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Authors: David Simon

Homicidio (5 page)

Si todo va bien, encierras a alguien esa misma noche. Si no va tan bien, coges lo que sabes y corres con ello en la dirección más prometedora, removiendo algunos pocos hechos sueltos más con la esperanza de que algo ceda. Si no cede nada, esperas unas pocas semanas a que el laboratorio te dé un positivo en los análisis balísticos o de fibras o de semen. Cuando los análisis de laboratorio vuelven negativos, esperas a que suene el teléfono. Y cuando el teléfono no suena, dejas que se muera una pequeña parte de ti. Entonces vuelves a tu escritorio y esperas otra llamada del operador, que más tarde o más temprano te va a enviar a mirar otro cuerpo. Porque en una ciudad con doscientos cuarenta asesinatos al año, siempre hay otro cuerpo.

La televisión nos ha dado el mito de la caza frenética, de la persecución a toda velocidad, pero en realidad no existe nada así; de lo contrario, al Cavalier le saltaría una biela al cabo de una docena de manzanas y te encontrarías rellenando un formulario 95, que presentarías a tu oficial al mando explicándole por qué habías causado la muerte prematura de un cuatro cilindros propiedad de la ciudad. Y no hay peleas a puñetazo limpio ni tiroteos: los días gloriosos en que se podía tumbar a alguien cuando se acudía a solucionar una disputa doméstica o en los que se disparaba un tiro o dos en algún atraco a alguna gasolinera terminaron cuando dejaste la patrulla y fuiste al centro de la ciudad. Los policías encargados de los asesinatos siempre llegan allí después de que los cuerpos hayan caído, y cuando un inspector de homicidios sale de la oficina, tiene que esforzarse para no dejarse su pistola en el cajón superior derecho de su mesa. Y, desde luego, no hay momentos totalmente perfectos en los que un inspector, siendo un asombroso científico con sobrenaturales poderes de observación, se inclina para ver mejor un fragmento manchado de alfombra, saca de él una fibra característica de pelo cobrizo caucasiano, reúne a sus sospechosos en un salón exquisitamente amueblado para inmediatamente decirles que el caso está resuelto. Lo cierto es que quedan muy pocos salones exquisitamente amueblados en Baltimore, e incluso, si quedasen más, los mejores inspectores de homicidios admitirán que en noventa de cada cien casos lo que salva la investigación es la abrumadora predisposición del asesino a la incompetencia o, cuando menos, al error garrafal.

La mayor parte de las veces el asesino deja testigos vivos o incluso se jacta ante terceros del crimen que ha cometido. En un número sorprendente de casos se puede manipular al asesino —especialmente si no está familiarizado con el sistema de justicia penal— para que confiese en las salas de interrogatorio. Mucho menos habitual es que una huella latente tomada de un vaso o de la empuñadura de un cuchillo encaje con alguna registrada en la base de datos del Printrak, pero la mayoría de los inspectores pueden contar con los dedos de una mano los casos que han sido resueltos por el laboratorio. Un buen policía va a la escena del crimen, reúne todas las pruebas que puede, habla con la gente con la que tiene que hablar y, con un poco de suerte, descubre los errores más evidentes que ha cometido el asesino. Y para hacer sólo eso y hacerlo bien, hace falta mucho talento e instinto.

Si las piezas del rompecabezas encajan, algún desventurado ciudadano gana un par de pulseras plateadas y un viaje gratis al hacinado pabellón de la cárcel de Baltimore. Allí aguarda mientras la fecha de su juicio se pospone ocho o nueve meses o lo que les lleve a tus testigos cambiar de dirección dos o tres veces. Entonces un adjunto del fiscal del Estado, con toda la intención de mantener un porcentaje de condenas obtenidas superior a la media para así poder, el día de mañana, recalar en un bufete penal superior a la media, te llama por teléfono. Te asegura que este es el caso de homicidio más flojo que ha tenido la desgracia de tener que llevar a juicio, que es tan débil que no puede creer que de verdad sea el trabajo de un gran jurado que si, por favor, podrías reunir ese ganado con encefalograma plano que llamas testigos y traerlos para las entrevistas previas al juicio, porque este desastre realmente va a ir a juicio el lunes. A menos, por supuesto, de que pueda convencer al abogado defensor de que se trague homicidio con toda la condena menos cinco años suspendida.

Si el caso no acaba con un acuerdo extrajudicial ni desestimado ni colocado entre las causas pendientes durante un periodo indefinido de tiempo, si, por algún perverso giro del destino, el caso acaba realmente en un juicio con jurado, entonces tendrás la oportunidad de sentarte en el estrado y recitar bajo juramento los hechos del caso, un breve momento soleado que pronto se nublará con la aparición del antes citado abogado defensor que, en el mejor de los casos, dirá que eres un perjuro que busca cometer una grave injusticia o, como mínimo, te acusará de haber llevado a cabo una investigación tan zarrapastrosa que ha permitido que el auténtico asesino siga libre.

Una vez ambas partes han voceado los hechos del caso y discutido sobre ellos, los doce hombres y mujeres del jurado, escogidos por el ordenador entre las listas de votantes registrados en una ciudad que tiene la población con uno de los niveles más bajos de educación de todo Estados Unidos, se encerrarán en una habitación y empezarán a gritarse. Si este feliz grupo de personas consigue evitar el impulso natural de evitar cualquier tipo de juicio colectivo, puede que encuentren a un ser humano culpable de asesinar a otro. Entonces puedes ir al Cher's Pub en Lexington y Guilford, donde el mismo adjunto del fiscal del Estado del que hablábamos, si le queda todavía una pizca de humanidad, te invitará a una cerveza local.

Y te la beberás. Porque en un departamento de policía que cuenta con tres mil almas que han jurado servirlo, tú eres uno de los treinta y seis investigadores a los que se ha confiado la resolución del más extraordinario de los crímenes: el robo de una vida humana. Tú hablas por el muerto. Tú vengas a aquellos que ya no están en este mundo. Puede que el cheque con tu paga venga del departamento fiscal, pero, maldita sea, después de seis cervezas puedes convencerte sin demasiados problemas de que trabajas directamente para Dios, Nuestro Señor. Si no eres tan bueno como deberías, durarás sólo un año o dos y te transferirán al departamento de fugitivos o de robos de coches o de fraude, al otro extremo del pasillo. Si eres lo bastante bueno, nunca harás otra cosa como policía que sea más importante que esta. Homicidio es primera división, la pista principal, el mayor espectáculo del mundo. Siempre lo ha sido. Cuando Caín se cargó a Abel, el Tipo de Arriba no envió abajo a una pareja de policías de uniforme para que armaran el caso de la acusación. ¡Demonios!, ni hablar: hizo llamar a un jodido inspector. Y siempre será así, porque la unidad de homicidios de cualquier fuerza policial urbana ha sido durante generaciones el hábitat natural de esa rara especie: el policía que piensa.

Va más allá de títulos académicos, formación especializada o estudios, porque toda la teoría del mundo no significa nada si no sabes leer la calle. Pero también va más allá de eso. En todas las comisarías de distrito del gueto hay policías de uniforme, con muchos años, que saben todo lo que sabe un inspector de homicidios y, sin embargo, se pasan toda su carrera en destartalados coches patrulla, luchando sus batallas en cómodos plazos de ocho horas y preocupándose por un caso sólo hasta el cambio de turno. Un buen inspector empieza como un buen policía, un soldado que ha pasado años limpiando esquinas y parando coches, irrumpiendo en disputas domésticas y comprobando las puertas de atrás de los almacenes hasta que la vida de una ciudad se convierte en algo natural para él. Y ese inspector se afina todavía más como policía de paisano, trabajando los años necesarios en robos o narcóticos o robos de coches para entender lo que significa montar una vigilancia, hasta que aprende a usar y no ser usado por sus informadores, a escribir una petición de orden de registro e incautación coherente. Y, por supuesto, está el entrenamiento especializado, una base sólida en ciencia forense, en patología, en derecho penal, en huellas, fibras, grupos sanguíneos, balística y ADN. Un buen inspector tiene también que llenarse la cabeza con suficiente información de la base de datos de la policía —historiales de arrestos, antecedentes penales, registros de armas, información sobre vehículos— como para considerarse un diplomado en informática. Y, aun así, aun teniendo todo eso, un buen policía de homicidios necesita algo más, algo que tiene que tener tan internalizado y debe surgirle de forma tan instintiva como el propio trabajo policial. Dentro de todo buen detective hay mecanismos ocultos, brújulas que le llevan de un cuerpo muerto a un sospechoso vivo en el espacio más corto posible de tiempo, giroscopios que le permiten mantener el equilibrio durante las peores tormentas.

Un inspector de Baltimore lleva nueve o diez homicidios al año como investigador principal y otra media docena como inspector secundario, aunque los reglamentos del FBI recomiendan que la carga de trabajo sea la mitad de esas cifras. Lleva de cincuenta a sesenta tiroteos, apuñalamientos y palizas graves. Investiga todas las muertes dudosas o sospechosas que no se expliquen fácilmente por la edad de la víctima o por su estado de salud. Sobredosis, apoplejías, suicidios, caídas accidentales, ahogamientos, muertes en la cuna, estrangulaciones autoeróticas, todas ellas reciben la atención del mismo inspector que, en un momento dado, tiene sobre la mesa los expedientes de tres homicidios sin resolver. En Baltimore las investigaciones de todos las muertes provocadas por disparos de la policía son investigadas por inspectores de homicidios y no por agentes del departamento de asuntos internos; se asigna a un inspector jefe y una brigada de inspectores para que remuevan cada uno de esos incidentes y presenten un informe completo a las altas esferas del departamento y a la oficina del fiscal del Estado a la mañana siguiente. Cualquier amenaza contra un oficial de policía, fiscal o cargo público se canaliza a través de la unidad de homicidios, igual que todos los informes de intentos de intimidar a un testigo.

Y todavía hay más. La probada capacidad de la unidad de homicidios para investigar cualquier incidente y luego documentar esa investigación significa que es probable que la llamen para llevar investigaciones políticamente sensibles: un ahogado en una piscina municipal que podría conllevar una indemnización, una serie de llamadas de teléfono amenazadoras al jefe de gabinete del alcalde, una larga investigación para determinar si es cierta la extraña afirmación de un senador de que fue secuestrado por unos misteriosos enemigos suyos. En Baltimore la regla general es que si algo parece una tormenta de mierda, huele como una tormenta de mierda y sabe a tormenta de mierda, hay que enviarlo a homicidios. La cadena trófica de la policía así lo exige.

Piensa en ello:

Dirigiendo los dos turnos de dieciocho inspectores e inspectores jefes de la unidad de homicidios hay un par de sufridos tenientes que responden al capitán a cargo de la sección de delitos contra las personas. El capitán, que quiere retirarse con una pensión de mayor, no quiere que su nombre se asocie con nada que no le guste al coronel a cargo de la división de investigación criminal. No es sólo porque el coronel es muy querido, inteligente y negro y tiene muchas posibilidades de ser ascendido a comisionado adjunto o todavía más arriba en una ciudad con un nuevo alcalde negro y una mayoría de población negra que tiene poca fe en su departamento de policía, al que tampoco respeta. El coronel está protegido del dolor porque cualquier cosa que le disguste está a sólo un breve trayecto en ascensor del mismo Yahveh, el comisionado adjunto de operaciones, Ronald J. Mullen, que se yergue como un coloso sobre el departamento de policía de Baltimore, exigiendo saber todo sobre cualquier cosa cinco minutos después de que haya sucedido.

Para los supervisores de nivel medio, el comisionado adjunto es simplemente el Gran Mullen Blanco, un hombre cuyo consistente ascenso de rango empezó después de una breve temporada patrullando en el distrito Suroeste y continuó implacable hasta que le llevó a aposentarse en el octavo piso de la central. Es ese lugar el que Mullen ha considerado su hogar durante casi una década como segundo al mando del departamento, firme en su puesto gracias a su perpetua cautela, su buen juicio político y sus grandes dotes como administrador, pero con el puesto de comisionado siempre fuera de su alcance porque él es blanco en una ciudad que no lo es. El resultado es que los comisionados vienen y van, pero Ronald Mullen permanece en su puesto para guardar la memoria de quien puso qué esqueletos en qué armario. Todos los eslabones de la cadena, de sargento para arriba, puede decirte que el comisionado adjunto sabe la mayor parte de lo que sucede en el departamento y puede imaginarse prácticamente todo el resto. Con una llamada puede hacer que le resuman en un memorándum lo que no sabe y no puede imaginar, y tenerlo encima de la mesa antes de comer. El comisionado adjunto Mullen es, por tanto, un grano en el culo para los policías de calle sea cual sea su misión, y un recurso muy valioso para el comisionado de policía Edward J. Tilghman, un policía veterano que pasó tres décadas amasando el capital político necesario para que el alcalde le adjudicara el cargo durante un periodo de cinco años. Y, en una ciudad de un solo partido como Baltimore, el despacho del alcalde en el Ayuntamiento es la cumbre que araña los cielos, un lugar de poder político sin restricciones ocupada ahora por un tal Kurt L. Schmoke, un hombre negro educado en Yale bendecido con una metrópolis abrumadoramente demócrata y abrumadoramente negra. Naturalmente, el comisionado no puede empezar a respirar hasta haber satisfecho todas las necesidades del alcalde, cuyas perspectivas de reelección mejoran cuando su departamento de policía no es causa de humillación ni de escándalos, le sirve de la manera que él dispone y lucha contra el delito por el bien común, aproximadamente en este orden.

Con esta majestuosa pirámide de autoridad a sus espaldas opera el inspector de homicidios, trabajando anónimamente en el caso de alguna prostituta molida a palos o traficante de drogas que han dejado como un colador a tiros, hasta que un día el teléfono bala dos veces y el cuerpo que hay en el suelo es el de una niña de once años, el de uno de los mejores atletas de la ciudad, el de un sacerdote jubilado o el de algún turista de fuera del estado que se adentró en los barrios bajos con una Nikon al cuello.

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