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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Cuentos

Todos los cuentos

 

“Escribir un cuento muchas veces equivale a jugar, divertirse, ordenar la vida de un modo distinto a como la vida se presenta.”

Los cuentos justamente recuperados en este volumen, la totalidad de los que
Marcos Aguinis
ha escrito, revelan otra faceta de sus habilidades como narrador. Su dominio de la forma breve queda de manifiesto por la hondura en la elección de los temas, la sutileza en el tratamiento de las personalidades, la inteligencia y precisión en el tejido de relaciones y la urdimbre de intrigas. En
Todos los cuentos
Aguinis seduce y conmueve, apasiona y hace pensar al lector. Y gracias a un uso magistral del humor y la ironía, ayuda a sonreír, obliga a la diversión, a soñar alternativas que enaltecen nuestra frágil condición humana.

Marcos Aguinis
nació en Córdoba, Argentina. Es el gran autor argentino moderno, el más respetado, ese que es capaz de saltar de la novela al ensayo y de allí al breve pero contundente texto periodístico, sin temor a enfrentar, con sinceridad y compromiso, asuntos conflictivos. Aguinis fue invitado como “Escritor Distinguido” por la American University y el Wilson International Center, ambos de Washington. Francia lo designó Caballero de las Letras y las Artes y fue el primer latinoamericano en ganar el Premio Planeta de España. Su tenaz lucha por la justicia y los derechos humanos lo han convertido en un referente insobornable. Hasta el cineasta Luis Buñuel dijo que de Marcos Aguinis lo impresionó “su profundo sentido ético, político y social”. Sus novelas han marcado hitos literarios inolvidables:
La cruz invertida, Refugiados: crónica de un palestino, La conspiración de los idiotas, Profanación del amor, La gesta del marrano, La matriz del infierno, Los iluminados, Asalto al Paraíso
o la más reciente
La pasión según Carmela.
A la vez, sus ensayos revelan una lucidez extraordinaria, empezando por
¡Pobre patria mía!,
el libro más leído de 2009, brújula indispensable para entender la Argentina de los últimos años, y siguiendo con
Carta esperanzada a un General, Las redes del odio, Un país de novela, El atroz encanto de ser argentinos
o sus “elogios”, el de la culpa y el flamante
Elogio del placer.

Marcos Aguinis

Todos los cuentos

ePUB v1.0

GONZALEZ
17.10.11

Primera edición: junio de 1995

Quinta edición y primera en esta colección: noviembre de 2010

IMPRESO EN LA ARGENTINA

Queda hecho el depósito

que previene la ley 11.723.

© 1995, Editorial Sudamericana S.A.

Humberto I 531, Buenos Aires.

© 2010, Marcos Aguinis c/o Guillermo Schavelzon & Asoc.,

Agencia Literaria

www.schavelzon.com

www. rhm.com.ar

ISBN 978-950-07-3283-3

Esta edición de 15.000 ejemplares se terminó de imprimir en Printing Books S.A., Mario Bravo 835, Avellaneda, Buenos Aires, en el mes de octubre de 2010.

A mis padres, la honda raíz, la buena lluvia

A Marita, música de sueños y vigilias

PRÓLOGO

MARAVILLAS DEL CUENTO

N
os gustan los cuentos. Son las primeras historias que escuchamos al aprender a hablar, y fueron las primeras comunicaciones que se formularon los seres humanos al reunirse en las junglas o las cavernas. Cada cuento relata algo. Y al ser relatado, asciende por la columna mercurial de la emoción. Algunos excitan y otros aburren, algunos son tan buenos que no cansa volverlos escuchar, otros producen rechazo. Cada cuento es un recorte de la realidad o de la fantasía, siempre una expedición a la aventura.

Como todo niño, los requería con afán. Aún me acuerdo que en aquellos tiempos la ignorancia o las carencias habían consagrado a la sopa como el mejor de los alimentos. Cada niño debía tragarse su plato diario. Mafalda testimonió como nadie el fastidio de semejante tormento. Yo lo padecí durante años. Para que tragase cada cucharada mi padre me contaba cuentos que extraía de su imaginación. Yo permanecía “con la boca abierta”. En la hora de la ceremonia puntual me ataba una servilleta al cuello y en torno a mi sillita se sentaban los amiguitos del barrio que también querían escuchar.

Leía mucho y redactaba mal. Llenaba mis bolsillos con papelitos que contenían vocablos desconocidos y memorizaba las frases que entonces me sonaban bien. Puedo confesar que mi pubertad transcurrió por un desierto en el que intenté escribir cuentos y hasta una larga novela. Todos pésimos y destruidos en buena hora. En el colegio secundario se celebró un concurso nacional sobre
La guerra gaucha
de Leopoldo Lugones. La leí gastando las páginas de mi diccionario. ¡Qué libro más difícil se había mandado ese Lugones!, comentaba con mis compañeros. Grande fue mi sorpresa cuando me informaron que mi texto había ganado el concurso no sólo de mi colegio, sino de toda la provincia de Córdoba. Mis compañeros lanzaron vivas. Cuatro profesores me acompañaron alrededor de una mesa para indicarme cuáles habían sido mis aciertos y dónde radicaban mis errores. Fue el aprendizaje más rápido y profundo que tuve en materia literaria. Hasta el día de hoy me acuerdo sobre varios de sus consejos. En cuanto al premio tan sonoro, que se iba a entregar en Buenos Aires, no recibí nada, ni siquiera un certificado. Entendí entonces que no sólo los libros enseñan, más enseña la vida.

Escribí, conservé, corregí y finalmente rompí decenas de cuentos. Llegué a considerarlos más arduos que una novela, apreciación que no estaba lejos de la verdad. También incursioné en el ensayo y en las disquisiciones históricas y políticas. Uno de mis artículos, ofrecido al periódico
La Idea
de Cruz del Eje (donde a veces publicaba Arturo Illia), fue rechazado —como hubiera dicho Borges— con gran entusiasmo.

Mi firme amistad con el cuento se produjo más adelante. Ya había leído a muchos de sus geniales exponentes y conocía gran parte de los debates teóricos que se desarrollaron sobre su estructura y su magia. Me parece que terminé por reconocer los altos valores de este género durante los once años que viví en Río Cuarto, dedicado a formar mi familia, practicar sin horario la neurocirugía y redactar dos novelas:
Refugiados, crónica de un palestino
y
La cruz invertida.
Debo gran parte de mi aprendizaje literario a dos brillantes cultores que allí conocí: Juan Filloy y Carlos Mastrángelo. Juan Filloy ya había sido mencionado por Julio Cortázar en
Rayuela.
Lo hizo como al pasar, como se hace con alguien que no necesita presentación. Pero yo no me cansaba de escucharlo y leerlo. Filloy fue un milagro literario que aún no ha recibido los honores que merece. Podía ser mi abuelo, y cada vez que hablaba, dejaba caer sobre mis oídos una lluvia de enseñanzas. Hijo de analfabetos, conocía todas las palabras del castellano y de otros idiomas, escribía con pareja calidad sobre asuntos sublimes o el submundo excrementicio, coleccionó los nombres de todos los caciques o jefezuelos que manejaban las hordas de la tierra salvaje, sabía de músicos y escultores, de sabios y hechiceros. Cada título de sus obras empezaba con una letra diferente del alfabeto y, como resultaron insuficientes para la abundancia de sus libros, repitió algunos. Pero todos sus títulos, sin excepción, tenían siete letras. Aún recuerdo el banquete que me regaló el cielo cuando participé en un diálogo —del que yo era la tercera y débil pata— entre Borges y Filloy. ¡Para alquilar balcones! (y perdón por el lugar común).

Carlos Mastrángelo era un vendedor de libros y enciclopedias. Así entró en mi casa y no tuvo dificultad en llenarla con materiales que aún conservo. Pero su mayor mérito fue inventar el Club de Cuentistas, donde tuvo la deferencia de incluirme, aunque mi producción era elemental. En las finas disecciones que hacíamos de cada texto mejoré mi estilo. O se rompieron mis inhibiciones para escribir con la necesaria libertad e imaginación que pujaban por manifestarse. En poco tiempo descubrí que había estado engrillado por cadenas, prejuicios y conceptos seniles. Los dejé de lado. Los repudié. Y tuve el privilegio de penetrar, como una explosión, en la maravilla cuajada de sorpresas que contiene el universo del cuento.

Aprendí a valorar el último párrafo o la última palabra de cada relato. Un buen cuento no tolera una palabra de más. Su cierre puede ser sorpresivo —ferozmente sorpresivo— o mantener la bruma de un final que deja al lector pensando, navegando y desprendido aun de la tierra. Puede semejar el sonoro acorde que pone fin a una sonata o los sonidos que se esfuman de a poco en el aire. Pero debe terminar con oportunidad, con precisión.

El cuento, por su brevedad, no tolera dispersiones. Necesita una melodía precisa, aunque se esconda bajo contrapuntos, variaciones o cambios de ritmo. No obstante, en los últimos años —gracias a los genios que lo han cultivado con inspiración— también ha generado grandes innovaciones formales. Algunas son muy ocurrentes y han insuflado oxígeno al arte de la literatura. Muchas de esas innovaciones fueron anticipadas en las novelas, pero ahora es fácil descubrir cuántas novelas se apoyan en las invenciones de los cuentos. Gracias a estas novedades me permití revolcarme con palabras y giros y repeticiones y contradicciones y disparates y verdades y todas las revelaciones que con el correr de las letras crean un espectáculo que acelera el corazón.

A veces la trama de un cuento surge de súbito: un recuerdo, un accidente, una noticia, una asociación, un sobresalto. Y pareciera que viene como obsequio de otro mundo: sólo falta volcarlo al papel. Otras veces se revela un simple color, un rostro, una calle, una inquietud. Entonces parecería no tener importancia. Hasta que ese color, rostro, calle o inquietud vuelven a presentarse. Y a presentarse de nuevo. Y otra vez. Y una vez más. Se convierten en esos huéspedes que uno quisiera ver poco. Pero insisten. Y finalmente logran su propósito, convirtiéndose en un cuento. En ocasiones son redactados de un modo fácil, en otras es preciso corregirlos más de una vez, con la tentación de arrojarlos al cesto de los papeles.

Lo más importante, sin embargo, es que escribir un cuento muchas veces equivale a jugar, divertirse, ordenar la vida de un modo distinto a como la vida se presenta. Unir palabras, desunirlas, invertirlas, ponerlas de pie nuevamente y nuevamente desordenarlas, con la fantasía o la libertad que solemos atribuir a los locos. Pero los locos no son libres, sólo parecen libres. En cambio quien escribe un cuento sí puede gozar de libertad. Y mientras más la disfrute, mejor le saldrá el cuento. Porque gracias a esa libertad limpia de ataduras puede avanzar hacia las profundidades siempre infinitas de la condición humana. En esas profundidades es posible descubrir jardines encantados y también bordes del infierno. Podemos ingresar agitados de dicha y querer huir ante la amenaza de atrocidades que superan las atrocidades de la realidad. El cuento puede ser anodino y gracioso, pero también develar injusticias y abusos. Puede ser el dedo acusador del más granítico de los jueces. O la mano protectora de un ángel. Así, alternan poesía, humor, juego, impunidad, absurdo, felicidad y desdicha.

En la confesión que significa este Prólogo —solicitado, casi exigido— reconozco que en estos cuentos se mezclan recuerdos y golpes autobiográficos con noticias provistas por otros, imaginación pura —que no sé si existe— con referencias históricas cuidadosamente disimuladas, denuncias y enojos, recuerdos de las dictaduras y los autoritarismos, rechazo a la burocracia, gratitud y amor. Algunos temas, personajes o nombres coinciden con los usados en algunas de mis novelas. Hasta podría decir que un buen psicólogo se haría un plato —calumniador o elogioso— de mis obsesiones, que las tengo.

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