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Authors: David Simon

Homicidio (36 page)

Deja a Brown y James ocupados con su escena del crimen y regresa a la oficina para sumergirse en el papeleo que le espera en su escritorio. Aún está ahí cuando los dos inspectores vuelven de la avenida Lafayette.

Como si las similitudes entre ambos crímenes no bastaran para relacionarlos, el casquillo que extraen del cerebro de Purnell Booker durante la autopsia, a la mañana siguiente, también es del calibre 38 y del tipo
wadcutter
. Más tarde, esa noche, el inspector al frente del caso de la avenida Lafayette, Dave Brown, se presenta en el escritorio de Garvey con una foto identificativa del joven Vincent Booker.

—Eh, colega, parece que vamos a trabajar juntos.

—Pues sí.

Resulta que esa misma tarde Garvey ha recibido una comunicación anónima, una mujer que ha llamado a la oficina de la unidad de homicidios y dice que oyó una conversación en un bar de la calle West Pratt. Que un hombre le decía a otro que habían utilizado la misma pistola para matar a Lena Lucas y al viejo de Lafayette.

Es un rumor interesante. Un día más tarde, el informe de balística dice lo mismo.

LUNES 29 DE FEBRERO

Ha pasado una semana desde que en una misma noche encontraron muertos a Lena Lucas y Purneli Booker, y los dos casos se mueven lenta e inexorablemente hacia delante. Nuevas declaraciones e informes se acumulan en ambos expedientes, y en la unidad de homicidios de Baltimore, cuando la violencia de un día queda superada por la del siguiente, un dosier a rebosar es señal de buena salud. El tiempo se burla de la investigación más cuidadosa y profunda, y los inspectores —conscientes de ello— se pasan las horas analizando todas las posibilidades, interrogan a los testigos y detienen a los sospechosos, con la esperanza de que se abra una puerta. Porque saben que antes de poder dedicarse a calcular la jugada, o aún mejor, zambullirse en una investigación meticulosa y detallada, otro expediente aterrizará en sus mesas. Pero de algún modo casi especial, la ley de los intereses decrecientes jamás ha valido para Rich Garvey.

—Es como un perro con un hueso —le dijo Roger Nolan una vez a otro inspector jefe, sin ocultar la nota de orgullo en su voz—. Si le asignan un caso y le saca jugo, no hay forma de que lo suelte.

Por supuesto, Nolan jamás le ha dicho algo parecido a Garvey, sólo a los demás inspectores jefe. Así mantiene viva la ficción de que es normal que un inspector suelte un caso sólo cuando no le queda nada más a lo que agarrarse. En realidad, de normal no tiene nada. Porque después de cincuenta, sesenta o setenta homicidios, la realidad es que «el caso del negro muerto en el callejón» empieza a cansar. Y nada es más desalentador para un inspector que volver a su oficina, teclear el nombre de la víctima en la terminal de la base de datos y sacar más de seis o siete páginas de antecedentes penales, hasta que el papel continuo que sale de la impresora alcanza el suelo. El desgaste es más que un riesgo laboral en la unidad de homicidios, es una certeza psicológica. Se contagia entre los inspectores, por parejas, hasta que toda la brigada está sumida en esa actitud de «me-importa-una-mierda» que no solamente amenaza la resolución de los casos con verdaderas víctimas —la ironía es que son esos expedientes los que sacan al inspector del Pantano de pasotismo—, sino también los crímenes cuyo fiambre tiene Prácticamente el mismo perfil que el de su asesino. Es el callejón sin salida filosófico del investigador norteamericano: si un traficante de drogas cae en Baltimore Oeste y nadie se da cuenta, ¿hace ruido su muerte?

Después de cuatro años en homicidios y trece como policía, Garvey es uno de los pocos residentes de la unidad inmune al virus. Muchos inspectores apenas distinguen un caso de otro después de pasarse varios años en las trincheras. En cambio, Garvey recuerda perfectamente que, de los veinticinco o veintiséis casos en que fue responsable de la investigación, el número de expedientes abiertos se puede contar con los dedos de una mano.

—¿Cuántos, exactamente?

—Cuatro, creo. No, cinco.

No es vanidad lo que hace que Garvey recuerde esta cifra; simplemente, es su marco de referencia. Posee una determinación a prueba de bomba, es incisivo y persistente. A Garvey le gusta investigar asesinatos. Más aún, cuando el caso no se resuelve o se llega a un trato con el acusado, a falta de pruebas, se lo toma de forma personal. Solamente por eso ya es casi una reliquia, una pieza de metralla ética que ha sobrevivido en el tiempo y que terminó ardiendo consumida en el pasado hace un par de generaciones, cuando la letanía «si al principio no lo consigues» fue reemplazada en todas las oficinas municipales de Baltimore por un sucinto «ese no es mi trabajo», y más tarde se convirtió en un definitivo «mala suerte» encogido de hombros.

Rich Garvey es un anacronismo, el producto de una infancia norteamericana media que se tomaba en serio la historia del cochecillo valiente.[7] Garvey es el inspector capaz de dejar a un lado el decoro y la diplomacia, saltar al cuello del fiscal cuando una acusación de segundo grado y de veinte años de condena no es suficiente; el que le dice al adjunto del fiscal del Estado que un abogado con sangre en las venas y pelos en el pecho no daría su brazo a torcer por menos de un primer grado y cincuenta años. Es Garvey el que se presenta en la oficina con una gripe galopante, y luego se come la investigación de una paliza en Pigtown[8] porque, qué demonios, ya que está de servicio, atiende a los avisos como el que más. Y es Garvey el que fotocopia la cita que dice «Recuerda, trabajamos para Dios», de Vernon Geberth, experto en homicidios y comandante de policía de Nueva York, la cuelga junto a su escritorio y reparte el resto de copias por toda la oficina. Goza de un agudo sentido del humor, así que sabe perfectamente que el credo de Geberth es sensiblero y pomposo. No puede evitarlo y, de hecho, le gusta aún más precisamente por eso.

Garvey es un irlandés nacido en un barrio obrero de Chicago, hijo único de un vendedor de la casa Spiegel. Al menos hasta el final de su carrera, cuando la empresa decidió que podía prescindir de él, el padre de Garvey prosperó y logró amasar el suficiente dinero como para escapar a un vecindario residencial justo cuando su barrio de toda la vida se empezaba a degradar, a finales de los años 50. Garvey padre le inculcó su ambición a su hijo, y soñaba en que se convirtiera en un futuro ejecutivo de ventas, quizá de la propia Spiegel. Garvey hijo tenía una opinión distinta de su futuro.

Se pasó dos años estudiando en una pequeña universidad de Iowa, terminó una licenciatura en Criminología en la Kent State. En 1970, cuando la Guardia Nacional disparaba sus letales descargas sobre los estudiantes que protestaban contra la guerra del Vietnam, en un campus de Ohio, Garvey se alejaba de los disturbios. Como muchos, tenía sus dudas acerca de la guerra, pero ese día tenía clase, y si los altercados no hubieran llevado al cierre temporal de las instalaciones de la universidad, Garvey habría estado sentado en la primera fila, tomando apuntes como siempre. Era un hombre joven desconectado del ritmo de su tiempo, y por eso quizá optó por una carrera en la policía cuando eso no era precisamente lo que excitaba la imaginación de los jóvenes. Garvey veía las cosas a su manera. Creía que la labor policial siempre sería interesante. E incluso durante la peor recesión económica que viniera, un policía siempre tendría trabajo.

Sin embargo, cuando se licenció, eso no estaba tan claro. A mediados de los años 70 no era fácil encontrar un puesto, porque muchos departamentos de policía urbanos se apretaban el cinturón para superar la crisis de la inflación. Recién casado con su novia de toda la vida, Garvey encontró un trabajo como vigilante de seguridad en Montgomery Ward. Sólo un año después, en 1975, se enteró de que en el Departamento de Policía de Baltimore buscaban agentes, y ofrecían pagas superiores y otros incentivos a los licenciados universitarios. Se trasladó a Maryland con su mujer, recorrió la ciudad y los condados aledaños. Mientras conducían por los suaves valles y las enormes granjas de caballos del norte del condado de Baltimore, se enamoraron de la región de Chesapeake. Era un buen lugar donde criar a una familia, se dijeron. Luego Garvey se dio un paseo por los bajos fondos de la ciudad oeste, este, los bloques de Park Heights—, para familiarizarse con los lugares donde se ganaría la vida.

De la academia, pasó al distrito Central, donde le destinaron a la zona de Brookfield con Whitelock. El negocio iba viento en popa: Reservoir Hill a finales de los 70 era un barrio tan degradado como cuando el cadáver de Latonya Wallace apareció en un callejón, más de una decada después. McLarney se acordaba de Garvey, porque coincidieron en la central. También recordaba que Garvey era, sin lugar a dudas, el mejor hombre que había en su brigada.

—Cogía el teléfono y salía a pelear —dice McLarney, mencionando las dos cualidades que realmente importan cuando uno conduce coche patrulla.

Garvey tenía hambre de trabajo, así que su carrera avanzó con firmeza: pasó seis años en la central, luego cuatro más en los que cimentó su reputación como uno de los inspectores de robos y asaltos más eficaces de la sección criminal, hasta que lo transfirieron a homicidios. Llegó en junio de 1985 y pronto se convirtió en el eje central de la brigada de Roger Nolan. Kincaid era el veterano, Edgerton el solitario astuto, pero Garvey se curraba la parte del león de las llamadas, dispuesto a trabajar con McAllister, Kincaid, Bowman o cualquier otro al que le tocara cargar con un asesinato fresco. Cuando se levantaron algunas críticas a la carga de trabajo de Edgerton, Garvey les recordó a todos, sin el menor asomo de sarcasmo, que él no tenía ninguna queja.

—Harry hará lo que tenga que hacer —decía Garvey, como si el asesinato fuera una mercancía de alto valor en la ciudad de Baltimore—. Y a mí me tocará una parte mayor.

En suma, Garvey adoraba ser un inspector de policía de la unidad de homicidios. Le gustaban las escenas del crimen, el instinto de la persecución, el subidón adolescente al escuchar un par de esposas cerrarse alrededor de las muñecas de un detenido. Hasta le gustaba el sonido de la palabra asesinato, algo que se hacía evidente cada vez que regresaba de una escena del crimen.

—¿Qué es esta vez? —preguntaba Nolan.

—Asesinato, jefe.

Le basta un fiambre cada tres semanas y se conforma. Si tiene más, está totalmente satisfecho. Durante un inolvidable turno de medianoche en el verano de 1987, Garvey y Donald Worden trabajaron en cinco casos de asesinato en otros tantos días, tres en una misma noche. Era el tipo de turno en que a un inspector le cuesta acordarse de qué testigos vienen para declarar sobre qué caso. («A ver, los que vienen de la calle Etting que levanten la mano derecha.») Lograron cerrar cuatro de los cinco casos, y tanto para Garvey como para el Gran Hombre, esa semana concita muy buenos recuerdos.

Pero si les pides a los demás inspectores que te digan cuáles son los mejores en la escena de un crimen, mencionarán a Terry McLarney, Eddie Brown o Kevin Davis, del turno de Stanton, y el compañero de Garvey, Bob McAllister. Los mejores interrogadores serán Donald Kincaid, Kevin Davis, Jay Landsman y tal vez Harry Edgerton, si sus colegas se sienten lo bastante generosos como para incluir a un elemento subversivo en la lista. ¿Y los que son mejores testigos y saben impresionar a un jurado? Landsman, Worden, McAllister y Edgerton vuelven a copar los primeros puestos. ¿El mejor en la calle? Worden, sin duda alguna, aunque Edgerton le pisa los talones.

¿Y entonces, qué pasa con Garvey?

—Dios mío, pues claro —dicen, acordándose de repente—. Es cojonudo. El mejor investigador de homicidios.

¿Por que?

—No suelta el caso.

Para un inspector de homicidios, no soltar el caso es tener media batalla ganada, y esta noche, con la llegada de Robert Frazier a la oficina, la pelea por Lena Lucas y Purnell Booker está un paso más cerca de resolverse.

Frazier es alto y delgado, de complexión morena, con ojos hundidos y marrones, frente alta y huesuda, con una mata de pelo crespo que empieza a mostrar señales de entradas. Se mueve como un hombre que se ha pasado años de esquina en esquina, mientras se desliza por el pasillo del sexto piso hacia la sala de interrogatorios, con una actitud estudiadamente chulesca, sus hombros y caderas tirando del cuerpo lentamente. El semblante de Frazier rara vez cambia, y sostiene la mirada sin vacilar; y como apenas parpadea, es un rostro pétreo e inquietante. Su voz es profundamente monótona, y sus frases son tan cortas que sugieren economía del lenguaje, cuidado al escoger sus palabras oque tiene pocas de donde escoger. Tiene treinta y seis años, es obrero en la industria del acero, a tiempo parcial, y está en libertad provisional. Se saca un sobresueldo con la cocaína; fue aprendiz de ladrón, pero eso terminó abruptamente, con una condena de seis años de prisión.

El resultado: Garvey está encantado, por la sencilla razón de que Robert Frazier tiene todo el aspecto de ser un asesino.

Es una pequeña satisfacción, y hace que la persecución valga un poco más la pena. En general, el tipo que se sienta en el banquillo de la acusación en un tribunal de la ciudad de Baltimore no suele tener aspecto, a primera vista, de ser un caprichoso ejecutor de la vida humana. Incluso después de cuarenta o cincuenta casos, en el corazón de todos los inspectores queda un poso de decepción cuando la persona responsable de un extraordinario acto de maldad resulta que no tiene nada de siniestro, y que se parece a un dependiente de una tienda abierta las veinticuatro horas.

Alcohólicos, drogadictos, madres que dependen de la caridad y la beneficencia,
borderlines
, negros adolescentes —o sus novias— que llevan chándales de diseño; hay algunas excepciones, pero la gran mayoría de los que se alojan en las celdas por asesinato en Baltimore no son un grupo nada amenazador. Pero Frazier, con voz profunda y esa mirada penetrante, le añade un poco de emoción al melodrama. He aquí un hombre para quien se crearon las escopetas de gran calibre.

Todo eso parece echarse a perder en cuanto cruza la puerta de la sala de interrogatorios. Una vez Frazier se sienta frente a Garvey, al otro lado de la mesa, muestra una absoluta voluntad de cooperación y la mejor disposición para hablar sobre la muerte violenta de su novia. Es más, resulta capaz de señalar a un sospechoso mucho más plausible que él.

Claro está, a Frazier le faltaba poco para presentarse voluntariamente en la oficina de homicidios, después de que Garvey y Donald Kincaid, que se apuntó al caso como inspector secundario después de que a Dave Brown le asignaran otro caso, se pasaran una semana trabajándose las calles. En busca de pistas, los dos investigadores sacaron los trapos sucios de Frazier a relucir: fueron a visitarle a su casa de la calle Lafayette y le hicieron una serie de preguntas a su esposa. Concretamente, acerca de su horario, sus costumbres, sus vicios y su relación con el tráfico de drogas. Eso, antes de dejarle caer el tema estrella.

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