se larga. Cuando le muestran una fotografía de Latonya Wallace, se echa a llorar.

Lentamente, la historia toma cuerpo. El ladrón tiene un primo, efectivamente, que vivía en el número 820 de la calle Newington y antecedentes penales de impacto, pero ninguno relacionado con delitos sexuales. Pero Corbin dijo que el muchacho había recordado lo de las trenzas y la mochila. Eran detalles que habían salido a la luz al principio de la investigación, pero había pasado tanto tiempo que hacían creíble la versión del ladrón.

Pellegrini y Corbin registraron las casas vacías del bloque 800 de Newintgon y sácaron un Chevy Nova abandonado del jardín trasero de una casa habitada en el mismo bloque. El coche había pertenecido al primo del ladrón, y este afirmaba que su pariente guardaba un machete y una navaja en el maletero del coche. Ese vehículo y otro que pertenecía a la hermana del primo fueron enviados al laboratorio para que lo procesaran. Negativo. Aun así, interrogaron durante largas horas al ladrón de coches.

Poco a poco, cuando los hechos empezaron a estropear una buena historia, la versión del ladrón cambió. Recordó repentinamente que, un día, su primo había abierto el maletero del coche de su hermana y le había mostrado una bolsa de plástico con una cremallera. Entonces el primo bajó la cremallera y apareció el rostro de la niña. Y luego…

No cabía duda de que el ladrón de coches estaba loco de atar. Pero su historia contenía suficientes detalles sólidos, y la única forma de descartarla era investigándola a fondo. Habría que localizar al primo, interrogarlo, y verificar o desechar su declaración. Y también tendrían que someter al ladrón de coches al detector de mentiras.

Además de esa joya, Pellegrini también tenía otro expediente de color crema en su escritorio, con el nombre de un tipo de la avenida Park en el encabezado: contenía una mezcla de hechos y rumores respecto a un posible sospechoso que se había comportado de forma extraña en los últimos meses, y que en una ocasión le había enseñado sus genitales a una niña. También guardaba los informes de violaciones que llegaban de la central, junto con notas de las cinco o seis entrevistas que habían mantenido con los amigos y ex amigos del Pescadero.

Todo eso está esperando a Pellegrini mientras reflexiona sobre el asesinato de Theodore Johnson en la calle Durham. Y cuando la pausa ha terminado, sigue preguntándose si debería haberse concentrado en el crimen del camello en lugar de obsesionarse otra vez con Latonya Wallace. Se dice que si trabaja en el caso de la calle Durham lo bastante duro, quizá lo resuelva. Por otro lado, si se vuelca en el de la niña, nunca se sabe de dónde puede salir la pista salvadora.

Para los demás inspectores del turno, es la peor clase de optimismo. Latonya Wallace es historia; Theodore Johnson es carne fresca. Y la mayor parte de sus colegas opinan que Pellegrini se está pasando tres pueblos. Es comprensible que un inspector joven repita registros en el apartamento de un sospechoso, que prolongue las investigaciones acerca de los antecedentes de los implicados, o que preste atención a la declaración de pajarracos suicidas. Qué coño, quizá incluso haga falta en el caso de una niña muerta. Pero no nos engañemos, se dicen: Torti Pellegrini está fuera de control.

Entonces, una semana después de la muerte de Theodore Johnson, esta opinión colectiva da un vuelco repentino cuando llega un informe del laboratorio al escritorio de Pellegrini, y los hombres del turno se enteran de su contenido.

El autor del informe es Van Gelder, de la sección de rastreos y huellas. El tema del documento son las manchas negras en los pantalones de la niña. El veredicto es alquitrán y hollín con pedacitos de madera quemada. Restos de un incendio, lisa y llanamente.

El laboratorio se ha tomado su tiempo, pero por fin ha comparado las marcas negras en los pantalones de Eatonya Wallace con las mues tras que Pellegrini obtuvo en la tienda incendiada del Pescadero, dos meses antes. El informe declara que las dos muestras son consistentes si no idénticas.

¿Qué podemos decir? Pellegrini presiona a las batas blancas. ¿Es similar o es exactamente igual? ¿Podemos decir más allá de toda duda que Latonya Wallace estuvo en la tienda de la calle Whitelock?

Van Gelder y los demás no se mojan. Si quiere, pueden enviar las muestras al laboratorio de Alcohol, Tabaco y Armas de Rockville. Es uno de los mejores del condado, y quizá ellos también logren sacar más conclusiones. Hablando en general, le dice Van Gelder, las marcas en los pantalones y las muestras de la tienda poseen la misma tipología de características. Son muy similares y sí, podrían proceder de los restos de esa tienda. Por otra parte, también podrían deberse a otro incendio donde los restos presentaran la misma composición química.

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