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Authors: David Simon

Homicidio (81 page)

Así que, para cuando Jerry Jackson llega a su casa y habla con su mujer, está más claro que el agua —hasta para él— que su plan, fuera cual fuera, no está funcionando. Sin embargo, no desaparece en las entrañas de Baltimore Este. Tampoco trata de reunir un puñado de dólares y comprarse un billete de autobús para Carolina. No señor. La última acción como hombre libre de Jerry Jackson es llamar a la unidad de homicidios y preguntar por Rich Garvey. Le gustaría hablar de ese cuerpo que ha aparecido en su sótano. Quizá, sugiere, pueda aportar algo a la investigación.

Pero cuando Jackson llega a la proverbial sala de interrogatorios, sus pupilas tienen el tamaño de partículas que sólo existen en el mundo de la teoría. Cocaína, piensa Garvey, pero al final decide que su sospechoso quizá sea capaz de balbucear algo inteligible. Después de pulirse lo de Miranda, la primera pregunta de los inspectores es, claro está, la más obvia.

—Vamos a ver, Jerry —dice Garvey, rascándose la coronilla en un gesto de confusión fingida—. Dime qué hacía el cuerpo del señor Plumer en tu casa.

Con calma, casi sin querer, Jackson les cuenta a los inspectores que efectuó su pago mensual al señor Plumer ayer por la tarde; luego el viejo tomó el dinero y se fue.

—Y no sé nada de ningún asesinato —continúa, hasta que se quiebra su voz— hasta que llamé a la casa de mi madre desde el trabajo ¡y me dicen QUE HAY UN JODIDO CADÁVER EN MI SÓTANO!

La primera parte de la frase sale en tono bajo pero tenso, y la segunda es un bramido enloquecido que traspasa las paredes de la sala de interrogatorios y llega, clara como un trueno, hasta el otro extremo del sexto piso.

Los inspectores, cada uno sentado al lado del sospechoso, cruzan una mirada y luego observan la mesa. Garvey se muerde el labio.

—¿Nos disculpas, eh, un momento? —dice McAllister, dirigiéndole al sospechoso como si este fuera Emily Post y el inspector acabara de empuñar el cubierto erróneo—. Tenemos que tratar un asunto, pero enseguida volvemos contigo, ¿de acuerdo?

Jackson asiente, parpadeando.

Los dos salen en silencio y cierran la puerta metálica a sus espaldas. Logran llegar al despacho adjunto sin derrumbarse; entonces, se parten de risa, aporreando las mesas y soltando risotadas.

—¡HAY UN CADÁVER EN MI SÓTANO! —grita Garvey, cogiendo por los hombros a su compañero y sacudiéndolo.

—No, un cadáver no: un
jodido
cadáver —corrige McAllister riéndose.

—HAY UN JODIDO CADÁVER EN MI SÓTANO —vuelve a gritar Garvey—. ¡UN LOCO ANDA SUELTO!

McAllister sacude la cabeza, limpiándose las lágrimas de risa.

—Joder, ¿serán cabrones? Te vas de casa, a trabajar honradamente llamas a tu madre y ella va y te dice que tienes un cadáver en el sótano…

Garvey se agarra al escritorio con ambas manos, tratando de recuperar la serenidad.

—Dios, lo que me ha costado no reírme en su cara —dice.

—No será que está colocado, ¿verdad? —dice McAllister, sarcástico.

—¿Él? Qué va. Un poco alterado, nada más.

—A ver, en serio. ¿Le tomamos declaración?

La pregunta tiene matices legales: cualquier declaración que Jerry Jackson realice ahora podría ser anulada porque no está en plenitud de facultades, químicamente hablando.

—Qué coño —dice Garvey—. Volvamos ahí dentro. Tenemos que acusarle. O hablamos con él ahora o no tendremos otra ocasión…

McAllister asiente y se dirige a la sala de interrogatorios. Desde fuera, los dos inspectores ven a Jerry Jackson bailando el baile de San Vito en su silla. Garvey empieza a reírse otra vez.

—Espera, espera un segundo —le pide a McAllister

Compone cara de póquer, vuelve a partirse de risa, se pone serio otra vez.

—Este hijo de puta me está matando.

McAllister pone la mano en el pomo, controlándose.

—¿Estás listo?—pregunta.

—Vale.

Los dos entran en la sala y se sientan de nuevo. Jackson espera otra pregunta, pero en lugar de eso McAllister le somete a un largo monologo en el cual le explica que no tiene motivos para estar molesto o enfadado. Ninguno en absoluto. Después de todo, aquí sólo le hacen algunas preguntas, y él las responde. ¿No es así?

—No te hemos hecho nada, ¿verdad?

Pues no, admite el sospechoso.

—Ni tampoco te hemos hablado en mal tono, ¿verdad?

Pues no, admite el sospechoso.

—Y el trato que recibes es justo, ¿verdad?

Pues sí, admite el sospechoso.

—Bien, Jerry. Entonces, ¿por qué no nos cuentas —tranquilamente si te parece bien, la razón por la que hay un cadáver en tu sótano?

No es que importe mucho lo que diga. A la mañana siguiente, Garvey, McAllister y Roger Nolan han obtenido una declaración completa de la esposa de Jackson. También han entrevistado al sobrino que ayudó a Jerry Jackson a planear el robo y luego deshacerse del coche de Plumer. Hasta han hablado con el traficante local, a quien Jackson compró doscientos dólares de cocaína, con el dinero que le robó al viejo. Así que en resumen, el caso de la calle Preston no responde precisa mente al perfil de un crimen perfecto, a juicio de los inspectores. Presumiblemente Jackson había pensado que ir a trabajar no despertaría sospechas, y que luego tendría tiempo de deshacerse del cadáver, al amanecer. Eso, suponiendo que el tipo tuviera un plan más allá de ma tar y robar al pobre señor Plumer para tener pasta suficiente con la que colocarse un día más.

Poco antes del cambio de turno de la mañana, Garvey está en su escritorio en la oficina central, peleándose con el papeleo y escuchando a Nolan filosofar sobre la clave del caso. Fue cuando regresamos y hablamos con su camello, dice Nolan. Ahí fue cuando resolvimos el caso.

En ese momento, Garvey y McAllister sueltan el bolígrafo y miran a su inspector jefe como si acabara de bajarse de una nave procedente de Marte.

—Hummm, Rog —puntualiza McAllister—. La clave del caso es que el asesino se dejó el cadáver en el sótano.

—Ah, sí —dice Nolan, riéndose aunque un poco alicaído—. Eso también.

Así que el año perfecto de Rich Garvey avanza a buen paso: como una cruzada divina, impermeable a la realidad, una campaña militar ajena a las cansinas reglas del homicidio que, sin embargo, sí afligen al resto de inspectores. Garvey logra identificar testigos, detectar huellas de sospechosos fichados, y hasta consigue la matrícula de los vehículos que huyen de la escena del crimen. Hasta tal punto que, si decides cometer un asesinato en Baltimore en el turno de Rich Garvey, ya te Puedes ir buscando un buen abogado porque estarás bajo custodia una hora después.

Poco después de que Jerry Jackson vuelva a la tierra y a la cárcel, Garvey descuelga de nuevo el teléfono y anota una dirección en Baltimore Este. En esta ocasión es el peor tipo de llamada que puede tocarle a un inspector de homicidios. Garvey está tan seguro de eso que cuando cuelga el auricular, les pide a todos que enuncien el caso que menos les gustaría llevar. McAllister y Kincaid no tardan ni medio segundo en responder «muerte en incendio provocado».

Para un inspector de homicidios, un asesinato con incendio es un tipo de tortura especial, porque el departamento de policía está esencialmente obligado a trabajar con lo que diga el investigador del departamento de bomberos, y si este dice que es un crimen, pues va a misa. Donald Kincaid tiene un expediente abierto con muerte por incendio provocado que casi con toda seguridad empezó con algo tan poco siniestro como un cortocircuito. En el lugar de los hechos, Kincaid observó la pauta de comportamiento del fuego, recorriendo la pared allí donde estaba la instalación eléctrica. Pero un pazguato del departamento de bomberos insistió en que era un incendio provocado ¿Qué iba a hacer Kincaid, arrestar la caja de fusibles? Y eso no es todo: indefectiblemente, cuando un inspector tiene un crimen con incendio provocado entre manos y debe convencer a un jurado, este jamás cree que el fuego no fuera accidental, a menos que cuente con media docena de testigos. Incluso si hay un reguero de gasolina o cualquier otro líquido inflamable, un buen abogado dirá que a alguien se le derramó y luego se le cayó una colilla por error. A los jurados les gustan los cadáveres que tienen agujeros de bala o cuchillos de carnicero clavados en el pecho; por menos de eso, no se lo creen.

Sabedores de esta particularidad, Garvey y McAllister se meten en un coche sin distintivos y se dirigen a la escena del crimen con el corazón atenazado por el miedo y el asco. El lugar es un agujero de dos pisos en la calle North Bond y, claro está, no hay testigos. Sólo un montón de muebles quemados y un montoncito de cenizas crujientes en medio de la habitación. Seguramente un drogadicto, de cierta edad, quizá sesenta años.

El pobre bastardo yace en el suelo como si fuera una pila de huesos de pollo que alguien se olvidó de entregar, y el investigador del departamento de bomberos le muestra a Garvey una mancha oscura al otro lado de la sala. Dice que es un ejemplo de manual de comportamiento del fuego. Cuando limpian el hollín, efectivamente aparece una zona más oscura que la de alrededor. Así que Garvey tiene un fiambre y un fuego que se expande de manual y una mujer borracha que saltó por la ventana trasera cuando empezó el incendio y que ahora está en el Union Memorial, respirando con una mascarilla de oxígeno. El investigador del departamento de bomberos les dice que la mujer es la novia del muerto.

Completamente seguros de que lo de la calle North Bond es su peor pesadilla, Garvey y McAllister se dirigen al hospital conscientes de que la muerte y las bendiciones han llegado a su fin. Entran en la sala de urgencias del Union Memorial y saludan a los dos inspectores de la brigada de incendios provocados, que están de pie al lado del mostrador de las enfermeras como un par de topes de biblioteca. Les dicen que la versión de la mujer herida es mentira; según ella el fuego empezó accidentalmente, con una colilla en el cenicero.

Eso es lo que les dijo a los chicos de la brigada de incendios mientras la atendían en la sala de urgencias, pero ahora no pueden entrevistarse con ella porque ha inhalado mucho humo y le cuesta hablar. Garvey quizá ya ha cazado a su pirómano, pero no tiene forma alguna de construir un caso sólido. Habida cuenta del problema, la idea de que un asistente del laboratorio forense tenga el caso pendiente durante un tiempo —como por ejemplo, una década— es cada vez más atractiva para ambos inspectores. Así que en la autopsia de la mañana siguiente, si Garvey logra salir victorioso, él y McAllister regresarán a la oficina con la sincera esperanza de que si entrechocan los talones tres veces, el caso desaparecerá como por arte de magia.

Tal y como le han ido las cosas en los últimos meses, el mero hecho deque Rich Garvey piense algo así indica una cierta falta de fe, una ligera despreocupación por su propio destino. Porque dos semanas más tarde, la mujer del Union Memorial fallece por inhalación de humo y lesiones relacionadas; y dos días después, Garvey se presenta en la calle Penn y les asegura a los médicos que el caso corresponde a un homicidio. Así las cosas, puede cerrar el expediente y resolverlo, gracias a la providencial muerte de su única sospechosa. Después de todo, a un buen inspector jamás le avergüenza dar carpetazo burocrático a un caso peliagudo.

Con el incendio, son diez casos resueltos sobre diez desde el mes de febrero y el asesinato de Lena Lucas. Asesinatos por drogas, peleas de barrio, atracos, muertes por incendio imposibles de llevar a juicio… Eso no le importa a Rich Garvey, el hijo de puta más afortunado del turno de quince hombres de D'Addario. Aparentemente, el año perfecto como una fuerza de la naturaleza, sigue viento en popa.

SÁBADO 1 DE OCTUBRE

El inspector de homicidios sube y baja las escaleras de la calle North Durham en busca de un poco de cooperación, de una pizca de responsabilidad cívica.

—No vi nada —dice la joven del número 1615.

—Oí un golpe muy fuerte—dice el tipo del 1617.

El 1619 no contesta.

—Dios bendito —dice la señora del 1621—. No sé nada de eso

Tom Pellegrini sigue preguntando; casi para interesarse por el caso porque quiere encontrar un indicio a partir del cual a un inspector como él le importe un carajo la mancha de sangre que ha aparecido en mitad de la acera del bloque 1600.

—¿Estaba en casa cuando sucedió? —pregunta a otra chica, en la puerta del 1616.

—No estoy segura.

No está segura. ¿Cómo puede no estar segura? A Theodore Johnson le dispararon con una escopeta a quemarropa, le partieron por la mitad en el centro de una estrecha callejuela con dos hileras de casas adosadas a lado y lado. El ruido del tiro debió de llegar hasta la avenida North.

—¿No está segura de si estaba casa?

—Quizá estuviera.

No es mucho después de visitar el barrio entero, puerta a puerta. No es que Pellegrini pueda echarle la culpa a los vecinos por su reticencia a abrir la boca. En la calle se dice que el muerto era un camello local que dejó de pagar en el momento equivocado, y su proveedor acababa de dejarle claro a todo el mundo que con él no se juega. La gente que hay detrás de cada puerta tiene que vivir en la calle Durham, mientras que Pellegrini sólo es un turista ocasional.

Sin nadie remotamente parecido a un testigo, Pellegrini tiene un cuerpo en el callejón que va hacia la calle Penn y una mancha de sangre en el pavimento. También tiene un casquillo de escopeta, abandonado por el tirador en otro callejón a la vuelta de la esquina. Tiene una calle tan oscura que, para sacar las fotografías, le han pedido al vehículo de la unidad de emergencia que encienda los faros. Y dentro de una hora, Pellegrini tendrá a la hermana de la víctima, en el despacho de Jay Landsman, que intentará contarle al inspector un cuento sobre la gente que tal vez tuviera algo que ver con el tiroteo. Y Jay Landsman también tendrá dolor de cabeza.

Theodore Johnson se suma al recuadro blanco que ocupan Stevie Braxton y Barney Erely en la sala del café. Braxton, el chico con antecedentes de aquí a Alaska que encontraron apuñalado en la avenida Pennsylvania. Y Erely era el sin techo al que dieron una paliza hasta matarlo en la calle Clay. Son nombres escritos en tinta roja que cabalgan el tablero con la inicial de Pellegrini atada al cuello, las bajas de una campaña que dura un año, el tiempo que llevan con el asesinato de Latonya Wallace. Es una simple criba, así de sencillo. Pellegrini es capaz de vivir con eso a cuestas. Después de todo, tiene una niña de once años violada y asesinada, y ni Theodore Johnson ni un ajuste de cuentas entre traficantes realmente importa, en el balance final del universo. La muerte de hoy recibirá un par de miradas de atención de la unidad de homicidios, dos rondas de interrogatorios y algunos testigos renuentes, pero llegará un momento en que el inspector principal pondrá la careta en la bandeja de pendientes.

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