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Authors: David Simon

Homicidio (75 page)

Por supuesto, la aplicación de criterios como alegría o comodidad a la sala de autopsias es, por sí misma, prueba más que suficiente de la peculiar psicología de los hombres de homicidios. Pero, para los inspectores, las visiones más horrendas eran precisamente las que exigían un mayor distanciamiento, y la calle Penn, incluso en un buen día, era una visión dantesca. De hecho, no pocos inspectores anduvieron muy cerca de vomitar las primeras veces que la visitaron, y dos o tres no se avergüenzan al confesar que todavía les causa problemas algunas veces. Kincaid puede soportar cualquier cosa excepto un cadáver en descomposición, caso en el cual es el primero en salir por la puerta. A Bowman no le molesta nada excepto cuando abren el cráneo y sacan el cerebro; no le molesta tanto el gesto en sí como el chasquido del hueso al partirse. Rick James todavía se pone un poco nervioso cuando ve en mesa a un niño o a un bebé.

Pero más allá de esos puntuales momentos difíciles, la rutina diaria en la oficina del forense es, para un inspector, exactamente eso: rutina. Cualquier investigador con más de un año en la unidad ha presenciado autopsias con tanta frecuencia que se han convertido en algo familiar. Si tuvieran que hacerlo, la mitad de los hombres del turno probablemente podrían coger un bisturí y descuartizar un cuerpo como lo habían visto hacer tantas veces, aunque no tuvieran la menor idea de qué estaban buscando.

El proceso empieza con el examen externo del cuerpo, que es tan importante como la propia autopsia. Idealmente se supone que los cadáveres llegan a la calle Penn en las mismas condiciones en las que se hallaban en la escena del crimen. Si la víctima estaba vestida cuando se la encontró, se la deja vestida y se examina la ropa cuidadosamente. Si había señales de lucha, las manos de la víctima se habrán protegido en la escena con bolsas de papel (no pueden utilizarse bolsas de plástico porque producen condensación cuando el cuerpo se retira luego del congelador) para preservar los cabellos, fibras, sangre o piel que pudiera haber bajo las uñas o entre los dedos. Del mismo modo, si la escena del crimen estaba en una casa o en cualquier otro lugar donde se pueda pensar razonablemente que podrían encontrarse pruebas, los ayudantes del forense envolverán el cuerpo con una sábana blanca limpia antes de moverlo, atrapando así cabellos, fibras u otras pruebas de ese tipo para poder recuperarlas luego.

Al principio del examen externo, todos los cuerpos se sacan de la cámara frigorífica y se pesan. Luego se disponen sobre una camilla de metal, y una cámara cenital les saca las fotografías de registro antes de la autopsia. Luego el cuerpo se lleva a la zona de autopsia, una larga superficie de azulejos y metal en la que se pueden realizar hasta seis exámenes simultáneamente. Las instalaciones de Baltimore no poseen, como muchas otras salas de autopsia, micrófonos colgando del techo que permiten a los patólogos grabar sus descubrimientos para transcribirlos posteriormente. En vez de ello, los doctores toman apuntes periódicamente, utilizando carpetas y bolígrafos que guardan en un estante cercano.

Si la víctima estaba vestida, el patólogo intentará encajar los agujeros y rasgaduras de cada pieza de ropa con las correspondientes heridas: no sólo para confirmar que la víctima fuera asesinada de la manera que parece —un buen patólogo puede fácilmente ver si el cuerpo ha sido vestido después de haber recibido los disparos o las puñaladas—, sino que, en el caso de las heridas de bala, pueden comprobarse los agujeros de la ropa visualmente o hacer pruebas para comprobar si ha rastro de residuos balísticos.

Una vez las ropas de la víctima han sido examinadas de forma preliminar, se retiran cuidadosamente pieza a pieza para conservarlas como pruebas. Igual que en una escena del crimen, lo importante es la precisión, no la velocidad. Las balas y los fragmentos de bala, por ejemplo, muchas veces consiguen salir del cuerpo y se alojan en los pliegues de la ropa de la víctima, y a menudo esas pruebas se recuperan al desnudar lentamente el cuerpo.

En los casos en que se sospecha que puede haber habido agresión sexual, el examen externo incluye una búsqueda detallada de traumatismos internos. Se toman, además, muestras de vagina, boca y ano en busca de restos de semen, pues el semen recuperado durante la autopsia puede ser utilizado más adelante para vincular al sospechoso con el crimen.

Otras pruebas pueden recuperarse de las manos de la víctima. En un asesinato después de un forcejeo o de una agresión sexual, bajo las uñas se pueden encontrar restos de piel, cabellos o incluso sangre del asaltante. Si en la pelea se utilizó un cuchillo puede que en las manos de la víctima se aprecien heridas que se hizo al defenderse, un tramado de incisiones rectas y por lo general relativamente pequeñas. Del mismo modo, si en algún momento la víctima disparó un arma, particularmente una pistola o revólver de gran calibre, las pruebas químicas de detección de depósitos de bario, antimonio y plomo en el dorso de cada mano puede refrendar con pruebas ese hecho. El examen de las manos de una víctima puede significar también distinguir correctamente entre un homicidio y un suicidio; en aproximadamente el 10 por ciento de todas las heridas autoinfligidas, la mano que ha efectuado el disparo estará manchada de sangre y de partículas de tejido que habrán rebotado del canal de la herida.

Igual que un inspector contempla la escena del crimen e intenta encontrar las cosas que no encajan o que faltan, un patólogo conduce una autopsia de un modo similar. Cualquier marca, cualquier lesión, cualquier traumatismo sin explicación en el cuerpo es cuidadosamente anotado y examinado. Por ese motivo, los equipos de trauma de los hospitales tienen instrucciones de dejar los catéteres, vías y otras herramientas de intervención quirúrgica puestas, para que el patólogo pueda distinguir entre las alteraciones físicas que han ocurrido mientras se intentaba salvar a la víctima y las que tuvieron lugar antes de llegar a urgencias.

Una vez terminado el examen externo, empieza la autopsia propiamente dicha: el patólogo hace una incisión en forma de Y en el pecho con un escalpelo y luego utiliza una sierra eléctrica para cortar las costillas y retirar el frontal del pecho. En el caso de heridas que hayan penetrado en el cuerpo, el doctor seguirá la trayectoria de la herida en cada nivel de la infraestructura del cuerpo, anotando la trayectoria de la bala o la dirección de la herida de arma blanca. El proceso continúa hasta que se conoce toda la extensión de la herida y, en el caso de heridas de bala, hasta que a las heridas de entrada les corresponde una herida de salida o se recupera el proyectil del cuerpo.

A continuación se evalúan las heridas desde el punto de vista del posible efecto en la víctima. Una herida que atraviesa la cabeza, sin duda, tuvo que causar el colapso inmediato del sujeto, pero otra herida, un disparo en el pecho que atravesó un pulmón y luego la vena cava no debió de provocar la muerte hasta pasados quizá entre cinco y diez minutos, aunque al final debió demostrarse igual de letal. Por este proceso, un patólogo puede especular qué acciones pudieron ser físicamente posibles después de que recibiera la herida. Es siempre un proceso complicado, porque las víctimas de disparos no muestran la misma conducta repetitiva y coherente que se les atribuye en la televisión y en las películas. Por desgracia para los inspectores de homicidios, una persona gravemente herida muchas veces se niega a limitar la extensión de la escena del crimen haciendo el favor de caerse a la primera herida y esperar la ambulancia y la furgoneta de la morgue.

La distorsión de la televisión y de la cultura popular no es en ningún lugar más evidente que en la íntima relación de las balas y los cadáveres. Hollywood nos dice que un Especial del Sábado Noche puede tumbar a un hombre sobre la acera y, sin embargo, los expertos en balística saben que ningún proyectil que no sea un obús de artillería es capaz de hacer saltar por los aires a un hombre. No importa cuánto pese una bala ni qué forma tenga ni a qué velocidad viaje, es un proyectil demasiado pequeño para derribar a una persona por el mero impacto de su propia masa. Si las balas tuvieran de verdad esa potencia, el que las dispara se caería hacia atrás del mismo modo cuando apretase el gatillo. Y eso no ocurre ni con las armas más grandes.

De hecho, una bala detiene un cuerpo humano haciendo una de estas dos cosas: penetrando en el cerebro, el tronco encefálico o la médula espinal; causando daños de forma inmediata al sistema nervioso central; o dañando lo suficiente el sistema cardiovascular como para causar tal pérdida masiva de sangre en el cerebro que provoque el colapso. El primer escenario da resultado inmediatamente, aunque las posibilidades de que un tirador medio acierte el cerebro o la médula espinal de un objetivo se reducen a la suerte. El segundo escenario tarda más en desarrollarse porque el cuerpo humano tiene mucha sangre que perder. Incluso una herida de bala que efectivamente destruya por completo el corazón de la víctima le deja sangre suficiente como para mantener el cerebro irrigado diez o quince segundos más. Aunque la creencia popular de que la gente se cae al suelo después de recibir un disparo es, por lo general, correcta, los expertos han establecido que esa caída no tiene un motivo físico, sino que es una conducta aprendida. La gente cree que, cuando recibe un tiro, tiene que caer al suelo; así que, cuando recibe un tiro, se cae al suelo. La prueba de este fenómeno es obvia cuando se da el caso opuesto: hay infinidad de ocasiones en que personas —muchas veces gente cuyos procesos mentales están alterados por las drogas o el alcohol— reciben varios disparos que les provocan heridas mortales y, sin embargo, a pesar de la gravedad de sus heridas, continúan huyendo o resistiéndose durante mucho rato. Un ejemplo es el tiroteo de 1986 entre agentes del FBI y dos presuntos ladrones de bancos en Miami, una interminable pelea a tiros en la que murieron los dos sospechosos y dos agentes federales y otros cinco agentes resultaron heridos. Los patólogos descubrieron luego que uno de los pistoleros había sufrido una herida mortal en el corazón en los primeros minutos del enfrentamiento y, sin embargo, consiguió seguir en marcha durante al menos quince minutos, disparando a los agentes e intentando huir haciendo el puente a dos coches distintos antes de, por fin, derrumbarse. La gente con balas dentro, incluso si se trata de un número considerable de balas, no siempre se comporta según lo previsto.

Ni tampoco lo hacen las propias balas. Una vez sueltas en el interior de un cuerpo humano, esos pequeños pedazos de plomo tienden a ser impredecibles. Por un lado, las balas suelen perder su forma original. Las balas de punta hueca y las
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tienden a aplastarse contra los tejidos, y todos los tipos de munición se pueden partir contra hueso. Del mismo modo, la mayoría de los proyectiles reducen sus revoluciones y su trayectoria de perforación al encontrar resistencia en el cuerpo, y empiezan a girar y a moverse en curvas, destrozando tejido y órganos a su paso. Cuando una bala entra en un cuerpo, también pierde dirección y rebota entre huesos y tendones siguiendo trayectorias variables. Esto es cierto tanto para los proyectiles más pequeños como para los más grandes. En la calle son las armas grandes —las .38, .44 y .45— las que provocan mayor respeto, pero la humilde pistola del .22 ha cobrado una peculiar fama. Cualquier vecino de Baltimore Oeste puede decirte que, cuando una bala de punta redonda del calibre .22, penetra bajo la piel de un hombre, rebota dentro como si fuera una bola en una máquina de millón. Y todos los patólogos parecen conocer alguna historia sobre una bala del .22 que entró por el costado izquierdo en la parte baja de la espalda, se cargó los dos pulmones, la aorta y el hígado, luego partió una costilla superior o dos antes de abrirse camino hacia el hombro superior derecho. Es cierto que un hombre que recibe un tiro de un .45 tiene que preocuparse de que hay un pedazo de plomo más grande atravesándolo, pero con una buena bala del .22 lo que tiene que preocuparle es que la pequeña cabrona no piensa marcharse hasta haber hecho el recorrido turístico completo.

La mayoría de los forenses utilizan un fluoroscopio o un aparato de rayos X para localizar aquellos pequeños fragmentos de aleación metálica que viajan hasta los rincones más inesperados. En Baltimore esa tecnología está disponible, y a veces algún carnicero la utiliza en situaciones en las que múltiples heridas de bala o balas que se han partido dificultan los intentos de recuperación. En su mayor parte, sin embargo, los veteranos de la calle Penn se enorgullecen de ser capaces de encontrar la mayoría de las balas y los fragmentos de bala sin necesidad de recurrir a las radiografías, guiándose simplemente por un cuidadoso examen de la trayectoria de la herida y su comprensión de las dinámicas de la bala dentro del cuerpo. Por ejemplo, una bala disparada en el cráneo de una víctima puede que no salga de la cabeza, sino que rebote por dentro del cráneo en el punto aproximadamente opuesto al orificio de entrada. La propia ausencia de orificio de salida haría obvio ese movimiento. Pero el patólogo veterano empieza la búsqueda sabiendo que las balas que rebotan dentro de un cráneo rara vez lo hacen en ángulo agudo. Por el contrario, lo más probable es que ese tipo de balas golpeen contra el hueso y luego se deslicen por el interior del cráneo en una trayectoria que forma un gran arco y que las lleva a reposar en el interior del hueso y a bastante distancia de la trayectoria original. Es un asunto casi esotérico y, en un mundo perfecto, algo que nadie tendría necesidad de saber. Tal es el conocimiento que se adquiere en la sala de autopsias.

El proceso continúa con la retirada de la placa torácica y el examen de los órganos internos. Los órganos están unidos unos con otros dentro de la cavidad principal del cuerpo. Se sacan juntos, como si fueran una sola cosa, y se colocan en los lavamanos que hay en el otro extremo de la sala. Se lleva a cabo entonces una cuidadosa disección del corazón, pulmones, hígado y otros órganos, en la que el patólogo busca señales de cualquier tipo de enfermedad o deformidad mientras continua siguiendo las trayectorias de las heridas a través de los órganos afectados. Con los órganos retirados, pueden seguirse las heridas en los tejidos posteriores del cuerpo y pueden retirarse los proyectiles que se hayan alojado en esos músculos. Las balas y los fragmentos de bala, una clase fundamental de prueba física, se manejan, por supuesto, con máximo cuidado y se retiran a mano o con instrumentos suaves que no puedan rayar su superficie y, en consecuencia, complicar los posteriores análisis balísticos o marcas de rifle.

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