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Authors: David Simon

Homicidio (37 page)

—¿Sabía que mantenía relaciones con Lena Lucas?

No quedó claro si la noticia afectó o no a la mujer; admitió que el matrimonio había pasado por algunas dificultades hacía poco. Pero no hizo ningún esfuerzo por proporcionarle una coartada a su marido la noche de autos. Y al día siguiente, los responsables de turno en Sparrows Point dijeron a los inspectores que Frazier no se había presentado a trabajar dos días antes de los asesinatos.

Entonces, la noche anterior, Frazier había telefoneado a la unidad de homicidios preguntando por Garvey. Afirmó que tenía información sobre el asesinato de Lena y que quería ver al responsable del caso. A medianoche, aún no había llegado y Garvey se fue a su casa. Una hora más tarde, Frazier apareció en la garita de seguridad del garaje de la oficina de homicidios y solicitó hablar con un inspector. Rick Requer habló con él lo suficiente como para decidir que Frazier se había colocado hasta las cejas, y a juzgar por sus pupilas, que bailaban una samba boliviana, probablemente había elegido cocaína para hacerlo. Requer llamó a Garvey a su casa, y los dos hombres estuvieron de acuerdo en que no servía de nada entrevistarle en esas condiciones. Que volviera cuando estuviera sereno.

Sin embargo, antes de largarse, Frazier le preguntó a Requer algo que le pareció curioso:

—¿Sabe si la apuñalaron y dispararon?

Tal vez oyó que lo contaban en la calle. Tal vez no. Requer escribió un informe para Garvey en el que consignó la pregunta.

Ahora, al volver a la central, Frazier no sólo es consciente de donde está, sino que también parece sinceramente curioso por la muerte de su novia. Durante la hora y media que dura el interrogatorio de Garvey y Kincaid, hace tantas preguntas como las que responde y aporta voluntariamente bastante información. Reclinado en la silla, balanceándose vez que estira las piernas, Frazier les dice a los investigadores que, aunque está casado y tiene otra amante, que vive en los bloques Poe Homes, hacía un tiempo que se veía con Lena Lucas. También afirma se llevaban muy bien y que él quiere saber, tanto o más que ellos, quién la mató y se llevó su cocaína del armario de la habitación.

Sí, admite que Lena solía guardar su cocaína en el apartamento de la calle Gilmore. En ese armario, en un bolsito metido en arroz. La familia de Lena ya le ha dicho que los que la mataron se llevaron también su mercancía.

Pues sí, traficaba con cocaína y un poco de heroína también, cuando no trabajaba en la planta de Sparrows Point. No iba a mentir sobre eso. Vendía lo suficiente como para ganarse la vida. La mayoría de sus clientes estaban en los bloques y las casas de Poe Homes, pero tampoco es que se pasara la vida allí.

Claro que tenía una pistola, del calibre 38, pero ni siquiera estaba cargada. La guardaba en casa de la otra chica, su amiguita de la calle Amity. Ella la tenía, y allí estaba el arma.

Había oído lo que le había pasado al padre de Vincent, sí. No conocía a Purnell Booker, pero en la calle se rumoreaba que habían utilizado la misma pistola para los dos crímenes. Era cierto que Vincent había trabajado para él un tiempo, traficando con las drogas que él le suministraba. Pero el chico la liaba con la pasta, y también tenía la mala costumbre de chutarse todo lo que ganaba, así que Frazier había dejado de utilizarlo.

Sí, Vincent tenía acceso al apartamento de Lena. De hecho, Frazier solía mandarle que subiera a por la mercancía, o bolsitas, o para que cortara la droga. Lena le dejaba pasar porque sabía que trabajaba para él.

Garvey se concentra en el plato fuerte del interrogatorio.

—Frazier, dime lo que recuerdes de esa noche.

También aquí el tipo es más que generoso con lo que sabe, ¿y por qué no? Después de todo, él vio a Lena viva el sábado, la tarde antes de la noche en que murió. Pasó un rato con ella en el apartamento de la calle Gilmor. El sábado estuvo toda la noche a unos diez bloques, en la calle Amity, en casa su nueva amante. Celebraron una fiestecita con varios amigos: Langosta, cangrejos, maíz y bebida. Estuvo allí toda la noche, desde las siete o las ocho de la tarde. Durmió allí y se fue por la mañana. Se pasó por casa Lena camino al trabajo ese día, vio que la puerta principal del bloque estaba abierta, y llamó al interfono. Llegaba tarde, así que, cuando Lena no contestó, se fue. Esa tarde la llamó un par de veces por teléfono, y tampoco obtuvo respuesta. Al anochecer, la policía ya estaba allí y habían descubierto el crimen.

Garvey le pregunta quién puede confirmar su paradero el domingo por la noche.

Nee-Cee. Denise, su nueva chica. Estuvo con ella en el apartamento de la calle Amity toda la noche. Y por supuesto, la gente que había en la fiesta le vio allí. Pam, Annette, un par más.

Aquí, Frazier se detiene un momento y le echa un cable al bueno de Vincent Booker, que, según parece, también apareció por la concurrida fiesta, en el momento álgido. Llamó a la puerta poco después de diez de la noche para hablar con Frazier. Los dos hombres charlaron el rellano durante unos minutos. Frazier se dio cuenta de que el chico estaba hecho un flan y tenía la cara desencajada. Le preguntó qué le pasaba, pero Vincent le ignoró y le pidió cocaína. Frazier le preguntó si llevaba dinero encima y el chico dijo que no.

Entonces Frazier le dijo que, si no tenía más cuidado con el dinero no había drogas. En ese momento, según recuerda, Vincent salió en estampida.

Se acerca el final del interrogatorio, y Frazier ofrece una última observación sobre Booker:

—No sé cómo estaban las cosas entre él y su padre, pero desde que descubrieron su muerte, a Vincent no lo veo precisamente destrozado por el dolor.

—¿Crees que Vincent se acostaba con Lena?

A Frazier le sorprende la pregunta.

—No, no que yo sepa —responde.

—¿Vincent sabía dónde guardaba Lena la droga?

—Sí, lo sabía —dice Frazier.

—¿Estarías dispuesto a pasar por la prueba del detector de mentiras?

—Supongo. Si quieren.

Garvey no sabe qué pensar. A menos que Vincent estuviera liado con Lena Lucas, nada explica el hecho de que estuviera desnuda, ni el montón de ropa al pie de la cama. Por otra parte, no hay ninguna conexión clara entre Frazier y el padre de Booker, aunque esta claro que ambos crímenes se cometieron con la misma pistola y por el mismo asesino.

El inspector sigue durante un rato más, pero no se puede hacer mucho cuando un tipo contesta todas las preguntas que le planteas. Como acto de buena fe, Garvey le pide a Frazier que entregue su pisto calibre 38.

—¿Aquí? —pregunta Frazier.

—Sí, tráenosla.

—Me van a empapelar.

—No presentaremos cargos. Te doy mi palabra. Asegúrate de que la pistola está descargada y tráenosla para que podamos echarle un vistazo.

Aunque es reticente, Frazier acepta.

Al final del interrogatorio, Garvey recoge su libreta de notas y acompaña a Frazier hasta la salida.

—Pues muy bien, muchas gracias por venir.

El hombre asiente, sostiene el pase de visitante, de color amarillo, que le han entregado al pasar por la seguridad del edificio.

—Esto…

—Dáselo al guardia que estará en la puerta, cuando salgas por el garaje.

Garvey acompaña a su testigo hasta los ascensores y se para un momento cerca de la máquina de agua. Casi como si acabara de ocurrírsele, le dice a Frazier algo a medio camino entre la advertencia y la amenaza:

—¿Sabes, Frazier? Si algo de lo que me acabas de contar no encaja, mejor nos lo dices ahora —dice Garvey, mirando al otro impasible—. Porque si has intentado colárnosla, va a ser peor para ti cuando nos enteremos.

Frazier le escucha, y sacude negativamente la cabeza.

—Le he dicho todo lo que sé.

—De acuerdo —dice Garvey—. Nos veremos pronto.

El hombre cruza brevemente la mirada con el inspector y luego se gira para desaparecer por el pasillo. Sus primeros pasos son cortos, de movimientos inciertos, pero luego va ganando velocidad y ritmo hasta que vuelve a deslizarse, cadera y hombro, hombro con cadera, alejándose a toda máquina. Para cuando llega al aparcamiento de la central, Robert Frazier ya está listo para comerse la calle.

JUEVES 3 DE MARZO

D’Addario pasa página tras página de un grueso expediente mientras su voz desgrana con monotonía el repaso de novedades matutinas:

—…le buscan en conexión con un homicidio en Fairfax, Virginia. Si alguien tiene información sobre los sospechosos o el vehículo, que llame al departamento de Fairfax. El número de teléfono está en el aviso…

—¿Qué viene después? —dice el teniente, revisando un documento recién impreso—. Ah, sí, otro aviso de Florida… No… Un momento, un momento. Esto llegó hace tres semanas.

—A ver, una última cosa… A raíz de una inspección, nos han informado de que hay que consignar el número de las tarjetas de crédito de la gasolina en los informes, aunque no las hayáis utilizado.

—¿Para qué? —pregunta Kincaid.

—Necesitan el número de la tarjeta de crédito.

—¿Por qué?

—Son las normas.

—¡Jesús!, ahí van veinte años de pensión —bromea Kincaid asqueado.

D'Addario hace callar las risas.

—El coronel quiere hablar con vosotros.

Vaya, piensan todos los policías de la sala, la mierda ha llegado al ventilador. Dick Lanham, el comandante del departamento de investigación criminal, apenas se dirige a ninguna brigada en especial ni menciona casos concretos. Para eso creó Dios a los capitanes y a los tenientes y a los inspectores jefe. Pero el porcentaje de resolución de casos se está desplomando, y eso pone muy nerviosos a los coroneles.

—Sólo serán unas palabras —empieza Lanham, mirando a los presentes— para deciros que tengo la más absoluta confianza en esta unidad… Sé que ha sido una temporada muy difícil para todos vosotros. De hecho, este año ha sido muy duro en general, pero esto no es nada nuevo en esta unidad, y no tengo ninguna duda de que sabréis recuperaros.

Los inspectores mueven los pies, incómodos, y se miran la punta de los dedos. Lanham sigue con su cháchara positiva, caminando con habilidad por la frontera entre la alabanza y el reconocimiento explícito de una desagradable verdad, que nadie en la sala ignora: a la unidad de homicidios del Departamento de Policía le Baltimore le están dando una buena paliza.

No se refiere al caso de Latonya Wallace o ni siquiera al asunto de la calle Monroe, que son investigaciones tan abiertas como las puertas de una iglesia. Al menos en ambos casos, el departamento puede afirmar que reaccionó a tiempo, invirtió horas y hombres en la investigación y la búsqueda de sospechosos. Lanham, que quiere dorarles a píldora, los saca a relucir.

—Cualquiera que conozca esos casos sabe que os habéis deja piel —dice a los allí reunidos.

Tampoco se trata de los artículos que llenan los periódicos mañana, en los que la NAACP había dirigido una carta a la oficina del alcalde criticando al Departamento de Policía de Baltimore por no reducir la tasa de agresiones racistas y —una acusación formulada sin las menores pruebas— por ser muy lentos en la resolución de los casos con victimas afroamericanas.

—No voy a deciros lo que pienso de esas alegaciones —asegura el coronel a sus hombres.

—Pero la verdad es que —dice, dando un giro a su discurso— el porcentaje de casos cerrados es muy bajo, y a menos que os proporcionemos ayuda, nos costará mucho recuperar el tiempo perdido. Especialmente si tenemos otra noche como la de ayer… Sobre todo, hay que resolver esos malditos asesinatos de mujeres en el noroeste.

La sala se agita, intranquila.

—Después de hablar con el capitán, hemos decidido que bajarán algunos hombres extra del sexto piso para trabajar con los inspectores principales de cada caso. Quiero que os quede claro que confiamos plenamente en vosotros y en los responsables de cada caso, y que esto sólo es una inyección puntual para que podáis salir adelante.

—Por lo menos —termina el coronel, intentando acabar con una nota positiva— estáis mejor que en Washington.

Luego hace una seña a D'Addario, que abre la puerta a los supervisores de las secciones de robo y delitos sexuales.

—¿Es todo? —dice D'Addario—. Teniente, ¿algo que añadir? ¿Joe? Bueno, pues todo claro.

El pase de revista ha terminado y el turno de día de la unidad de homicidios se disgrega en pequeños corrillos de inspectores y agentes. Unos se pelean por los Cavalier, otros se dirigen a los juzgados, y algunos se quedan charlando y bromeando frente a la máquina de café. Es un día como otro cualquiera, pero todos los hombres del turno de D'Addario son conscientes de que han tocado fondo.

El porcentaje de casos resueltos —asesinatos que terminan en detención del sospechoso— está en el 36 por ciento y sigue bajando, una estadística que ni siquiera empieza a describir la amenaza que se cierne sobre Gary D'Addario y su equipo. El tablero que hizo que Su Eminencia se preocupara hace seis semanas ha seguido llenándose con casos abiertos, y los nombres de las víctimas escritos en rojo están apuntados en el lado del muro que pertenece a D'Addario. De los veinticinco homcidios que llevan las tres brigadas de Dee, sólo han resuelto cinco. En cambio, el turno de Stanton ha cerrado diez casos de dieciséis.

Por supuesto, hay muchas razones para cualquier variación estadística, pero en el análisis final, lo único que importa para los jefes es que los inspectores de Stanton saben quién ha matado a sus víctimas, y de D’Addario no. No sirve de nada explicar que tres quintas partes de los casos de su turno están relacionados con las drogas, mientras que siete de los que han resuelto los hombres de Stanton se deben a casos de violencia doméstica u otras peleas por el estilo. Tampoco vale la pena aclarar que dos o tres expedientes se quedaron colgados para destinar más agentes al caso de Latonya Wallace, ni tampoco que Dave Brown ha emitido una orden de busca y captura por uno de los asesinatos de Milligan, mientras que Garvey tiene muchas posibilidades de solucionar tanto el caso Lucas como la muerte de Purnell Booker.

Todo eso son notas al pie. A nadie le importa un carajo el análisis metódico, el comentario talmúdico de los casos del tablero cuando se trata del sacrosanto porcentaje de casos resueltos. La verdadera ortodoxia de cualquier departamento moderno de policía descansa en la adoración de las estadísticas, sin ningún tipo de vergüenza o arrepentimiento. Los capitanes ascienden a comandantes, y luego de coroneles pasan a comisionados adjuntos cuando los números son satisfactorios pero cuando no lo son, los jefes se atascan como un desagüe de alcantarilla que traga mal. Y según esta verdad inmutable, por la que se rigen todos los que están por encima del rango de inspector jefe, D'Addario está de mierda hasta el cuello. No sólo porque su porcentaje de casos resueltos es bajo en comparación al de Stanton, sino porque es bajo en relación con lo que se espera del departamento.

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