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Authors: David Simon

Homicidio (3 page)

El grupo ve a Pellegrini cruzar la calle y lo joden con la mirada, de una forma que sólo los chavales de esquina del lado oeste saben hacer, mientras camina hacia unos escalones de entrada a una casa, los sube y llama a una puerta de madera con tres golpes rápidos. Mientras espera respuesta, el inspector mira cómo un destartalado Buick circula hacia el oeste por Gold, avanzando lentamente hacia él y luego alejándose con la misma parsimonia. Las luces de freno se encienden durante un instante cuando el coche se acerca a las luces de policía al otro lado de la calle. Pellegrini se vuelve para ver cómo el Buick se aleja unas cuantas manzanas más hacia el oeste, hasta las esquinas de la calle Brunt, donde una pequeña banda de corredores y captadores ha vuelto al trabajo, vendiendo heroína y cocaína a la mínima distancia respetable de la escena del crimen. Las luces traseras del Buick vuelven a encenderse, y una figura solitaria se escurre desde una esquina y se inclina hacia la ventana del conductor. El negocio es el negocio, y el mercado de la calle Gold no se detiene por nadie, y mucho menos por un traficante muerto en una esquina.

Pellegrini llama otra vez y se acerca más a la puerta para escuchar si hay movimiento dentro. Del piso de arriba llega un sonido apagado. El detective exhala lentamente y llama otra vez, lo que hace aparecer a una joven en una ventana del segundo piso de la casa adosada de al lado.

—Eh, hola —dice Pellegrini—. Departamento de policía.

—Ajá.

—¿Sabe usted si Katherine Thompson vive aquí al lado?

—Sí, así es.

—¿Está en casa?

—Supongo.

Los porrazos a la puerta encuentran al fin respuesta cuando se enciende una luz en el piso de arriba, donde una ventana de guillotina se abre súbita y violentamente. Una mujer corpulenta de mediana edad —totalmente vestida, observa el policía— saca cabeza y hombros más allá de la repisa y mira abajo hacia Pellegrini.

—¿Quién diablos llama a mi puerta a estas horas de la noche?

—¿Señora Thompson?

—Sí.

—Policía.

—¿Poooliiicía?

Por el amor de Dios, piensa Pellegrini, ¿qué otra cosa podría ser un hombre blanco con una gabardina pasada la medianoche en la calle Gold? Saca la placa y la muestra hacia la ventana.

—¿Puedo hablar con usted un momento?

—No, no puede —dice, expidiendo las palabras con un tono cantarín y hablando lo bastante lento y fuerte como para que la oiga la gente al otro lado de la calle—. No tengo nada que decirle. Todo el mundo intentando dormir, y usted va y aporrea mi puerta a estas horas.

—¿Estaba usted durmiendo?

—No tengo por qué contarle qué estaba haciendo.

—Necesito hablar con usted sobre el asesinato.

—Pues bueno, no tengo ni una maldita cosa que decirle.

—Ha muerto una persona…

—Lo sé.

—Lo estamos investigando.

—¿Y?

Tom Pellegrini reprime un deseo casi incontenible de ver a aquella mujer arrastrada hasta una furgoneta de la policía y rebotando dentro sobre todos y cada uno de los baches que hay desde allí hasta la comisaría. Sin embargo, mira con severidad el rostro de la mujer y pronuncia sus últimas palabras en un tono lacónico que sólo deja entrever cansancio.

—Puedo volver luego con una citación judicial.

—Entonces vuelva luego con su maldita citación. ¿Cómo se atreve a venir a estas horas de la noche a decirme que tengo que hablar con usted cuando a mí no me da la gana?.

Pellegrini baja los escalones de la entrada y mira hacia el resplandor azul de las luces de emergencia. La furgoneta de la morgue, una Dodge con ventanas tintadas, acaba de detenerse junto a la acera, pero todos los chicos de todas las esquinas están mirando ahora al otro lado de la calle, mirando cómo aquella mujer le deja perfectamente claro a un inspector de policía que bajo ninguna circunstancia es una testigo viva de un asesinato por drogas.

—Es su barrio.

—Sí, desde luego —dice ella, cerrando de golpe la ventana.

Pellegrini niega con la cabeza y luego cruza de vuelta la calle. Llega a tiempo para ver cómo el equipo de la furgoneta de la morgue gira el cuerpo. De un bolsillo de la chaqueta sale un reloj de pulsera y unas llaves. Del bolsillo de atrás de los pantalones sale un carnet. Newsome, Rudolph Michael, varón, negro, fecha de nacimiento 3/5/61, dirección 2900 Allendale.

Landsman se quita los guantes de goma blancos, los tira en la alcantarilla y mira a su inspector.

—¿Ha habido suerte? —pregunta.

—No —dice Pellegrini.

Landsman se encoge de hombros.

—Me alegra que hayas sido tú quien se ha llevado este.

El cincelado rostro de Pellegrini se agrieta con una pequeña y breve sonrisa, aceptando la declaración de fe de su sargento como el premio de consolación que es. Aunque lleva menos de dos años en homicidios, se suele considerar a Tom Pellegrini el más trabajador de la brigada de cinco inspectores del inspector jefe Jay Landsman. Y eso es lo que importa, porque ambos hombres saben que el decimotercer homicidio en Baltimore de 1988, que les ha sido adjudicado durante la segunda parte del turno de medianoche en la esquina de Gold y Etting, es más fino que el papel de fumar: un asesinato por drogas sin testigos oculares, sin motivo específico y sin sospechosos. Quizá la única persona en Baltimore a la que el caso hubiera interesado mínimamente es a la que están metiendo en esos momentos en una bolsa. El hermano de Rudy Newsome identificará el cuerpo más tarde, por la mañana, frente a las puertas de un frigorífico delante de la sala de autopsias, pero tras ello la familia del chico ofrecerá poco más. El periódico matutino no dedicará ni una línea al asesinato. El barrio, o lo que queda de él a la altura del cruce de Gold con Etting, seguirá con su vida. El oeste de Baltimore es la patria de esa falta menor que se llama homicidio.

Aunque eso no quiere decir que alguno de los hombres de la brigada de Landsman no fuera a remover una o dos veces el asesinato de Rudy Newsome. Un departamento de policía se alimenta de sus propias estadísticas, y el porcentaje de resolución de homicidios —cualquier porcentaje de resolución— siempre le gana a un inspector un poco de tiempo en el tribunal y unas cuantas felicitaciones. Pero Pellegrini juega por mucho más que eso: es un inspector que sigue en la fase de demostrarse cosas a sí mismo, que está hambriento de experiencias y todavía no está quemado por el día a día. Landsman ha visto cómo construía investigaciones sobre asesinatos en los que parecía que no podía averiguarse nada. El caso Green, de las viviendas sociales de Lafayette Court. O ese asesinato frente a Odell en la avenida North, en el que Pellegrini peinó una y otra vez un callejón que parecía bombardeado, pateando basura hasta que encontró un casquillo del .38 que cerró el caso. Para Landsman, lo sorprendente es que Tom Pellegrini, un policía con diez años de experiencia en el cuerpo, llegara a homicidios directamente del equipo de seguridad del Ayuntamiento sólo semanas después de que el alcalde se convirtiera en el favorito para ganar arrolladoramente las primarias demócratas a gobernador del estado. Fue un nombramiento político, simple y llanamente, entregado por el comisionado de policía por los servicios prestados, como si el propio gobernador hubiera ungido la cabeza de Pellegrini con aceite. Todo el mundo en homicidios asumió que el nuevo tardaría unos tres meses en demostrarse un absoluto estorbo.

—Bueno —dice Pellegrini, apretándose detrás del volante de un Chevy Cavalier sin distintivos—. De momento, es lo que hay.

Landsman se ríe.

—Este no va a poder ser, Tom.

Pellegrini le devuelve una mirada que Landsman ignora. El Cavalier deja atrás manzana tras manzana de casas adosadas del gueto, recorriendo la avenida Druid Hill hasta que cruza el bulevar Martin Luther King y el distrito Oeste da paso al vacío del centro de la ciudad a primera hora de la mañana. El frío los mantiene a cubierto; han desaparecido hasta los borrachos de los bancos de la calle Howard. Pellegrini frena antes de todos los semáforos, hasta que llega a uno rojo en el cruce de Lexington y Calvert, a unas pocas manzanas de la comisaría, donde una puta solitaria, claramente un travestí, gesticula furtivamente hacia el coche desde el portal de una oficina de la esquina. Landsman se ríe. Pellegrini se pregunta cómo queda alguna prostituta en la ciudad de Baltimore que no sepa lo que significa un Chevy Cavalier con una antena de dos metros en el trasero.

—Mira ese bonito hijo de puta —dice Landsman—. Para y vamos a cachondearnos un poco.

El coche avanza por la intersección y se detiene junto a la acera. Landsman baja la ventanilla del pasajero. La cara de la puta es dura, una cara de hombre.

—¡Eh, caballero!

La puta aparta la mirada con rabia.

—¡Eh, señor! —grita Landsman.

—No soy ningún señor —dice la puta, caminando de vuelta a su esquina.

—Caballero, ¿podría decirme qué hora es?

—¡Que te jodan!

Landsman se ríe malévolamente. Pellegrini sabe que cualquier día su inspector jefe dirá algo demasiado inconveniente a alguien demasiado importante y la mitad de la brigada se tendrá que pasar semanas escribiendo informes como castigo.

—Creo que has herido sus sentimientos.

—Bueno —dice Landsman, riéndose todavía—, no era mi intención.

Unos pocos minutos más tarde, los dos hombres aparcan marcha atrás en el segundo piso del garaje de la comisaría. Al final de la página en la que ha registrado los detalles de la muerte de Rudy Newsome, Pellegrini apunta el número de la plaza de parquin y el kilometraje que marca el cuentakilómetros, y luego rodea con un círculo ambas cifras. En esta ciudad asesinatos los hay a cientos, pero no quiera Dios que olvides escribir el kilometraje correcto en el informe de actividad o, peor todavía, que olvides anotar la plaza de aparcamiento en la que has dejado el coche, y el siguiente que tenga que cogerlo se pase quince minutos recorriendo el garaje de la comisaría, intentando adivinar cuál de los Chevy Cavalier arrancará con la llave que tiene en la mano.

Pellegrini sigue a Landsman por el garaje y a través de una puerta de metal por un pasillo donde están los ascensores. Landsman pulsa el botón del ascensor.

—Me pregunto qué habrá sacado Fahlteich de Gatehouse Drive.

—¿Eso fue un asesinato? —pregunta Pellegrini.

—Sí. Al menos sonaba a asesinato por la radio.

El ascensor se eleva lentamente y abre sus puertas frente a otro pasillo similar al que han dejado, con suelo de linóleo encerado y paredes de color azul hospital, y Pellegrini sigue a su sargento por él. Desde dentro de la pecera —la sala insonorizada con paredes de metal y cristal en la que los testigos esperan hasta ser interrogados— llega el sonido de chicas riéndose suavemente.

Ave Maria. He aquí testigos del asesinato de Fahlteich al otro lado de la ciudad, testigos vivos y coleando traídos por los dioses desde la escena del decimocuarto asesinato del nuevo año. ¡Qué diablos!, piensa Pellegrini, al menos alguien en la brigada ha tenido un poco de suerte esta noche.

Las voces de la pecera quedan atrás conforme los dos hombres siguen caminando por el largo pasillo. Justo antes de doblar la esquina y entrar en la sala de la brigada, Pellegrini mira hacia la puerta lateral de la pecera y distingue en el interior el brillo naranja de la brasa de un cigarrillo y la silueta de una mujer sentada cerca de la puerta. Ve un rostro duro, rasgos como de mármol marrón, una mirada que sólo ofrece experimentado desprecio. Y un cuerpo espectacular: buenos pechos, buenas piernas, minifalda amarilla. Alguien le habría entrado ya si no fuera por su actitud amenazadora.

Confundiendo este repaso casual con una auténtica oportunidad, la chica sale de la pecera hasta el límite de la oficina y llama suavemente en el marco de metal.

—¿Puedo hacer una llamada?

—¿A quién quiere llamar?

—A alguien que me venga a buscar.

—No, ahora no. Cuando termine su entrevista.

—¿Y quién me va a llevar a casa?

—Un policía de uniforme.

—Llevo aquí una hora —dice, cruzando las piernas en el umbral. La mujer tiene el rostro de un camionero, pero está echando el resto. A Pellegrini no le impresiona. Puede ver cómo Landsman le sonríe con malicia desde el otro lado de la oficina.

—Iremos con usted tan rápido como sea posible.

Abandonando toda esperanza de seducción, la mujer se marcha y vuelve con su amiga al sofá de vinilo verde de la pecera, cruza las piernas de nuevo y enciende otro cigarrillo.

La mujer está aquí porque tuvo la mala suerte de alojarse en unos apartamentos con jardín de Gatehouse Drive donde un traficante jamaicano llamado Carrington Brown recibió a un compatriota llamado Roy Johnson. Hablaron un poco, se lanzaron una serie de acusaciones con cantarín acento de las Indias Occidentales y luego se liaron a tiros el uno con el otro.

Dick Fahlteich, un veterano bajito y calvo de la brigada de Landsman, recibió la llamada minutos después de que el operador enviase a Pellegrini y a su inspector jefe a la calle Gold. Llegó y se encontró a Roy Johnson muerto en la sala de estar con más de una docena de heridas de bala que lo habían alcanzado en casi todos los puntos concebibles. Su anfitrión, Carrington Brown, iba de camino a urgencias del Hospital Universitario con cuatro heridas de bala en el pecho. Había agujeros de bala en las paredes, agujeros de bala en los muebles, casquillos de automáticas del calibre .380 y mujeres histéricas chillando dentro del apartamento. Fahlteich y dos técnicos del laboratorio forense se iban a pasar las siguientes cinco horas sacando y clasificando pruebas de aquel lugar.

Eso dejaba a Landsman y Pellegrini la labor de interrogar a los testigos que habían enviado a comisaría. Sus entrevistas empiezan de forma bastante razonable y ordenada; por turnos, los inspectores escoltan a cada testigo a una oficina distinta, rellenan una ficha y escriben una declaración de varias páginas para que el testigo la lea y la firme. Es un trabajo rutinario y repetitivo. Sólo durante el último año, Pellegrini debe de haber interrogado a un par de cientos de testigos, la mayoría de ellos unos mentirosos, y todos hostiles.

Una media hora después, el proceso entra abruptamente en su segunda fase, mucho más intensiva, cuando un Landsman furioso lanza una declaración de cuatro páginas al suelo de uno de los despachos del fondo, golpea con la palma de la mano el escritorio y le grita a la chica de la minifalda amarilla que es una mentirosa, una drogadicta y que se quite de su vista inmediatamente. Bueno, piensa Pellegrini, que lo escucha desde el otro extremo del pasillo, Landsman no ha tardado nada en ponerse manos a la obra.

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