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Authors: David Simon

Homicidio (80 page)

Brown insiste.

—Aquí no hay bastante para un retrato robot, ¿verdad?

Worden alarga la mano.

—Dame veinticinco centavos.

Brown pesca una moneda de veinticinco y se la entrega a Worden, suponiendo que la usará para llamar por teléfono o poner una canción en la rocola.

—Brown, pedazo de mierda —dice Worden, embolsándose la moneda—. Acábate la cerveza y larguémonos.

Les queda el peor tipo de investigación posible, la de una aguja en un pajar. Tienen que encontrar a un tipo rubio llamado Rick que conduce un deportivo negro o quizá azul verdoso. No sin reticencias, Worden pone una descripción en un teletipo a los distritos. Había tenido la esperanza de evitar que esa información circulara demasiado libremente, porque si de alguna manera le llega al sospechoso el rumor de que tienen una descripción parcial de su coche, lo pintará de otro color o lo hará desaparecer o lo esconderá en algún garaje durante meses. El coche es una prueba esencial, y los dos inspectores lo saben.

Lo ideal es que los teletipos se lean en cada pase de lista en toda la ciudad y quizá en el resto del estado si un inspector los envía por el sistema informático MILES. Diablos, si un investigador cree que su hombre ha huido fuera del estado, puede ir a fondo y poner la descripción en el NCIC. Pero tanto los servicios de teletipos locales como los nacionales —como casi todo lo demás en el sistema de justicia penal— están desbordados hasta unos extremos absurdos. Habitualmente lo único que un policía recuerda del pase de lista son los elementos relativos a bolas rojas —asesinatos de policías o de niños— y algún que otro chiste. Al principio de un reciente turno de ocho a cuatro, Jay Landsman montó el numerito de leer un teletipo de un robo enviado por el condado de Baltimore en el que la propiedad robada consistía en dos mil litros de helado.

—Se cree que los sospechosos están mucho más gordos que antes…

En las comisarías de Baltimore, al menos, hay bastantes posibilidades de que una descripción de un asesino se lea en voz alta en el pase de lista, pero si alguien escucha o no, es cuestión de debate. A favor de Brown y Worden juega el hecho de que la chica había sido atropellada en el distrito Sur. Para los inspectores la policía de a pie de calle de los diversos distritos tiene ciertas características distintivas: los policías del Este protegen una escena del crimen mejor que nadie, la unidad de operaciones del Oeste tiene buenos informadores, y en el Sur y el Sureste hay todavía algunos tíos en la calle dispuestos a buscar a un sospechoso.

A lo largo de los días siguientes, los uniformes de esos distritos pararon todos los coches que vieron que coincidían con la descripción. El papeleo va a la central y acaba sobre la mesa de Brown, en la que los nombres y los números de matrícula se comparan con los datos del registro de vehículos y las fotos de identificación. Hay muchos datos, y Brown estudia cada uno de los informes cuidadosamente. Nada parece encajar: este tío tiene un 280Z negro con un techo extraíble, pero esta quedándose calvo y tiene el pelo castaño. Este otro tiene un Mustang con daños en el morro y el pelo largo, pero de color negro como el carbón. Aquel es rubio y tiene el pelo largo, pero su Trans Am es color cobre claro.

Además de los vehículos que los policías detienen en los distritos, Brown y Worden se pasan días y noches apretados dentro del Cavalier investigando el asesinato, comprobando todo lo que les dice la familia de la víctima. Y cada día que pasa a la familia se le ocurre un nuevo sospechoso. Primero aquel tío de Middle River que seguro que se llamaba Rick y que había llamado a Carol una semana antes de que la mataran. La familia conserva el número de teléfono del tipo.

Cuando Brown y McLarney conducen a la dirección de Middle River, les abre la puerta un tipo con pelo rubio ralo y corto. Diablos, piensa Brown con optimismo, quizá se lo ha cortado. Pero en la central, en la sala de interrogatorios grande, los inspectores descubren que trabaja en la planta de Domino Sugar en Locust Point y no como mecánico, y lo que es peor, el único coche que tiene es un viejo Toyota amarillo, que Brown revisa ese mismo día en el aparcamiento de la empresa. El hombre reconoce rápidamente que paseó a Carol Wright en su moto por la avenida Fort, pero se muestra auténticamente sorprendido cuando le dicen que ha muerto.

Otro chico de los que han parado los del distrito es rubio y tiene el tipo de coche correcto registrado en la dirección de su madre en el bulevar Washington, pero su coartada parece sólida. Un tercer billy es un mecánico que responde al nombre de Rick y vive en Anne Arundel: conocía a alguno de los amigos de Carol, según la familia. Brown le espera en su casa durante dos días, imaginando su deportivo negro, sólo para enterarse, cuando detiene al tío, de que la familia de la víctima ya le había llamado.

—Me dijeron que se pasaría usted por aquí —le asegura a Brown—. Pregúnteme lo que quiera.

Billyland. No sólo hablan con la policía, sino que hablan sin parar entre ellos, tanto que es inconcebible que un investigador pueda trabajar de forma eficiente. Tan pronto como uno de los miembros de la familia tiene noticia de un posible sospechoso, otro miembro de la familia le pide a un amigo de un amigo que pregunte al tío si tiene un coche deportivo negro y, si es así, si lo utilizó para atropellar a Carol Wright. En dos ocasiones, Brown va a Baltimore Sur para repetirle a la familia que no deben discutir el caso con nadie. Y en dos ocasiones le aseguran que van a cerrar el pico.

Dos días después, Brown está solo en un Cavalier mirando una calle que sale de la avenida Dundalk en busca de otro sospechoso. Espera allí cuatro horas, bebiendo café de 7-Eleven, alimentando su tos de fumador y mirando como chicos billy entran y salen de sus coches. Rara vez un inspector de homicidios dispone de tiempo para este tipo de vigilancia interminable, aunque tenga la paciencia necesaria para Aprenderla. Pero de momento a Brown no le ha caído en la mesa ningún asesinato fresco, lo que le permite estar allí sentado durante horas con el aire acondicionado puesto. Con polvo blanco de un donut comprado en Hostess y
bluegrass
de los Apalaches sonando en la radio de onda corta, pronto se le ocurre que no ha pasado tanto tiempo vigilando una casa desde que estuvo en narcóticos. Al final del día, de hecho, está jodidamente orgulloso de sí mismo por ser tan cuidadoso, paciente y decidido, como cualquier inspector de verdad.

Al final, tras dos turnos de día enteros en el Cavalier, cuando está claro que no hay ningún coche negro cerca de la casa, Brown aborda al tipo y lo entrevista.

—Sí —dice su sospechoso—. Decían que le habían dado a usted mi nombre hace unos días. Pero no sé por qué lo hicieron.

Brown condujo de vuelta a la oficina de homicidios, dispuesto a tirar el expediente del caso al fondo del primer cajón vacío que encontrara.

—Quiero un asesinato en Baltimore Oeste —le dice a Worden— No puedo aguantar más a todos estos putos blancos.

Worden, por su parte, ha permanecido en el caso, pero ha mantenido cierta distancia. Junto con el inspector más joven ha patrullado por Highlandtown buscando un bar con algo parecido a un nombre alemán. Y también se ha pasado horas sentado con Brown en muchas de esas mismas casas y aparcamientos, buscando el misterioso coche negro. Y, sin embargo, la presencia de Worden en ese caso tiene un significado, algo que Brown comprende de forma instintiva.

—¿Quieres que nos marchemos? —le pregunta Brown después de tres largas horas vigilando un apartamento en Marley Neck.

—El caso es tuyo —dice Worden, enmascarando con indiferencia su método socrático—. ¿Qué quieres que hagamos?

—Esperemos —dice Brown.

Aun así, al cabo de una semana no están más cerca de encontrar al asesino, y el caso de Carol Ann Wright se convierte en una muerte sin determinar, ni siquiera en un asesinato. Y ambos hombres saben que, sin una pista fresca, la tarea a la que se enfrentan es hercúlea. Tres días atrás llegó a homicidios una lista con los nombres y direcciones de todos los propietarios de 280Z del centro del estado de Maryland. Suponiendo que sus mejores testigos hubieran acertado la marca y modelo del coche, e incluso si su hombre era el que estaba registrado como conductor, la lista que escupió el ordenador tenía más de cien páginas.

El 30 de agosto, Worden hereda una auténtica bola roja, un chico de catorce años asesinado a tiros en el noroeste, sin motivo aparente, mientras volvía a casa de su trabajo en un restaurante de comida rápida. Cinco días después, Dave Brown y McLarney trabajan en la desaparición de una mujer de veintiséis años de Baltimore Oeste que no ha sido vista en una semana, aunque se ha detenido a dos drogadictos que estaban conduciendo su coche.

Cuerpos frescos. Pistas frescas. Del escritorio de Brown, si escuchas atentamente, oirás que sale un suave chirrido conforme el caso de Carol Wright frena y se queda definitivamente atrás.

JUEVES 15 DE SEPTIEMBRE

La escena está en el sótano de una casa adosada. Es un lugar frío y húmedo, sin muebles, en la calle East Preston. En el suelo yace un hombre flanco, ya rígido, cubierto por un par de lonas de plástico y, encima, un par de figuritas de plomo de unos diez centímetros que representan a los Reyes Magos. Sí, señor: los tres hombres sabios, esas almas cándidas que transportan oro, incienso y mirra y visitan los pesebres benditos que se organizan en los prados de las iglesias cada Navidad. Es un toque original y extraño, piensa Rich Garvey. Alguien le abre la cabeza al tipo, le roba su dinero, arrastra el cuerpo al sótano, lo tapa con un plástico y encima coloca las tres figuras. Es una escena de la Natividad al estilo de Baltimore Este.

El nombre del muerto es Henry Plumer, y Garvey y Bob McAllister pronto se dan cuenta de que al tipo le han matado con un señor calibre, un .44 o un .45 probablemente, disparado a quemarropa a juzgar por los restos de pólvora. Plumer tenía sesenta y tantos años y, durante la mitad de su vida, había sido cobrador para la empresa Muebles Littlepage. Daba vueltas por el gueto todo el día, solicitando el cobro de las letras de los muebles y electrodomésticos de su compañía. El negocio era a crédito, sin entrada, y acababa atrayendo a los pobres con la ilusión de que pagarían sólo diez dólares por semana por un lujoso salón. En realidad, terminaba costándoles más que una educación universitaria, pero el bueno del señor Plumer llevaba tanto tiempo pateándose el barrio con su libretita a cuestas, que todos le conocían y le apreciaban. Se había convertido en toda una institución en el vecindario de Baltimore Este. Donald Kincaid hasta le conocía, porque su madre aún vivía en el bloque 900 de Collington, y se negaba a mudarse de su casa en la zona este aunque el barrio se cayera a pedazos a su alrededor.

Garvey ya sabe todo lo que hay que saber del señor Plumer, o al menos lo que contenía el teletipo enviado por la policía del condado ayer, con la notificación de que había desaparecido: tanto el viejo como su coche se perdieron en los bosques de las cercanías de Baltimore y la familia se preocupó. Garvey ya está bastante seguro de quién es el asesino del señor Plumer. No ha sido difícil, sabiendo quién es el dueño del sótano en cuestión y que sus antecedentes como drogadicto son numerosos.

Por lo que ha podido deducir, el montón de ladrillos de dos pisos es propiedad de un adicto de nombre Jerry Jackson, que fue una de las últimas personas que vieron vivo a Henry Plumer. De hecho, se fue de casa para su trabajo como limpiador en el Hospital Rosewood con el cuerpo de Plumer en su sótano, desangrándose. Los hechos son muy poco sutiles e indican que el propietario de la casa no tiene mucho cerebro. La sospecha se confirma cuando el teléfono del primer piso empieza a sonar veinte minutos después de que los inspectores lleguen. Garvey sube por las escaleras y descuelga el auricular.

—¿Hola?

—¿Quién es? —pregunta una voz de hombre al otro lado del hilo

—Soy el inspector Garvey, de la unidad de homicidios —dice—, ¿Con quién hablo?

—Soy Jerry —responde la voz.

Qué considerado, piensa Garvey. Un sospechoso que llama a su propia escena del crimen.

—Jerry —dice Garvey—, ¿cuánto tardarás en llegar?

—Unos veinte minutos.

—Te estaré esperando.

En su primer contacto con la policía, Jerry Jackson ni se molesta en preguntar qué hace un inspector de homicidios en su casa, tampoco piensa en negar nada, ni en fingir sorpresa o angustia. Cuelga el teléfono sin demostrar asombro o preocupación ante el hecho de que estén analizando un cadáver en su sótano. Tampoco expresa curiosidad por saber quién es el muerto o por qué está ahí. Garvey espera a que el otro cuelgue, encantado de encontrar a un imbécil que se presta a cooperar tan amablemente.

—Eh, Mac —dice Garvey, después de colgar. Se acerca al rellano y desde el primer piso añade—: El que llamaba era Jerry.

—No me digas —dice McAllister desde el sótano.

—Sí, viene para aquí.

—Qué detalle —dice McAllister, sin pestañear.

Los inspectores siguen trabajando. Dos horas más tarde dejan de esperar a Jerry Jackson, el cual, a pesar de su gentil llamada, no ha hecho acto de presencia. Más tarde, por la noche y acompañados de un inspector del condado, se dirigen a Fullerton y le comunican la noticia a la familia Plumer. La viuda, de cierta edad, pierde el color y se desmaya. A la mañana siguiente está muerta, de un ataque al corazón, tan víctima de un homicidio como su marido.

A primera hora de la mañana, Jerry Jackson por fin regresa a la casa de la calle Preston, donde su propia esposa le recibe consternada, porque no le hace feliz encontrar cadáveres en su sótano. Fue la esposa la que localizó a Henry Plumer, y la que llamó a la policía después de enterarse, por gente del vecindario, de que no encontraban al viejo cobrador y que la última vez que le vieron vivo fue en la casa de los Jackson. Los rumores del asesinato habían recorrido la manzana un par veces, y un amigo la había instado a que bajara al sótano para comprobar que no había pasado nada raro. Los dos iban por la mitad de la escalera cuando vieron los zapatos asomando por debajo de una lona. La mujer no avanzó más, pero el amigo levantó el plástico y ella atisbo lo suficiente cómo para convencerse de que se trataba del señor Plumer y que había visto tiempos mejores. En ese momento, la esposa de Jerry Jackson lo tuvo claro: sin esperar a que su marido volviera del trabajo, llamó a la policía.

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