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Authors: David Simon

Homicidio (39 page)

—Y déjame decirte algo —dijo Fahlteich—. Tengo la sensación de que esto va a peor.

—Esto empeorará mucho más, seguro —convino Nolan—. Nos hemos dormido y ahora nos toca correr.

De repente, nadie mecanografía ni repasa información en la sala. Las voces compiten entre sí para recitar una letanía de quejas acumuladas. Sobre el equipamiento, los coches patrulla sin radio, un departamento policial de una gran urbe que aún no tiene una instalación propia de polígrafos para las investigaciones, lo cual obliga a los inspectores a utilizar las estatales. Se quejan de los recortes en las horas extra, de la reticencia del departamento para costear una buena labor de preparación del caso previa al juicio, para que los expedientes no se pasen meses quietos entre la detención y su llegada al tribunal. Se quejan de la falta de dinero para pagar a los informadores y, en consecuencia, de que no tienen informadores. Se quejan porque el laboratorio técnico y balístico no da abasto: la violencia lo supera en velocidad. Se quejan de que la oficina del fiscal ya no acusa a nadie de perjurio cuando mienten frente al gran jurado, y de que muchos fiscales permiten a los testigos desdecirse así como así. Se quejan de que cada vez hay más crímenes relacionados con el tráfico de drogas, y de que los días en que los casos eran pan comido y el porcentaje de casos resueltos ascendía al 90 por ciento ya se han terminado. También se quejan de que la gente ya no llama a la policía después de un asesinato: no quieren gastar dinero, perder tiempo o correr el riesgo de convertirse en un testigo de un crimen violento.

Es una sesión catártica de lo más satisfactoria. Después de más de cuarenta minutos, el grupo sigue dándole vueltas al tema.

—Mira lo que pasa en Washington —dice Brown—. Sólo están a menos de 50 kilómetros de aquí.

Para un policía, el destino más parecido al propio infierno era la unidad de homicidios del Distrito de Columbia. Washington iba camino de convertirse en la capital norteamericana del crimen en 1988. Dos años antes, ambas poseían porcentajes de criminalidad parejos y competían por la dudosa distinción de ser la décima ciudad más violenta del país. Ahora, con la epidemia de cocaína y una serie de guerras entre narcotraficantes jamaicanos en los cuadrantes noreste y sureste de la capital, el departamento de policía del distrito se enfrentaba a una tasa de homicidios que doblaba la de Baltimore. En consecuencia, la brigada de homicidios de Washington —que una vez se contó entre las unidades de investigación mejor entrenadas de la nación— obtenía ahora un porcentaje de casos resueltos que rozaba el 40 por ciento. Hundidos en un diluvio de violencia, los agentes no tenían tiempo de profundizar en los casos, ni de preparar los expedientes cuando iban a juicio, ni de hacer nada excepto recoger cadáveres y varios a la morgue lo más rápido posible. Por lo que los inspectores de Baltimore pillaban de las conversaciones y encuentros casuales con los policías de la unidad de Washington, la moral de la brigada de la capital estaba por los suelos.

—Y nos pasará lo mismo y a nadie le importará una mierda— dijo Brown—. Esperad a que vengan los del crack por aquí. Ya están empezando los problemas con los jamaicanos en la zona noroeste, pero ¿a quién le importa? A nadie. Esta ciudad se partirá en pedazos y cuando suceda, este departamento no tendrá ni idea de por qué.

Fahlteich señaló que, en cierto modo, la unidad de homicidios era su peor enemigo:

—Cada año les damos un porcentaje que está por encima de la media así que piensan que podemos ir tirando con los medios que nos dan.

—Exacto —corrobora Nolan.

—Así que, cuando vamos y les pedimos más investigadores y mejores coches, o material o entrenamiento o lo que sea, los jefes miran el porcentaje y dicen: «Una mierda, no necesitan nada más que lo que les dimos el año pasado».

—Hemos trampeado con miserias durante tanto tiempo que ahora nos está explotando en la cara —dijo Nolan—. De verdad, si tenemos dos noches más como esta, no saldremos nunca del agujero.

—Si no vamos a salir de todos modos —salta Fahlteich—. Tendremos suerte si llegamos a superar el 60 por ciento.

—Pues si no lo logramos, no se van a conformar con el teniente —dijo Ed Brown—. Harán limpieza de la buena, y muchos de los que están aquí se encontrarán de patitas en la calle.

—Por supuesto—asiente Fahlteich.

—Creo que este podría ser el año —dice Nolan con una débil sonrisa— en que toquemos fondo.

La sala queda sumida en el silencio.

Eres un ciudadano de una nación libre. Vives en un país con libertades civiles y cometes un crimen violento después del cual eres arrestado, llevado a una comisaría de policía y depositado en una antesala claustrofobia con tres sillas, una mesa y ninguna ventana. Allí te quedas durante una media hora hasta que un inspector de policía —un hombre al Que no has visto nunca, un hombre que de ningún modo podrías confundir con un amigo— entra en la habitación con unas cuantas hojas de papel rayado y un bolígrafo.

El inspector te ofrece un cigarrillo, no de los que tú fumas, y empieza un monólogo ininterrumpido cuyos meandros se alargan hasta la media hora o incluso más allá, pero que siempre va a terminar en un lugar común: «
Tiene usted absoluto derecho a permanecer en silencio
».

Por supuesto que lo tienes. Eres un delincuente. Los delincuentes siempre tienen derecho a permanecer en silencio. Al menos por una vez en tu miserable vida te has pasado una hora frente a una pantalla de televisión escuchando esa rutina de poli televisivo. ¿Es que te crees que Joe Friday
[3]
te mintió? ¿Es que crees que Kojak se inventaba toda esas chorradas? Ni hablar, colega, estamos hablando de libertades sagradas, en especial la protección que da la puta Quinta Enmienda contra la posibilidad de que te incrimines, y eh, si hasta Oliver North se acogió ella, ¿quién te crees que eres tú para ir e incriminarte a las primeras de cambio? Entérate de una vez: un inspector de policía, un empleado del gobierno, que cobra por meterte en la cárcel, te está explicando que tienes el derecho absoluto a cerrar el pico antes de que digas una idiotez.

«Cualquier cosa que diga o escriba podrá ser usada en su contra ante un tribunal.»

Tío, colega, despierta de una puta vez. Que te están diciendo que hablar con un policía en una sala de interrogatorios sólo puede causarte problemas. Si pudiera beneficiarte en algo, ¿no te parece que sería lo primero que te dirían? Se pondrían delante de ti y te dirían que tienes derecho a no preocuparte por nada porque todo lo que digas o escribas en ese condenado cubículo va a usarse en tu favor en un tribunal. No, tío, lo mejor que puedes hacer es callarte. Callarte ahora mismo.

«Tiene derecho a hablar con un abogado en cualquier momento, antes de cualquier interrogatorio, antes de contestar ninguna pregunta o durante cualquier pregunta.»

Y hablando de cosas útiles, ahora el mismo tío que te quiere arrestar por violar la paz y la dignidad del Estado te dice que puedes hablar con un profesional en leyes, un abogado que se ha leído la parte que toca del Código Anotado del Estado de Maryland, o que al menos puede hacerse con unos apuntes que lo resuman. Y, seamos sinceros, amigo, te acabas de cargar a un borracho en un bar de la avenida Dundalk, pero eso no te convierte en neurocirujano. Acepta toda la ayuda que te ofrezcan.

«Si quiere un abogado y no puede permitírtelo no se le formulara ninguna pregunta y se solicitará al tribunal que le asigne un abogado de oficio.»

Traducción: eres un sin techo. A los sin techo no les cobramos.

En este punto, si te funcionan ambos hemisferios cerebrales, deberías saber que esto no es tu especialidad, y que nunca acertarías las respuestas si esto fuera un concurso. Por cincuenta dólares ¿qué tal una pregunta del tema «Abogados de derecho penal y sus clientes», Alex?

Uau, colega, no vayas tan rápido.

—Antes de que empecemos, déjame repasar el papeleo —dice el inspector, que saca una Explicación de derechos, el formulario 69 del DPB, y la acerca por encima de la mesa.

«EXPLICACIÓN DE DERECHOS», dice el título de la página en enormes mayúsculas. El detective te pide que rellenes tu nombre, dirección, dad y estudios, luego la fecha y la hora. Una vez has terminado, te pide que leas la siguiente sección. Empieza diciendo: «POR LA PRESENTE SE INFORMA DE:».

—Lee el número uno —dice el inspector—. ¿Comprendes lo que quiere decir el número uno?

«Tiene el absoluto derecho a guardar silencio.»

Sí, lo entiendes. Esto ya lo me lo has dicho antes.

—Entonces escribe tus iniciales junto al número uno. Ahora lee el número dos.

Y así también los siguientes, hasta que has inicializado todos los componentes de la advertencia Miranda. Terminado eso, el detective te dice que firmes en la línea siguiente, la que hay justo debajo de la frase que reza: «He leído la explicación de mis derechos y la entiendo por completo».

Firmas con tu nombre y se reemprende el monólogo. El detective te asegura que te ha informado de tus derechos porque quiere que estés protegido por ellos, porque no hay nada que le preocupe más que ayudarte todo lo posible en este momento tan estresante y confuso de tu vida. Si no quieres hablar, te dice, no pasa nada. Y si quieres un abogado estás en tu derecho, porque él personalmente ni conocía ni era pariente del tipo al que pinchaste y, además, va a sacarse seis horas extra pagadas no importa lo que hagas. Pero quiere que sepas —y lleva mucho más tiempo haciendo esto que tú, así que más vale que le creas— que tu derecho a guardar silencio y a que tu abogado esté presente no son tan maravillosos como todo el mundo cree.

Míralo de este modo, dice, reclinándose en su silla. Una vez llames a tu abogado, hijo, no podremos hacer nada por ti. No, señor, tus amigos en la unidad de homicidios de la ciudad van a tener que dejarte encerrado en esta habitación totalmente solo, y la siguiente autoridad que Se mirará tu caso será un chupasangres con traje y corbata, un fiscal sin Piedad de la unidad de crímenes violentos que tendrá el título oficial de asistente del fiscal del Estado para la ciudad de Baltimore. Y que Dios te ampare entonces, hijo, porque un cabrón implacable como ese tendrá a un mecánico de O'Donnell Heights como tú a medio camino de la cámara de gas antes de que hayas podido abrir la boca. El momento de hablar es ahora, ahora mismo mientras tenga aquí papel y bolígrafo sobre la mesa, porque, una vez yo me marche de esta habitación, tu última oportunidad de contar tu versión de la historia habrá desaparecido tendré que escribirla tal y como parece. Y tal y como parece ahora es un puto asesinato en primer grado. Asesinato en primer grado, señor mío, que es algo que, cuando a uno se lo meten por el culo, duele mucho más que un asesinato en segundo grado, o quizá incluso homicidio. Lo que digas aquí y ahora podría marcar la diferencia, colega. ¿He mencionado que Maryland tiene cámara de gas? Es enorme, la cabrona, y está en la penitenciaria de la calle Eager, a menos de veinte manzanas de aquí. De verdad que no quieres llegar a verla de cerca, muchacho.

Un débil y tembloroso sonido de protesta emerge de tus labios, y el detective se repantiga en su silla, negando con tristeza con la cabeza.

¿Cuál es tu problema, hijo? ¿Crees que te estoy mintiendo? Eh, ni siquiera necesito molestarme con los detalles. Tengo tres testigos en otras tres habitaciones que dicen que eres el hombre que busco. Tengo un cuchillo que hemos recuperado de la escena del crimen que está camino del laboratorio de abajo para que busquen huellas. Tengo la sangre que te ha salpicado en las Air Jordán que te hemos quitado hace diez minutos. ¿Por qué coño crees que te las quitamos? ¿Acaso te parezco el tipo de tío al que le gusta ponerse las deportivas de los demás? Coño, claro que no. Están llenas de sangre y creo que los dos sabemos de que grupo sanguíneo va a resultar ser esa sangre. Eh, colega, sólo he venido a ver si hay algo que quieras decir en tu favor antes de que lo escriba todo.

Tú dudas.

Oh, dice el inspector. Quieres pensártelo un poco. Bueno, piénsatelo todo lo que quieras, amigo. Mi capitán está justo afuera, en el pasillo, y ya me ha dicho que te acuse del puto primer grado. Por una vez en tu vida de mierdecilla alguien te está dando una oportunidad, y resulta que eres demasiado tonto para aprovecharla. ¡Qué coño, sí, piénsatelo y diré a mi capitán que se relaje durante diez minutos! Al menos puedo hacer eso por ti. ¿Quieres un poco más de café? ¿Otro cigarrillo?

El inspector te deja solo en esa habitación pequeña y sin ventanas. Sólo tú y el papel en blanco, el formulario 69 y… asesinato en primer grado. Asesinato en primer grado con testigos y huellas y sangre en tus Air Jordán. ¡Joder, ni siquiera te diste cuenta de que tenías sangre en las putas bambas! Asesinato, señor. En puto primer grado. ¿Cuántos años? Empiezas a preguntarte, ¿cuántos años me caerían por homicidio involuntario?

Mientras tanto, el hombre que quiere meterte en la cárcel, el hombre que no es tu amigo, vuelve a la habitación y te pregunta si el café está bien.

Sí, dices, el café está bien, pero ¿qué pasa si quiero un abogado?

El detective se encoge de hombros. Pues que te lo traemos, dice. Y entonces yo salgo de la habitación y redacto los documentos para la acusación de asesinato en primer grado y tú no puedes decir nada al respecto. Mira, colega, te estoy dando una oportunidad. Él se echó sobre ti, ¿verdad? Estabas asustado. Fue en defensa propia,

Abres la boca para hablar.

Se echó sobre ti, ¿verdad?

—Sí —aventuras a decir cautelosamente—. Se echó sobre mí.

Eh, dice el inspector, levantando ambas manos. Espera un minuto. Si vamos a hacer esto, hagámoslo bien. Tengo que encontrar tu formulario de derechos. ¿Dónde está el puto formulario? Ese jodido papel es como los policías: nunca está cerca cuando lo necesitas. Aquí está, dice, empujando la explicación de derechos hacia ti por la mesa y señalándote un texto al final. Lee eso, te dice.

«Estoy dispuesto a contestar preguntas y no quiero un abogado en este momento. Mi decisión de contestar preguntas sin un abogado presente es un acto libre y voluntario por mi parte.»

Conforme lees, abandona la habitación y regresa un momento después con un segundo inspector como testigo. Firmas al final del formulario, igual que los dos inspectores.

El primer inspector levanta la vista del formulario, su rostro expresando pura inocencia.

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