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Authors: David Simon

Homicidio (15 page)

—Uno se puede imaginar que hoy han matado a una niña —dice Mark Tomlin, uno de los primeros en llegar del turno de Stanton— porque son las ocho de la tarde y nadie del departamento de policía quiere irse a casa.

Tampoco quieren quedarse en la oficina. Conforme el núcleo que forman Pellegrini, Landsman y Edgerton continúa revisando la información acumulada durante el día y planificando los siguientes pasos, otros detectives y agentes que acaban de ser destinados al caso van desplazándose hacia Reservoir Hill, hasta que coches patrulla y Cavaliers sin distintivos zigzaguean por todas las calles y callejones entre la avenida North y Druid Park Lake.

Los agentes de paisano pasan buena parte de la noche puteando a los traficantes de Whitelock y Brookfield. Se alejan en sus coches y regresan al cabo de una hora para volver a putearlos. Los coches patrulla del distrito Central recorren todos los callejones y piden identificación a cualquiera que se acerque a la avenida Newington. Policías a pie barren las esquinas de Whitelock, desde Eutaw hasta Callow, e interrogan a todos los que les parecen fuera de lugar.

Es un desfile impresionante, un despliegue tranquilizador para todos los vecinos que ansían ser tranquilizados. Sin embargo, este crimen no tiene nada que ver con los traficantes de cocaína o los adictos a la heroína, ni con los atracadores o las criaturas que recorren las aceras día y noche. Se trata de un acto que ha cometido un solo hombre en la oscuridad. Hasta los chicos de las esquinas de la calle Whitelock, al mismo tiempo que los echan de sus puestos, dicen:

—Ojalá cojáis a ese cabrón, tío.

—Dadle fuerte.

—Encerrad al hijo de puta.

Por una noche de febrero, el código de la calle se deja a un lado, y los traficantes y adictos están dispuestos a hablar con la policía, darles información, la mayor parte inútil, mucha incoherente. En realidad, las maniobras de la caballería policial en Reservoir Hill no tienen tanto que ver con la investigación en sí como con un innombrado imperativo territorial, una muestra de orgullo. Es una forma de anunciar a los habitantes de este agujero apaleado de casas olvidadas que la muerte de Latonya Wallace no ha quedado enterrada en un montón de expedientes. Que desde el primer momento, está por encima del rutinario catálogo de vicios y pecados que desfila por los despachos. El Departamento de Policía de Baltimore con su unidad de homicidios al frente, va a convertir el caso de la avenida Newington en un ejemplo para la comunidad.

Y aun así, a pesar de las bravatas y los gestos arrogantes que despliegan durante la primera noche después del descubrimiento del cadáver de Latonya Wallace, un espíritu parejo pero de signo contrario recorre las calles y los patios de Reservoir Hill, algo extraño y aberrante.

Ceruti es el primero en sentirlo, cuando se aleja dos pasos de un Cavalier en Whitelock y un imbécil trata de venderle heroína. Luego le toca a Eddie Brown, cuando entra en un local coreano en Brookfield para comprar cigarrillos, sólo para toparse de narices con un adicto bebido o colocado, que trata de empujar al inspector fuera de la tienda.

—Déjame en paz —gruñe Brown, apartando al borracho contra la acera—. ¿Estás loco?

Media hora más tarde, los espíritus se manifiestan frente a un puñado de inspectores y agentes, que están recorriendo la avenida Newington para echar un último vistazo a la escena del crimen. El coche avanza por el callejón inundado de basura, cuando de repente sus faros se posan sobre una rata del tamaño de un perro.

—Joder —dice Eddie Brown, saliendo del coche—. Mira el tamaño de ese bicho.

Los otros inspectores salen del coche para verlo de cerca. Ceruti coge un trozo de ladrillo y se lo tira, a una distancia de medio bloque. No acierta, por más de medio metro. El animal se queda mirando el Chevrolet con aparente indiferencia, luego se pasea por el callejón hasta dar con un gato vagabundo de respetable tamaño, contra el que se enfrenta acorralándolo hacia la pared cenicienta del bloque.

Eddie Brown lo mira, incrédulo.

—Pero ¿habéis visto ese pedazo de monstruo?

—Venga —dice Ceruti—. Ya he visto todo lo que tenía que ver.

—Llevo tiempo pateando estas calles —dijo Brown, sacudiendo la cabeza— y jamás, jamás había visto una rata arrinconar así a un gato.

Pero esa noche, en ese callejón, detrás de la cochambrosa hilera de casas adosadas de la avenida Newington, el orden natural del mundo se había desintegrado. Las ratas perseguían a los gatos, a los inspectores de policía les tiraban a la cara bolsas de celofán repletas de heroína, y a las niñas de quinto curso las usaban para un momento de placer y luego las rompían en pedazos y las tiraban.

—Jodida ciudad —dijo Eddie Brown, antes de volver al Chevrolet.

Sobre el papel, al menos, las prerrogativas de un inspector de homicidios de Baltimore son más bien escasas. Su experiencia no le garantiza ningún rango especial: a diferencia de sus homólogos de otras ciudades norteamericanas, donde los inspectores con placas doradas cobran mas y gozan de más autoridad, un inspector de Baltimore lleva placa de plata pero es considerado por la cadena de mando como un poli de paisano Es una distinción que sólo conlleva una pequeña suma adicional. Y a pesar de la experiencia o de la formación que tenga, su sueldo se rige por la misma escala salarial que los demás agentes. Incluso aunque un inspector pueda ganarse —lo quiera o no— un tercio o la mitad de su salario además del sueldo base, en concepto de horas extras y servicio de testigos judiciales, su salario anual según las tablas sindicales empieza en 29.206 dólares después de cinco años, 30.666 a los quince y 32.126 después de veinticinco años de servicio.

La política departamental hace gala de una indiferencia similar ante las circunstancias especiales a las que se enfrenta un inspector de homicidios. El manual del Departamento de Policía de Baltimore —para los altos mandos, un tratado razonado de autoridad y orden; para el policía de la calle, un tomo interminable y lleno de agujeros que sólo entraña sufrimiento y desgracia— hace muy poco por establecer una distinción clara entre agentes e inspectores. La única excepción esencial: el inspector es dueño de la escena del crimen.

Siempre que aparezca un cuerpo en la ciudad de Baltimore, no hay autoridad que esté por encima del inspector principal encargado del caso. Nadie puede decirle a ese inspector lo que debe o no debe hacer. Los comisionados de policía, los comisionados adjuntos, los coroneles y los comandantes están obligados a respetar la autoridad del inspector dentro de los límites de una escena del crimen. Por supuesto, esto no quiere decir que existan muchos inspectores que le hayan llevado la contraria a un comisionado adjunto en presencia de un cadáver. La verdad es que nadie está muy seguro de qué pasaría si un inspector hiciera algo parecido, aunque el consenso general en la unidad de homicidios es que a todos les gustaría conocer al bastardo loco de atar que se atreviera. Donald Kincaid, un inspector veterano del turno de D'Addario, se hizo famoso diez años atrás cuando le ordenó a un comandante táctico —cuando era un simple capitán— que saliera pitando de la habitación de un motel en el centro. Tuvo que hacerlo para evitar que el comandante permitiera a un rebaño de los suyos invadir la escena de Kincaid, antes de que este pudiera procesarla según el protocolo. La orden de Kincaid precipitó una guerra de memorandos y cargos administrativos, luego más memorandos y cartas de respuesta, y más respuestas a las cartas de respuesta. Entonces convocaron a Kincaid a una reunión en el despacho del comisionado adjunto, en la que le aseguraron muy educadamente que había interpretado bien el procedimiento a seguir, que su autoridad era absoluta y que tenía todo el derecho del mundo a invocarlo. Estaba cargado de razón: grande, redonda y con un lazo. Y si optaba por oponerse a los cargos a los que se enfrentaría en el juicio administrativo, seguramente le declararían inocente y luego le transferirían fuera de la unidad de homicidios, a un puesto de agente uniformado patrullando los alrededores de Filadelfia. Por otra parte, si aceptaba perder cinco días de vacaciones como castigo, seguiría siendo inspector. Kincaid vio la luz y cedió; la lógica no suele ser el motor que impulsa un departamento de policía.

Sea como sea, la autoridad que se le concede a un inspector en la diminuta parcela de tierra que un cadáver ocupa da una idea de la importancia y de la fragilidad de la escena del crimen. A los de homicidios les gusta recordarse unos a otros —y a cualquiera que quiera escucharlos— que un inspector sólo tiene una oportunidad de revisar la escena. Uno hace su trabajo, y luego las tiras de plástico amarillo caen al suelo y ya está. Llegan los bomberos, enchufan la manguera y limpian la sangre. Los técnicos del laboratorio se van hacia su siguiente caso; el barrio reclama su trozo de acera.

La escena del crimen es la fuente del mayor número de pruebas físicas, que constituyen la primera parte de la Santísima Trinidad del inspector, quien dice que sólo hay tres cosas que ayudan a resolver un caso:

Pruebas.

Testigos.

Confesiones.

Sin uno de los dos primeros elementos, el inspector tiene pocas probabilidades de descubrir a un sospechoso que le dé el tercero. Después de todo, una investigación de asesinato es una empresa limitada por el hecho de que la víctima —a diferencia de la gente a la que han atracado, violado o asaltado gravemente— ya no está en posición de aportar información al caso.

La trinidad del inspector ignora los motivos, que son poco importantes para la mayoría de los casos. Las mejores obras de Dashiell Hammett y de Agatha Christie afirman que, para descubrir a un asesino, hay que establecer el motivo del crimen. En Baltimore, que no es el Orient Express, un motivo es interesante, incluso puede contribuir en algo, pero a menudo está de más. Que le jodan al porqué, te dirá un inspector; descubre el cómo y, nueve de cada diez veces, tendrás el quién.

Es una verdad que va contra la costumbre generalmente establecida y aceptada. A los jurados siempre los confunde que un inspector se plante en el estrado de los testigos y les diga que no tiene la más mínima idea de la razón por la que Tater le pegó cinco tiros por la espalda a Pee Wee, y francamente, le importa tres narices. Pee Wee ya no esta aquí para decírnoslo, y el bueno de Tater tampoco quiere hablar. Pero, eh, ahí están la pistola y las balas y el informe de balística y dos testigos un poco reticentes que vieron a Tater apretar el gatillo y luego identificaron al ignorante bastardo asesino en una fila de sospechosos. Así que ¿qué demonios pretende que haga, que entreviste al jodido mayordomo?

Pruebas. Testigos. Confesiones.

Una huella latente y válida en un vaso de agua constituye una prueba. O el casquillo de una bala que se ha quedado incrustado en una pared. Puede ser algo tan obvio como el hecho de que han saqueado una casa, o un detalle tan sutil como un número en el teléfono móvil de la víctima. Quizá está en la ropa de la víctima, o en su cuerpo; diminutas manchas de salpicaduras sobre su piel o la tela de la prenda que llevaba pueden indicar que la herida se infligió a muy poca distancia. Un rastro de sangre del baño a la habitación revela que la víctima fue atacada en una estancia y luego arrastrada a la otra. También está el juego de «Adivine-cuál-es-el-error-de-la-foto»: cuando un testigo afirma que comió sólo, pero en el fregadero de la cocina hay cuatro platos sucios. Las pruebas de la escena de un crimen también comprenden lo que falta, lo que no está ahí: si nadie ha forzado la puerta, significa que el asesino entró con llave; la ausencia de sangre en una herida en el cuello, que a la víctima la mataron en otro lugar; un hombre muerto en una callejuela con los bolsillos vacíos y sin cartera, que lo mataron por un puñado de dólares.

Hay sagradas ocasiones, claro está, en que las pruebas bastan para identificar a un sospechoso. Un casquillo aparece intacto y listo para el análisis, y se puede comparar en el laboratorio de balística con el arma —también recuperada— o proyectiles del mismo calibre hallados en otro tiroteo, en el cual ya se dispone de un presunto culpable. O una muestra vaginal proporciona una identificación impecable de ADN del posible atacante. La proverbial huella al lado del cuerpo, extraída del barro de la carretera con pinzas, encaja con las zapatillas que llevaba el sospechoso en la sala de interrogatorios. Son momentos que evidencian que el Creador aún no ha archivado su plan maestro y que, por un fugaz instante, el inspector de homicidios se convierte en un instrumento de la voluntad divina.

Pero lo que suele suceder es que las pruebas recogidas en la escena del crimen no aportan al detective más que retazos de información, no tan absoluta y decisiva, aunque no por ello menos esencial. Aun si las Pruebas no conducen directamente a un sospechoso, los hechos puros y duros ofrecen un resumen esquemático del propio crimen. Cuanto mayor sea la información que un inspector consigue arrancar de la escena del crimen, más posibilidades tendrá de distinguir entre lo Probable y lo imposible. Y en la sala de interrogatorios, eso cuenta mucho.

En los cubículos insonorizados que utiliza la unidad de homicidios un testigo se dará prisa en afirmar que estaba dormido, en su habitación, cuando oyó unos disparos en la de al lado. Seguirá declarando lo mismo, hasta que el inspector que le interroga le señale que la cama no estaba deshecha. Dirá que el tiroteo no podía deberse a ningún asunto de drogas porque él no tiene nada que ver con eso, hasta que el inspector le informe de que han encontrado 150 cápsulas de heroína debajo de su colchón. Afirmará que sólo el atacante llevaba pistola y que no hubo intercambio de disparos hasta que le pongan los casquillos descubiertos en la escena del crimen, del 32 y de 9 milímetros, encima de la mesa.

Sin los datos previos que le proporcionan las pruebas, un inspector entra en la sala de interrogatorios sin margen de maniobra ni nada en lo que apoyarse para arrancar la verdad a los sospechosos o los testigos. Los bastardos se ponen ciegos de mentiras, y los inspectores, incrédulos y frustrados, gritan hasta quedarse roncos porque se ponen ciegos de mentiras. Sin las pruebas, es un punto muerto.

Aparte de los que no quieren hablar, las pruebas garantizan que los testigos voluntarios digan la verdad. En busca de un trato para reducir su condena, un desfile habitual de prisioneros del condado afirma haber oído confesiones de sus compañeros de celda: atracos, asesinatos, de todo. Pero los inspectores sólo se toman en serio las declaraciones que incluyen detalles, procedentes de la escena del crimen, que sólo puede saber el culpable. Igualmente, un sospechoso cuya confesión incluye datos del crimen que solamente el asesino conoce es, por definición, mucho más creíble cuando llega el momento del juicio. Por eso, el inspector suele regresar de la escena del crimen con una lista mental de detalles clave que no revelará a la prensa ni a los periodistas ni a las televisiones, que no tardarán más de media hora en llamarle una vez se descubra el cadáver. Normalmente, no se menciona el calibre del arma utilizada, ni la localización exacta de las heridas, ni la presencia de un objeto inusual en la escena del crimen. Si el asesinato tuvo lugar en una casa, en vez de en plena calle, donde la gente puede arremolinarse y verlo todo, el inspector tratará de obviar la descripción de la ropa que llevaba la víctima, o el lugar exacto donde encontraron el cuerpo. En el caso de Latonya Wallace, Landsman y Pellegrini tuvieron buen cuidado de no mencionar las marcas que mostraba el cuello de la víctima, ni el hecho de que fuera una cuerda o un pedazo de cordón el arma utilizada para estrangularla. Tampoco hicieron públicas las pruebas de que había habido abusos sexuales. O al menos lo intentaron. Una semana después del crimen, un coronel sintió la necesidad de revelar el motivo del asesinato en una reunión de comunidad en Reservoir Hill delante de un auditorio lleno de padres preocupados.

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