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Authors: David Simon

Homicidio (84 page)

El golpe de suerte fue la noche anterior, cuando paseó la fotografía por todos los bares y supermercados de Pimlico. Finalmente, una persona en el bar Preakness se acordó de que la muerta tenía un novio, llamado León Sykes, que solía vivir en la avenida Moreland. Ya no estaba allí, pero un vecino le dijo que lo intentara en el 1710 de Bentalou. Allí una joven escuchó a Worden y le acompañó hasta el 1802 de Longwood, donde León Sykes estudió la fotografía y dijo que la muerta se llamaba Barbara.

—¿Apellido?

—Nunca lo supe.

Pero León se acordaba de dónde vivía la hija de la muerta. Y así, gracias al simple y sólido trabajo policial, Juana Nadie —una mujer negra de veintitantos años— se convirtió en Barbara Womble, de treinta y nueve años, que vivía en el 1633 de la avenida Moreland.

Esos seis días y noches en Pimlico dejaron claro a todo el mundo que Worden había vuelto, después de superar su peor año.

El retorno triunfal del Gran Hombre también vino acompañado de su incesante y renovada tortura contra Dave Brown, cuyo abandono del caso de Carol Wright no había pasado desapercibido para el veterano inspector. Durante una parte del mes de septiembre, la excusa de Brown fue la investigación del caso Nina Perry, que había empezado cuando un par de drogatas fueron arrestados en el coche de una mujer cuya desaparición había sido denunciada una semana antes. Trabajando con McLarney, Brown había cerrado el caso con elegancia, presionando a uno de los sospechosos hasta que confesó el asesinato, y luego llevó a los inspectores hasta los restos descompuestos de la víctima, que había arrojado en unos bosques del condado de Carroll.

Worden observó cómo se desarrollaba el caso Nina Perry y pensó que tal vez, sólo tal vez, un inspector de verdad anidaba en el cuerpo de David John Brown. El caso Perry era un buen trabajo, del tipo que enseña a un policía un par de cosas acerca de su trabajo. Pero la generosidad de Worden se detuvo ahí.

—Clayvon Jones y Carol Wright —declaró Worden a finales de septiembre—. A ver qué hace con esos dos casos.

Pero Clayvon Jones no fue la verdadera prueba, no después de que Eddie Brown apareciera, pavoneándose en la sala del café cuatro días antes, con una carta de la cárcel municipal de Baltimore en su mano derecha.

—Habla con tu papi —dijo el inspector, dejando caer la cara en el escritorio con un gesto aparatoso. Dave Brown leyó tres líneas antes de volverse y empezar a rezar en dirección a la pared de pizarra verde.

—Gracias, Jesús. Dios mío, Jesús y María, gracias. Gracias, Dios mío. Gracias.

—¿Te cuido o qué? —dijo Eddie Brown.

—Divinamente. Eres mi papi preferido.

La carta había llegado a la oficina administrativa esa misma tarde, una misiva garabateada por un preso que había sido testigo del asesinato de Clayvon Jones en el patio de la zona este, el pasado junio. Tres meses más tarde, necesitaba sacarse de encima una acusación por tráfico de drogas. Dirigió su carta a la unidad de homicidios, y contenía detalles sobre la escena del crimen que sólo un verdadero testigo podía conocer.

No, el crimen de Clayvon Jones no iba a ser una lección. En la considerada opinión de Worden, fue una resolución demasiado fácil, otro laurel aplastado bajo el peso del culo de Brown. Eso dejaba a Carol Wright, la mujer atropellada en aparcamiento de Baltimore Sur. Durante unas semanas, Brown al menos había hablado de repasar de nuevo el expediente de Carol Wright y revisar las viejas pistas. Pero en el tablero Carol Wright aún no constaba como un asesinato, y por lo tanto no existía. Ahora ya ni siquiera mencionaba el caso y el inspector jefe de Brown, McLarney, tampoco se dejaba las cejas en el tema. Con los casos de Nina Perry y Clayvon Jones resueltos y en negro, McLarney sentía un creciente aprecio por el talento de Dave Brown.

En opinión de McLarney, el caso Perry en concreto contaba mucho. Brown había trabajado muy duro, y había resuelto un caso con una verdadera víctima. Ese arresto había elevado a Brown a la categoría de héroe-de-la-semana, y por lo tanto tenía derecho a una cerveza o dos en el Kavanaugh's con su querido y devoto inspector jefe. De hecho, McLarney estaba tan contento por cómo había ido el caso Perry que se quedó con Brown hasta que terminó el papeleo y los informes sobre las Pruebas. Sólo se acobardó cuando tuvo que recoger las ropas infestadas de gusanos de la víctima en la oficina del forense.

—Joder, Dave. Te ayudaré con eso mañana —dijo McLarney, después de olisquear el hedor—. Volvamos a por esto mañana.

Dave Brown aceptó rápidamente y regresó a la central satisfecho hasta que se acordó de que McLarney no trabajaba al día siguiente. —Espera —dijo, aparcando el Cavalier en el garaje—. Tú no tra bajas mañana.

McLarney soltó una risita.

—En lugar de cabeza tienes una patata irlandesa.

—¿Me has llamado patata irlandesa?

—Me has tomado el pelo, condenado… —Era el nuevo y mejorado Dave Brown el que hablaba; quedaba lejos el inspector que había redactado la misiva por-favor-déjeme-quedarme-en-homicidios un mes antes. Un hombre tiene que sentirse muy seguro para llamar patata irlandesa a su superior inmediato, incluso en el entorno relajado de un departamento de homicidios. Y claro está, a McLarney le encantaba. Se sentó frente a una máquina de escribir esa misma tarde e inmortalizó lo sucedido en un memorando dirigido al teniente.

Para: Teniente Gary D'Addario, Unidad de Homicidios

De: Inspector Jefe Terry McLarney, Unidad de Homicidios

Asunto: Comentarios étnico-despectivos realizados por el inspector David John Brown.

Señor:

Me dirijo a usted con tristeza y decepción para denunciar el flagrante y despiadado ataque emocional al que fui sometido en la fecha de hoy. Es algo a lo que nunca me había enfrentado en este ilustre departamento, y esperaba no hacerlo jamás. Sin embargo, debe ser usted informado de que, en la fecha de autos, el inspector David John Brown ha atacado verbalmente con malignidad a mis ancestros, pues se ha referido a mí como «patata irlandesa».

Usted, que procede de una estirpe igualmente antigua, sin duda, entenderá mi vergüenza y tristeza. Como sabe, mi madre nació y se crió en Irlanda y mi padre procede de las buenas gentes que se vieron obligadas a huir de la sagrada isla durante la terrible hambruna de la patata, lo cual hizo que el comentario «patata irlandesa» fuera especialmente ofensivo y doloroso.

Señor, preferiría que este grave asunto se solucionara internamente, y lo dejo en sus manos, pues quiero evitar la angustia y vergüenza que mi familia sufriría como resultado de la publicidad generada por el juicio. Asi, he decidido no presentar ninguna queja frente al Comité del Departamento de Derechos Civiles, aunque me reservo el derecho de denunciarle frente al Comité Nacional de Relaciones Laborales si la investigación interna se demuestra insuficiente. Brown solía patrullar por el puerto, así que conoce bien la zona. De hecho, se conoce también la avenida Edmonson y…

Era divertido. Demasiado, pensó Worden al leer una copia del memorando. La obvia satisfacción de McLarney con Dave Brown estaba convirtiendo a Carol Wright en poco más que un recuerdo lejano. Si el caso de Nina Perry significaba algo, pensó Worden, era hora de que Brown lo demostrara. ¿Realmente quería ser inspector de homicidios? ¿Sabía siquiera lo que eso quería decir? ¿O sólo estaba allí para cobrar horas extras y cerrar el Kavanaugh's noche sí y noche también? Si McLarney no iba a meterle caña a Dave Brown, entonces el Gran Hombre se ocuparía del tema personalmente. Durante tres semanas, de hecho, Worden ya se ha metido a fondo en la mierda del joven inspector, esperando por si surge algo nuevo en un caso que Brown que rría ver desaparecer. Es el estilo Worden al completo: frío, exigente y hasta un poco insoportable. Para Dave Brown, el hombre que sólo quiere disfrutar de su éxito, no hay alegría ni perdón y ninguna vía de escape posible.

Hoy, en el turno de ocho a cuatro, el joven inspector es tan tonto que le pillan leyendo el
Rolling Stone
en la salita del café, un acto de pura indolencia. A Worden le basta con entrar en la sala para estar seguro de que el expediente de Carol Wright no está encima del escritorio de Dave Brown.

—Ins-pec-tor Brown —dice Worden, imprimiendo desprecio en cada sílaba.

—¿Qué?

—Inspector Brown…

—¿Qué quieres?

—Seguro que te gusta oír eso, ¿verdad?

—¿Oír el qué?

—Inspector Brown. Inspector David John Brown.

—Que te jodan, Worden.

Worden se queda mirando al otro tan fijamente y durante tanto tiempo que Brown ya no se puede concentrar en la revista.

—Deja de mirarme, viejo bastardo.

—No te estoy mirando.

—Y una mierda.

—Es tu conciencia.

Brown le mira, sin comprender nada.

—¿Dónde está el expediente de Carol Wright? —dice Worden.

—Tengo que preparar el informe para la acusación del caso de Nina Perry.

—Eso fue el mes pasado.

—Y tengo a Clayvon en busca y captura, así que déjame en paz, joder.

—Mi corazón sangra orina por ti —dice Worden—. No te he preguntado por Clayvon Jones, ¿verdad? Te he preguntado qué hay de nuevo con Carol Wright.

—Nada. No hay nada. Estoy en un callejón sin salida con ese asunto.

—Ins-pec-tor Brown…

Dave Brown abre el cajón derecho y coge la funda de su pistola. Saca a medias su .38. Worden no se ríe.

—Dame una moneda de veinticinco centavos —dice el viejo inspector.

—¿Para qué coño la quieres?

—Dámela.

—Si te la doy, ¿te callarás y me dejarás en paz?

—Tal vez —dice Worden. Dave Brown se pone de pie y mete la mano en el bolsillo de sus pantalones para sacar la moneda. La arroja a Worden, se vuelve a sentar y hunde la cara en la revista. Worden le da diez segundos y vuelve a empezar:

—Ins-pec-tor Brown…

NUEVE
JUEVES 13 DE OCTUBRE

En el fondo, todos los crímenes son iguales.

Esta vez le han disparado; no es un apuñalamiento ni una paliza. Esta vez, la pequeña figura pesa un poco más y lleva el pelo suelto, sin trenzas, con una gorrita de colores vivos. Esta vez, los análisis vaginales sí aportan pruebas de que ha habido violación, pues hay rastros de semen. Esta vez no desapareció camino de la biblioteca, sino en una parada de autobús. Y esta vez, la niña tiene un año más: doce en lugar de once. Pero, en todos los aspectos que importan, es lo mismo.

Nueve meses después de que descubrieran a Latonya Wallace en un callejón de Reservoir Hill, Harry Edgerton vuelve a contemplar el acto de maldad sin paliativos, en otra calle de Baltimore. El cuerpo está vestido y arrugado, al borde del suelo de cemento de un garaje detrás de una casa adosada vacía, en el bloque 1800 de la calle West Baltimore. El único disparo de bala está alojado en la base del cráneo. Parece del calibre .32 o .38, a primera vista. Dispararon muy cerca.

Se llamaba Andrea Perry.

Y su madre se entera al ver las noticias de la noche, y al ver fugazmente a un ayudante de la oficina del forense sacar una camilla para retirar el cuerpo, a menos de una manzana de su hogar en la calle Fayette. Andrea sólo lleva una noche desaparecida, y la víctima sin identificar de la que hablan en la televisión podría corresponder a una chica de más edad, quizá incluso una mujer joven. Pero su madre lo sabe.

El proceso de identificación en la calle Pen es doloroso, una escena durísima incluso para los ayudantes del forense, que asisten a cosas así unas cuatro o cinco veces al día. Más tarde, en la oficina de homicidios, Roger Nolan apenas empieza a hablar con la madre cuando ésta se derrumba, inconsolable.

—Váyase a casa —le dice—. Ya hablaremos mañana.

Más o menos en ese momento, Edgerton está de pie en la sala de autopsias y observa otro post mórtem para otra niña asesinada. Esta vez, sin embargo, Edgerton es el inspector principal. De hecho, el único y esta vez, se dice, las cosas van a ser distintas.

El caso de Andrea Perry es de propiedad exclusiva del redomado solitario de la unidad de homicidios, y eso es casi una contradicción en términos: mira, mira, la bola roja para el inspector solitario.

El asesinato de la niña lo tiene todo para ser un caso importante —una cría muerta, un asesinato y una violación brutales, la historia que abre todos los informativos—, pero esta vez no hay ningún alto mando en la escena del crimen, ni una tropa de reclutas que peine el vecindario el segundo día. Esta vez, los gerifaltes no aparecen.

Quizá se habrían presentado si no hubiera sido Edgerton el que tomara nota del aviso. Porque los hombres de D'Addario ya se han volcado en un frente común, en el que todo el turno al completo se ha entregado en cuerpo y alma a un único caso. Han convocado a hombres adicionales de todos los distritos por una niña. Por una buena causa, han seguido a los sospechosos durante días y meses y han sacrificado varios casos por una única y pequeña vida. Y nada de eso ha importado. El caso Latonya Wallace se estropeó y era un recordatorio permanente, para todos los hombres del turno, que el tiempo, el dinero y el esfuerzo no significaban nada cuando no había pruebas. Al final, era un caso abierto como cualquier otro —especialmente trágico, sin duda— pero abierto, al fin y al cabo, y responsabilidad de un solo inspector.

El éxito es su propio catalizador; y el fracaso, también. No habían logrado ninguna detención por la muerte de la primera niña, así que el mismo turno de inspectores tenía muy poco que darle a la investigación de la muerte de la otra. Para Andrea Perry no habría movilización general ni declaración de guerra. Ya estaban en octubre y no quedaban más armas en el arsenal.

El hecho de que el caso sea de Edgerton lo hace todo más fácil. De todos los hombres del turno de D'Addario, es el único al que jamás se le ocurriría pedir más ayuda. Nolan está con él, claro; Nolan siempre está con él. Pero aparte del inspector jefe, todos los demás inspectores de la brigada se concentran en sus propios casos. Así que si Edgerton quisiera ayuda, tampoco sabría a quién pedírsela. Desde el momento en que pisa la escena del crimen, está solo. Así sea.

Es el principio, y Edgerton se dice que no cometerá los mismos errores que, según cree, enterraron el expediente de Latonya Wallace. Si lo hace, al menos serán sus errores. Ha sido testigo de cómo Tom Pellegrini perdía casi un año torturándose por los defectos de la investigación, reales o imaginarios. La mayor parte de esa angustia siempre va incluida en un caso abierto, pero Edgerton sabe que tiene que ver con la sensación de Pellegrini de que el código bola roja del caso Latonya Wallace le privó, en cierto modo, de llevar las riendas del mismo. Landsman, Edgerton, Eddie Brown, los agentes del operativo: todos se habían convertido en un obstáculo para Tom, especialmente los veteranos que llevaban más tiempo en la unidad que Pellegrini y que, por lo tanto, influían más en la marcha del caso. Bueno, piensa Edgerton. Eso le pasó a Tom. Yo no tendré ese problema.

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