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Authors: David Simon

Homicidio (17 page)

O que Donald Worden, caminando por una calle vacía en East Baltimore después de un tiroteo con muertos, coloque su mano en el capó de un coche aparcado entre otros veinte vehículos y sienta aún el calor del motor, señal de que en el coche había gente que ha huido para no ser identificados como testigos. Se encoge de hombros y dice que en la ventana trasera había condensación. «Y estaba aparcado un poco torcido, en la curva, como si el conductor lo hubiera dejado allí con prisas.»

Tampoco el veterano del turno de Stanton, Donald Steinhice, pudo dejar la habitación de una mujer que colgaba, ahorcada, del techo, hasta que se convenció de que se había quitado la vida. Había un detalle que le inquietaba, y se quedó sentado mirando la sombra de la pobre mujer durante media hora, contemplando las zapatillas, caídas al suelo bajo sus pies. La izquierda está debajo del pie derecho, y viceversa. ¿Llevaba las zapatillas mal puestas? ¿O alguien las colocó así, el presunto culpable que quiere fingir que fue un suicidio?

—Era lo único que, durante un buen rato, me sacó de quicio de esa escena, —recuerda—, hasta que pensé en cómo debió de quitarse las zapatillas.

Steinhice imaginó cómo la mujer cruzó las piernas, para pasar la punta de una zapatilla hasta el talón de la otra, y sacársela por detrás. Un gesto habitual, que haría caer las zapatillas tal y como estaban, en lados opuestos.

—Después de eso, ya me podía ir tranquilo —dice.

VIERNES 5 DE FEBRERO

Es una mañana clara y soleada de invierno, y los reclutas de la academia no tienen ningún mal presentimiento mientras avanzan por el callejón trasero de las casas adosadas de la avenida Newington. Se arrasan por los rincones, husmeando entre la basura, y les parece que es una callejuela como otra cualquiera.

Están enfundados en sus uniformes de color caqui, los de la división de entrenamiento y educación, y la clase de treinta y dos aspirantes a policías empieza su segundo día en la investigación del caso de Latonya Wallace. Están desplegados por el callejón, los patios traseros y jardines de cada casa del bloque entre Newington y Whitelock, Park y Callow. Buscan en cuadrantes de centímetros, sólo pisan las zonas que ya han revisado, señalan cada elemento con gran cuidado y lo analizan con largas deliberaciones.

—Id muy despacio. Comprobad cada centímetro de la parcela que os haya tocado —les ordena Dave Brown—. Si encontráis algo, cualquier cosa, no lo mováis ni lo toquéis. Avisad a un inspector inmediatamente.

—Y no tengáis miedo de preguntar —añade Rich Garvey—. No hay preguntas estúpidas. O por lo menos hoy fingiremos que no las hay.

Antes, cuando Garvey ha visto la clase bajarse de un autobús del departamento mientras su instructor los contaba, se ha preocupado un poco. Un rebaño de reclutas sueltos en una escena del crimen es caldo de cultivo para lo que a policías y militares les gusta denominar «cagada en serie». Frente a Garvey bailaban imágenes de cadetes encantados de conocerse, pisando huellas de sangre y empujando pruebas hacia las alcantarillas. Por otra parte, la razón le decía que con treinta y dos personas entregadas a la causa se podía cubrir mucho terreno, y a estas alturas, el caso de Latonya Wallace necesitaba toda la ayuda posible.

Una vez los dejan sueltos en el callejón, los reclutas se muestran genuinamente interesados, lo cual no es nada sorprendente. La mayoría se dedica a la labor con celo y dedicación, escudriña los cubos de basura y las hojas muertas con el fervor y la devoción de los recién convertidos. Es todo un espectáculo, y Garvey se pregunta qué otra fuerza de la naturaleza podría haber convencido a treinta agentes veteranos para que gatearan con el cuello hundido en mierda en un callejón de Reservoir Hill.

Los inspectores dividen a los reclutas en parejas y les asignan un patio trasero a cada uno, tanto en el número 700 de la avenida Newington como en las avenidas Park y Callow, que forman el límite este y oeste del bloque donde encontraron el cuerpo de la niña. No hay patios ni áreas abiertas en la zona norte del bloque, la que da a la calle Whitelock. Allí sólo hay un almacén de ladrillo que llega hasta el callejón. La búsqueda dura más de una hora, y los reclutas encuentran tres cuchillos de carne, uno más pequeño, de mantequilla, y otro para pelar fruta y patatas. Todos están cubiertos de herrumbre, más de la que se acumula en el arma de un crimen en una sola noche. También recogen una cosecha abundante de jeringuillas hipodérmicas, un objeto habitualmente desechado por la ciudadanía local y que no es de interés para los inspectores de este caso. La colección incluye peines, gomas de pelo alguna que otra prenda de ropa y un zapato de crío, pero ninguno relacionados con el crimen. Un recluta emprendedor descubre una bolsita de plástico en el patio trasero del número 704, con un líquido amarillento.

—Señor, ¿es importante? —pregunta, plantando la bolsa en las narices del inspector.

—Eso parece una bolsa de orina —decreta Garvey—. Puede dejarla en el suelo cuando quiera.

No encuentran el pequeño pendiente dorado en forma de estrella que perteneció a la niña. Tampoco detectan ningún rastro de sangre, la única pista que los conduciría hasta el lugar del crimen, o al menos en dirección al sitio desde donde trajeron el cuerpo hasta el número 718 de la avenida Newington. En la acera donde descubrieron a la niña la mañana antes quedan pequeñas manchas de sangre coagulada, pero ni los inspectores ni los reclutas localizan ni una gota más en las cercanías del callejón. La gravedad de las heridas de la víctima y el hecho de que la transportaron hasta el callejón envuelta solamente en su gabardina roja casi garantizaría que el asesino debió dejar un reguero de sangre, pero la suave lluvia que cubrió la ciudad desde el miércoles a última hora hasta el jueves por la mañana se ha encargado de borrar ese rastro.

Mientras los cadetes siguen buscando, Rich Garvey vuelve a recorrer el patio trasero del número 718 de la avenida Newington. Mide unos tres metros y medio por otros doce de largo, es casi todo de cemento y una de las pocas parcelas traseras que tiene una cerca de cadenas. En lugar de arrojar el cuerpo de la niña en el callejón comunitario, o en uno de los patios cercanos más accesibles, el asesino se tomó la inexplicable molestia de abrir la puerta trasera y acarrear el cuerpo a través del patio hasta la parte posterior del número 718. El cadáver estaba a un par de metros de la puerta de la cocina, a los pies de una escalera de incendios metálica que va desde el tejado del edificio hasta los patios traseros.

No tiene sentido. Podría haberla dejado tirada en cualquier parte de la callejuela, ¿para qué iba a arriesgarse a cruzar el patio vallado de una casa habitada? ¿Quería que la encontraran pronto? ¿Desviar las sospechas hacia la pareja mayor que vive en el 718? ¿O es que en el último momento sintió un perverso ataque de remordimiento, un vago impulso de humanidad que le llevó a dejar el cuerpo en el recinto de un a salvo de los perros y los gatos callejeros y de las ratas que son dueñas de Reservoir Hill?

Garvey mira hacia el extremo opuesto del patio, donde la parte traerá de la cerca se une con el acceso comunitario, y repara en algo que grilla en el suelo, detrás de una lata vieja y destrozada. Se acerca y descubre un pequeño trozo de tubería, de unos quince centímetros, que levanta con cuidado, sosteniéndolo por una punta. Lo observa a contraluz. En el interior del tubo hay una espesa masa de lo que podría ser sangre coagulada, así como una hebra oscura de pelo humano. El tubo parece formar parte de una maquinaria mayor. Por un momento, Garvey se obliga a preguntarse si este objeto es el causante del desgarro vaginal. El inspector entrega la tubería a un técnico del laboratorio, que lo precinta y lo guarda.

Un cámara de televisión, uno de los que están merodeando por la avenida Newington esa mañana, observa el intercambio y se acerca desde el otro lado de la calle.

—¿Qué era eso?

—¿El qué?

—Ese trozo de metal que ha recogido.

—Mira —dice Garvey, poniéndole la mano en el hombro al periodista—. Nos haces un favor y no lo sacas, ¿de acuerdo? Podría ser una prueba, pero si lo emites, nos jodes. ¿Está claro?

El reportero asiente.

—Gracias. De verdad.

—No hay problema.

La presencia de las cámaras en la avenida Newington esa mañana —una por cada una de las tres cadenas de televisión afiliadas que hay en Baltimore— es, de hecho, el otro motivo de la presencia de los reclutas en la búsqueda. Gary D'Addario, el teniente de Garvey, comprendió rápidamente cuáles eran las prioridades de los altos mandos durante las primeras horas de la investigación, cuando su capitán se aventuró fuera de los despachos administrativos para sugerir a los inspectores que mantuvieran un perfil alto en el caso de Reservoir Hill. Quizá, dijo, se podría hacer algo con la tele. D'Addario contiene su indignación a duras penas. El caso de Latonya Wallace acababa de empezar y los jefes ya querían que sus hombres hicieran el tonto para los medios de comunicación. Respondió con su habitual falta de diplomacia:

—Preferiría que trabajaran en el caso.

—Claro, claro —dijo el capitán, entre enfadado y avergonzado—. Tampoco quiero que pierdan el tiempo, no es eso lo que quería decir.

El breve intercambio tuvo lugar en la central de homicidios, y varios inspectores de D'Addario lo oyeron y se lo contaron a los demás Antes de que terminara la jornada, muchos de los hombres destinados a ambos turnos estaban convencidos de que D'Addario, bastante caliente por su expulsión de la investigación de la calle Monroe, se había buscado problemas innecesariamente desafiando a un superior. Aun si la cooperación de los cadetes de la división de educación y entrenamiento iba acompañada de una ronda de llamadas a las televisiones, la batida no había sido tan mala idea; los jefes se habían lucido con cosas mucho peores. Y sobre todo, el capitán era un capitán, y D'Addario sólo teniente, y si el caso terminaba mal, eran los responsables de menor rango los que cargaban con las culpas. Como responsable de turno, a D'Addario podrían crucificarlo a gusto si el caso de Latonya Wallace no se resolvía.

Ahora que el alto mando le había dejado solo, D'Addario depositó su confianza —y posiblemente, según algunos, su carrera— en manos de Jay Landsman, el hombre que, a pesar de sus impulsos cómicos y su lenguaje soez, era el inspector jefe más veterano y experimentado de la unidad de homicidios.

A sus treinta y siete años, Landsman era el último de una larga estirpe: su padre se había jubilado con el rango de teniente y comisionado en funciones del distrito Noroeste. Era el primer oficial judío que había hecho carrera en un cuerpo donde predominaban los irlandeses. Su hermano mayor, Jerry, había dejado la unidad un año antes y se había licenciado como teniente después de veinticinco años de servicio. Jay Landsman se enroló en la policía porque su padre también había sido policía, y la tradición familiar le permitió salir de la academia con el conocimiento de un veterano de los entresijos del departamento. El apellido no le fue mal, pero Landsman se esforzó por demostrar que era un policía listo y agresivo. Pronto obtuvo tres estrellas de bronce, una medalla al mérito y tres o cuatro cartas de recomendación. Pasó menos de cuatro años patrullando la zona suroeste antes de ingresar en el departamento de investigación criminal. Luego, una vez en la unidad de homicidios, tardó unos pocos meses en ascender a inspector en 1979 y, en ese corto periodo de tiempo, resolvió todos los casos que le asignaron. Entonces le mandaron de paseo a la central durante once meses, como responsable de sección, hasta que le volvieron a llamar del sexto piso, con el cargo de inspector jefe. Cuando la investigación por el asesinato de Latonya Wallace empezó, Landsman llevaba casi siete años como jefe de brigada en la unidad de homicidios.

D'Addario sabía que su inspector jefe era un supervisor capaz de actuar como el mejor inspector, siguiendo sus instintos y presionando ara que la investigación avanzara a buen ritmo durante días o semanas. Landsman se las había arreglado para limitar el efecto de la gravedad en su figura corpulenta de más de noventa kilos y, después de dieciséis años de trabajo policial, su alborotada mata de pelo negro y su bigote apenas mostraban alguna que otra cana. Había inspectores jefe en la unidad que parecían tenderos con afición a comerse el género, pero Landsman medía más de un metro ochenta y aún parecía un policía callejero, uno de esos tipos capaz de pillarla buena, agarrar la porra y bajar hasta Poplar Grove para esa cita con el destino. De hecho, era más bueno como sexto inspector de su brigada que como supervisor: no tenía empacho en participar en los códigos rojos, los tiroteos a policías y demás casos delicados. Luego se pateaba las escenas del crimen, iba de aquí para allá y se chupaba las sesiones de interrogatorios con el inspector principal.

El olfato de Landsman era especialmente fino. En el tiempo que llevaba, primero como inspector y luego inspector jefe, había resuelto un buen número de casos siguiendo su instinto. A menudo, la contribución de Landsman al caso no parecía, visto en retrospectiva, más que una corazonada impulsiva: una salida salvaje en la sala de interrogatorios, una acusación descarada y sin base contra un testigo relativamente reacio, el registro del dormitorio de un testigo sospechoso a partir de un presentimiento. Si se analizaba según el protocolo de la labor policial, solía parecer casual e idiosincrático, pero, al fin y al cabo, funcionaba. Y con dos casos de asesinato nuevos cada tres días, la unidad de homicidios del Departamento de Policía de Baltimore no era precisamente el lugar adecuado para perfeccionar una metodología detectivesca minuciosamente escrupulosa. El sistema de Landsman y su actitud viva la virgen tenía más de un seguidor entre los inspectores, pero incluso sus hombres admitían que no era fácil. La mayoría de los inspectores que estaban en el turno de D'Addario recordaban noches de interrogatorios lacerantes, en las que Landsman se había pasado horas gritando hasta quedarse ronco, acusando a tres sospechosos distintos, en sendas salas separadas, de ser los asesinos del mismo hombre, para luego disculparse con los dos inocentes mientras los oficiales de guardia le ponían las esposas al culpable, el tercero.

El
blitzkrieg
de Landsman solía tener éxito porque sucedía muy rapido. Landsman trabajaba a toda velocidad, liberaba sus impulsos y era un firme creyente de la Regla Número Tres del manual de homicidios, que afirma que las diez o doce primeras horas después del crimen son clave para lograr la resolución del caso. En ese periodo de tiempo, el criminal puede deshacerse de la ropa manchada de sangre, de los coches robados o de las matrículas falsificadas, tirar las armas al río o fundirlas. Los cómplices se ponen de acuerdo sobre horas y lugares y desechan los detalles que pueden comprometerlos. Se aprenden las coartadas de memoria, construyen historias coherentes y fiables. Y en el barrio donde tuvo lugar el crimen, los vecinos empiezan a tejer una espesa y homogénea red de verdades y mentiras y cotilleos, hasta que uno ya no sabe si el potencial testigo dice algo porque lo sabe de primera mano o porque lo ha oído en el bar. Empieza cuando se encuentra el cuerpo en la acera y la rumorología sigue, desatada, hasta que incluso los mejores testigos se han olvidado de los detalles clave. Pero cuando el equipo de Landsman era el encargado de las visitas y del interrogatorio de testigos, el deterioro de la información jamás llegaba lejos. Antes, alguien terminaba encerrado en una de las salitas insonorizadas, aguantando el tercer grado de un inspector jefe al borde de la combustión espontánea.

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