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Authors: David Simon

Homicidio (14 page)

Después, Latonya Wallace acarreó su mochila por una ajetreada calle de Baltimore durante un rato y luego se desvaneció, sin que ningún testigo reparara en ella. Habían escondido a la niña durante un día y medio antes de abandonar su cuerpo en ese callejón trasero. Dónde la habían llevado, en qué lugar había pasado más de treinta y seis horas es decir, la escena principal del crimen— era algo que aún no sabían. Los inspectores iban a perseguir al asesino de Latonya Wallace con pocos indicios entre manos: únicamente contaban con el propio cadáver de la niña.

Y ahí es por donde Tom Pellegrini decide empezar. Él y Jay Landsman esperan en la sala de autopsias del sótano, en las oficinas del forense en la calle Penn, mientras observan a los técnicos extraer los datos fríos y clínicos de los restos mortales de Latonya Wallace. Los hechos parecen indicar un secuestro prolongado. El estómago de la víctima contiene una comida totalmente digerida compuesta de espaguetis con albóndigas, seguida de unos perritos calientes en estado de di gestión parcial, y una sustancia fibrosa y fragmentada que parece ser chucrut. Un inspector llama a la cafetería de la escuela, donde le con firman que el menú del día 2 de febrero contenía espaguetis. Pero Latonya Wallace no comió nada en su casa antes de salir hacia la biblioteca: tal vez el asesino la retuvo viva el tiempo suficiente como para alimentarla con una última cena.

Mientras los inspectores están de pie en un extremo de la sala de autopsias y hablan con los forenses, el presentimiento de Pellegrini en la escena del crimen empieza a confirmarse. Abandonaron la escena de la avenida Newington demasiado pronto. Al menos una posible prueba se perdió para siempre.

Al saber del asesinato de la niña, cuando los inspectores y agentes aún trabajaban en el callejón, el forense jefe, John Smialek, corrió desde su oficina hasta Reservoir Hill. Llegó demasiado tarde, porque el cuerpo ya estaba en la morgue. De otro modo, habría podido utilizar el termómetro interno para calibrar la temperatura corporal del cadáver, lo que le habría permitido calcular con más precisión la hora de la muerte, gracias a la fórmula de disminución de grados por hora que emplea el sistema.

Sin una estimación de la hora de la muerte basada en la temperatura corporal, al forense sólo le queda guiarse por el rigor mortis (la progresiva rigidez de los músculos) y la lividez (la solidificación de la sangre en las partes dependientes del cuerpo). Pero el ritmo de cualquier fenómeno post mórtem es muy distinto en función del tamaño, el peso o la constitución de la víctima, o la temperatura exterior del cuerpo en el momento de la muerte, y por supuesto, la temperatura y las condiciones del lugar en que fallece. Además, el rigor mortis se instala en el cuerpo y luego desaparece, para volver a aparecer durante las primeras horas de la muerte: un forense tendría que examinar un cadáver más de una vez —y con varias horas de diferencia— para valorar correctamente el grado real de rigor mortis. En consecuencia, los inspectores que trabajan con estimaciones de la hora de la muerte se han acostumbrado a moverse en un abanico de entre seis hasta dieciocho horas. En los casos en que se ha producido descomposición en el cadáver, el forense aún lo tiene más difícil, aunque la laboriosa tarea de medir los gusanos extraídos de los restos para determinar su edad puede dejar establecida la hora de la muerte en un rango de entre dos o tres días. La verdad es que los expertos forenses a menudo no son capaces de ofrecer sino una estimación muy variable en lo que se refiere al momento de la muerte de una víctima. Los tipos que le decían a Kojak que su cadáver dejó de respirar entre las 22:30 y las 22:45 son pasto de chistes para los policías que patrullan frente a la boca del metro en un turno de noche tranquilo.

Cuando Pellegrini y Landsman le piden al forense que trate de ajustar su estimación al máximo, este les dice que parece que la víctima ha salido del primer estadio de rigor mortis y que, por lo tanto, lleva muerta al menos doce horas. Puesto que no hay descomposición, y teniendo en cuenta la ingesta adicional que hay en su estómago, los inspectores establecen su primera hipótesis de trabajo: Latonya Wallace fue secuestrada durante un día entero, y asesinada el miércoles por la noche. Luego, la abandonaron en el callejón de la avenida Newington a primera hora de la mañana del jueves.

El resto de la autopsia no revela nada nuevo. Latonya Wallace fue estrangulada con un cordón o una cuerda y luego brutalmente destripada con un instrumento punzante, probablemente un cuchillo de sierra. Su cuerpo muestra al menos seis heridas profundas en pecho y abdomen, lo que indica un grado de violencia e intensidad, que los inspectores califican de extremo. Aunque la víctima fue descubierta totalmente vestida, un desgarro vaginal reciente sugiere algún tipo de abuso sexual. Las muestras en busca de restos seminales en vagina, ano y boca dieron un resultado negativo. Finalmente, los forenses se dieron cuenta de que la víctima llevaba un pequeño pendiente en forma de estrella en una oreja, pero no en la otra. La familia confirmó más tarde que salió de casa llevando los dos pendientes.

Al examinar las heridas con más atención, Pellegrini y Landsman se convencen de que el callejón de la avenida Newington no es el lugar del crimen. Allí apenas había sangre, a pesar de que las heridas de la niña son graves y que debió sangrar en abundancia. La primera y más importante pregunta está clara: ¿dónde mataron a la niña? ¿Cuál es la verdadera escena de este crimen?

Cuando los inspectores que están destinados al caso se reúnen en la unidad de homicidios esa misma tarde, para comparar sus notas, Jay Landsman describe el siguiente resumen de los hechos, cada vez mas obvio para todos los presentes en la sala: «La encontraron entre la biblioteca y la casa —dice el inspector jefe— así que el que se la llevo es un vecino. Probablemente debía de conocerle, porque pudo convencerla para que le acompañara por la calle en pleno día. Tuvo que acompañarla a un lugar cercano. Si se la hubiera llevado en coche, no habría vuelto al mismo barrio después de matarla para dejar allí su cadáver».

Landsman también dice, y todos están de acuerdo, que probablemente la niña fue asesinada a un par de bloques de donde la abandonaron. Incluso a primera hora de la mañana, razona, un asesino que acarrea el cuerpo de su víctima, apenas oculto por la gabardina roja, no se desplazaría a la vista de todos durante un trayecto largo.

—A menos que la llevase al callejón en coche —añade Pellegrini.

—Pero volvemos al tema del transporte. Si el tipo ya la tiene metida en su vehículo, para qué iba a dejarla en un callejón donde cualquiera podía mirar por la ventana y verle a él y a su coche —argumenta Landsman—. ¿Por qué no conduce hasta un bosque y la tira por ahí?

—Tal vez es tonto —dice Pellegrini.

—No —replica Landsman—. La escena del crimen está en ese jodido barrio. Probablemente el asesino vive en una de las casas adosadas del bloque donde va a dar el callejón. O la llevó a una casa vacía, un garaje o algo así.

La reunión se deshace, se forman pequeños grupos de agentes e inspectores; Landsman distribuye las tareas del caso.

Como inspector principal, Pellegrini inicia la lectura de las declaraciones de los familiares que esa mañana han recopilado un puñado de detectives. Digiere el rompecabezas que han construido los otros investigadores. Son cuestionarios, rellenados por los familiares de la niña, compañeros de colegio, la residente de cincuenta y tres años del número 718 de la avenida Newington que, al sacar la basura esa mañana, ha descubierto el cuerpo. Pellegrini escanea cada página con la vista alerta para detectar una frase poco común, un dato incoherente, cualquier cosa fuera de lo normal. Estuvo presente en algunas entrevistas; otras tuvieron lugar cuando él aún no había vuelto de la sala de autopsias. Ahora tiene que ponerse al día, trabajar hasta dominar todos los detalles de un caso que se está expandiendo con voracidad geométrica.

Al mismo tiempo, Edgerton y Ceruti están sentados en el despacho de al lado, rodeados por una colección de bolsas de papel marrón llenas de pruebas, con los restos que ha traído la marea de la autopsia matinal: zapatos, ropa ensangrentada, muestras de las uñas de la víctima para detectar ADN o tipos de sangre, muestras de pelo y sangre de la víctima que se guardan para futuros cotejos, y una serie de pelos sueltos, caucasianos y afroamericanos, que se descubrieron encima de la víctima y que pueden tener algo o nada que ver con su asesinato.

La presencia de pelos ajenos queda debidamente registrada, pero al menos en Baltimore los inspectores de homicidios consideran que este tipo de indicios son los menos valiosos. Para empezar, el laboratorio no es capaz de identificar fuera de toda duda este tipo de restos; suelen tener éxito, sobre todo, con los de origen caucasiano. Particularmente en el caso de los pelos de origen afroamericano o caucasianos oscuros, sólo pueden aproximar las características que comparten las dos muestras, la del sospechoso que se haya identificado y la que se ha encontrado en la escena del crimen. El análisis de ADN, que puede relacionar las pruebas directamente con un solo sospechoso gracias al código genético, está cada vez más disponible para las fuerzas del orden, pero el proceso funciona mejor con sangre o muestras de tejidos. Para relacionar el ADN de un cabello con el de un sospechoso, es necesario al menos un cabello entero, con la raíz intacta. Más aún, Landsman y muchos otros detectives albergan serias dudas sobre la integridad de las pruebas de este tipo cuando llegan a manos del forense, donde se realizan una gran cantidad de autopsias en un entorno muy pequeño que dista mucho de ser ideal. Los pelos que se han recuperado de Latonya Wallace podrían proceder tranquilamente de la funda de plástico en la que se guardó el cadáver o de una toalla que se usara para limpiar a la víctima antes de investigar daños internos. Puede que sean pelos de los ayudantes del forense, de los investigadores o de los enfermeros que la declararon muerta, o del último cuerpo que se transportó con la camilla o se dispuso en la mesa de examen del forense.

Edgerton empieza a rellenar las casillas de una serie de formularios del laboratorio forense: una gabardina roja, manchada de sangre. Una chaqueta roja, manchada de sangre. Un par de botas de agua azules. Se solicita un análisis de sangre y de las pruebas. Análisis especial de huellas latentes.

Otros inspectores reúnen y catalogan las declaraciones de los testigos para el expediente del caso o trabajan en las máquinas de escribir de la oficina de administración, redactando un informe tras otro de la actividad del día. Otro grupo más de inspectores están reunidos frente al monitor del ordenador de la misma oficina, consultando los antecedentes penales de prácticamente todos los nombres que han obtenido en un primer escrutinio de la cara norte del bloque 700 de la calle Newington, un grupo de dieciséis casas adosadas cuyos patios traseros dan al callejón donde se encontró el cuerpo.

El resultado de las pesquisas en el ordenador es, en sí mismo, toda una lección sobre la vida en la ciudad, y Pellegrini, después de digerir las declaraciones de los testigos, empieza a leer las fichas que salen de la impresora. Son tan repetitivas que pronto se aburre. Más de la mitad de las cuatro docenas de nombres que se han introducido en el ordenador generan un par de páginas de arrestos previos. Atracos a mano arcada, asaltos con agravantes, violaciones, robos, posesión de armas…; en lo que a conducta criminal se refiere, parece que en Reservoir Hill puedan pocas personas vírgenes. A Pellegrini le interesan particularmente la media docena de varones que han sido arrestados anteriormente por agresión sexual al menos una vez.

También se pasa por el ordenador un nombre que la familia de la víctima le dio a la policía, el del propietario de una pescadería en la calle Whitelock. Latonya Wallace trabajó algunas veces en esa tienda por muy poco dinero hasta que el novio de su madre —el joven callado que había abierto la puerta del apartamento a Edgerton aquella mañana— empezó a sospechar. El Pescadero, como se le conoce en el vecindario desde hace mucho tiempo, es un hombre de cincuenta y un años que vive solo en un apartamento en un segundo piso en la acera de enfrente de su pescadería. Se trata de una tienda de un solo piso y una sola sala, cerca del punto en que la calle Whitelock se dobla como si fuera un codo, en la pequeña franja comercial de la calle. La tienda en sí misma está a dos manzanas al oeste del callejón donde se tiró el cuerpo. El Pescadero, una buena pieza curtida por el tiempo, se mostraba muy cariñoso con Latonya. Demasiado cariñoso para el gusto de la familia de la chica. Habían corrido rumores entre los estudiantes de la escuela y sus padres, y a Latonya se le dijo explícitamente que no fuera a la tienda de la calle Whitelock.

Pellegrini descubre que el Pescadero también tiene historial en el ordenador, cuya base de datos registra todos los arrestos desde 1973. Pero la hoja del viejo no muestra nada excepcional: básicamente unos pocos arrestos por agresión, alteración del orden público y cosas por el estilo. Pellegrini lee la ficha cuidadosamente, pero no presta menos atención al breve e insubstancial registro del novio de la madre de la víctima. El trabajo de homicidios no concede ni un respiro al cinismo, y es sólo con la mayor reticencia que un inspector elimina a los más cercanos y queridos de la lista de sospechosos.

El trabajo administrativo se extiende más allá del cambio de turno de las cuatro y prosigue hasta que empieza a anochecer. Seis de los inspectores de D'Addario están trabajando horas extra sin ningún otro motivo que investigar el caso, pensando poco o nada en sus nóminas. El caso es la clásica bola roja y, como tal, todo el departamento le dedica su plena atención: la división de menores ha asignado dos inspectores para que ayuden a homicidios; la sección táctica ha destinado a otros ocho policías de paisano al operativo; investigaciones especiales, al otro lado del pasillo, envía a dos hombres de la unidad de delincuentes habituales; llegan dos hombres de las unidades de operaciones del distrito Sur y otros dos del Central. La oficina está abarrotada con el creciente rebaño de personas, algunas dedicadas a algún aspecto específico de la investigación, otras bebiendo café en la oficina anexa, todos pendientes de Jay Landsman, el inspector jefe y supervisor del caso, para que los guíe y les diga qué tienen que hacer. Los inspectores del turno de noche se ofrecen para ayudar, luego ven la multitud cada vez mayor que se agolpa allí, y gradualmente se retiran, tomando refugio en la sala del café.

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