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Authors: David Simon

Homicidio (74 page)

Después de que empezara a resquebrajarse hace casi un año, finalmente la brigada de Roger Nolan se está desmoronando.

OCHO

Las visiones, los sonidos, los olores…; no hay nada en el marco de referencias de un inspector de homicidios a lo que pueda equipararse aquel sótano de la calle Penn. Incluso las escenas del crimen, por violentas y brutales que sean, palidecen ante el proceso mediante el cual se disecciona y examina a los asesinados: esa es en verdad la visión más extraña.

Hay un propósito en esa carnicería, un auténtico valor para la investigación en toda esa sangre de la autopsia. Cualquier mente objetiva y que se distancie de los hechos comprende la necesidad legal de la autopsia; sin embargo, eso no hace que la realidad del procedimiento conmocione menos. Para la parte del inspector que se considera a sí mismo un profesional, la oficina del forense es un laboratorio. No obstante, para esa otra parte, la que se define en términos duros pero puramente humanos, el lugar es un matadero.

La autopsia hace evidente que el acontecimiento es el final absoluto. En las escenas del crimen, las víctimas están ciertamente muertas, pero en el momento de la autopsia se convierten en algo más —o menos— para lo inspectores. Después de todo, una cosa es que un inspector de homicidios se pueda distanciar emocionalmente del cadáver que constituye el centro del misterio que debe resolver, y otra muy distinta es ver ese mismo cadáver vaciado, ver la carcasa reducida a huesos y tendones y jugos, del mismo modo que a un coche se le quitan los cornados y los guardabarros antes de enviarlo al desguace. Incluso un inspector de homicidios —que es una persona especialmente curtida— tiene que ver bastantes autopsias antes de que la muerte se convierta en una conocida con la que tenga cierta familiaridad.

Para un inspector de homicidios, la oficina del forense es tanto una necesidad legal como una fuente de pruebas. La autopsia que realiza un patólogo es la base de todo juicio por homicidio simplemente porque, en todo caso de asesinato, debe primero probarse que la víctima murió por la intervención de algún humano y no por alguna otra causa. Pero más allá de este requisito básico, un forense hábil puede marcar la diferencia entre que un accidente se considere erróneamente un homicidio o, lo que es igualmente desastroso, que un homicidio sea atribuido a causas accidentales o naturales.

Para el forense, cada cuerpo cuenta una historia.

Con una herida de bala, un forense puede determinar por la cantidad y disposición del hollín, pólvora quemada y otros residuos, si una bala en concreto había sido disparada a bocajarro, a corta distancia o a una distancia superior a cincuenta o sesenta centímetros. Más allá de eso, un buen carnicero puede mirar las abrasiones de la herida de entrada y darte la trayectoria aproximada de la bala. En una herida de escopeta, el mismo patólogo puede leer la pauta de dispersión de los perdigones y determinar la distancia aproximada entre el cañón de la escopeta y su objetivo. De una herida de salida, un forense puede deducir si la víctima se encontraba en pie sin estar en contacto con nada o si estaba apoyada contra una pared o sobre el suelo o en una silla. Y cuando se le presenta un cuerpo con varias heridas, un buen forense puede decir no sólo cuál fue el proyectil letal, sino, en muchos casos, cuáles fueron disparados primero o qué heridas se recibieron después de la muerte y cuáles antes.

Dale a ese mismo doctor una herida de arma blanca y sabrás si la hoja tenía un filo o dos, si era lisa o dentada. Y si la herida es lo bastante profunda, un forense puede mirar las marcas que ha dejado la empuñadura y decirte la longitud y anchura del arma. Luego están las contusiones: ¿lo que golpeó a tu víctima fue un coche o un tubo de plomo? ¿Se cayó ese niño en la bañera o la niñera lo golpeó hasta matarlo? En cualquiera de estos casos, un ayudante del forense tiene la llave que abre la cámara de los secretos del cadáver.

Pero aunque un patólogo forense pueda confirmar que se ha cometido un asesinato, aunque además pueda aportar un poco de información básica sobre cómo se cometió, rara vez es capaz de hacer que un inspector de homicidios pase del cómo al quién. Demasiadas veces el muerto llega hasta el inspector como poco más que un contenedor que personas desconocidas han vaciado de vida en presencia de testigos desconocidos. Entonces el patólogo puede dar todos los detalles del mundo: trayectorias de bala, secuencia de las heridas, la distancia entre el asesino y la víctima en el momento del disparo…, y ninguna de esas cosas sirve para nada. Sin testigos, los resultados de la autopsia sólo valen para engordar el expediente del caso con más papeles. Sin un sospechoso al que investigar, todos los hechos médicos del mundo no pueden utilizarse para confirmar o desmentir la información obtenida en la sala de interrogatorios. Y a pesar de que un carnicero pueda ser todo un profesional en lo tocante a las heridas de un cuerpo humano, aunque recupere hasta el último trozo de plomo o cobre de la camisa de la bala que haya quedado dentro del cuerpo, eso apenas importa si no se ha encontrado ningún arma con la que hacer las pruebas balísticas.

En el mejor de los casos, la autopsia aporta información que el investigador puede utilizar para comprobar si sus testigos y sospechosos dicen la verdad. Una autopsia le confirma a un inspector unos pocos de hechos que efectivamente tuvieron lugar en los últimos momentos de vida de la víctima. También le confirma que hay otros pocos hechos que no pudieron haber tenido lugar. En unas pocas y benditas ocasiones en la carrera de un inspector, esos pocos hechos resultan importantes.

La investigación que hace el forense del cadáver, pues, nunca existe como un proceso independiente, sino que se conjuga con todo lo que el inspector ya ha aprendido en la escena del crimen y a través de los interrogatorios. Un ayudante del forense que crea que la causa y la forma de la muerte se pueden determinar en todos los casos solamente con un detallado examen del cuerpo está buscándose problemas. Los mejores patólogos empiezan leyéndose los informes de la policía y mirando las fotografías Instamatic tomadas por los ayudantes del forense en la escena del crimen. Sin ese contexto, la autopsia se convierte en un ejercicio sin sentido.

Ese contexto es también el motivo por el cual se suele requerir que un inspector de homicidios presencie la autopsia. La teoría es que el carnicero y el policía comparten conocimientos y que ambos salen de la sala de autopsias con más información de la que tenían al entrar. Sucede a menudo que la relación genera su propia tensión, con los médicos argumentando desde la ciencia y los policías desde la calle. Un ejemplo: un patólogo no encuentra semen ni desgarro vaginal y concluye que la víctima hallada desnuda en el parque Druid Hill no fue violada. Sin embargo, un inspector sabe que muchos delincuentes sexuales nunca llegan a eyacular. Más aún, su víctima trabajaba como prostituta a tiempo parcial y era madre de tres hijos. Así que, ¿y qué si no había desgarro? En otra ocasión, un inspector que vea un cuerpo con una herida de bala de contacto en el pecho, una segunda herida de contacto en la cabeza y múltiples hematomas y contusiones en el torso creerá que se encuentra frente a un asesinato. Pero las dos heridas de bala no descartan un intento de suicidio. Los patólogos han documentado casos en que una persona que intenta suicidarse se ha disparado repetidamente en el pecho o en la cabeza sin conseguir el resultado que buscaba, quizá porque le tembló la mano en el último momento, quizá porque el primer disparo distó de ser letal. Del mismo modo, los hematomas del pecho —aunque puedan parecer la obra de un agresor— podrían ser consecuencia de los esfuerzos de los familiares de la víctima que, tras oír los disparos, acudieran a la habitación e intentaran una reanimación cardiopulmonar de la víctima. ¿No había nota de suicidio? Lo cierto es que entre el 50 y el 75 por ciento de los casos, los suicidas no dejan una nota escrita.

La relación entre el inspector y el médico forense es necesariamente simbiótica, pero la ocasional tensión entre ambas disciplinas produce sus propios estereotipos. Los inspectores creen de verdad qUe cada nuevo patólogo sale del hospital con una mentalidad de hacerlo todo según el manual, un manual que sólo guarda una lejana relación con lo que ocurre en el mundo real. Así pues, a un médico nuevo hay que amoldarlo al puesto igual que una cartuchera de las que se cuelgan al hombro. Del mismo modo, los patólogos consideran que la gran mayoría de los inspectores de homicidios no son más que policías de calle venidos a más, sin preparación ni conocimientos científicos. Cuanta menos experiencia tenga un inspector, más probable es que lo perciban como un mero aficionado en el arte de la investigación de una muerte.

Hace un año o dos, Donald Worden y Rich Garvey estaban en la sala de autopsias de un asesinato con escopeta justo cuando John Smialek, el principal médico forense de Maryland, acompañaba a un grupo de residentes en la ronda diaria. Smialek acababa de llegar a Baltimore después de pasar por Detroit y Alburquerque y, en consecuencia, Worden probablemente no le pareció ni más ni menos experimentado que cualquier otro investigador de la policía.

—Inspector —le preguntó a Worden frente al grupo—, ¿puede usted decirme si esas son heridas de entrada o de salida?

Worden miró hacia el pecho del muerto. La regla general de las heridas de bala es que la entrada es pequeña y la salida grande, pero con una escopeta del calibre doce, las entradas también son bastante aterradoras. Si se dispara desde muy cerca, es difícil estar seguro de si el orificio es de entrada o de salida.

—Son heridas de entrada.

—Esas —dijo Smialek, volviéndose a los residentes con la prueba de la falibilidad de un inspector de policía— son heridas de salida.

Garvey vio cómo el Gran Hombre empezaba a calentarse lentamente. Era, después de todo, el trabajo de Smialek distinguir las entradas de las salidas, mientras que el de Worden era descubrir quién había hecho los agujeros. Dada la divergencia de perspectiva, son necesarios varios meses y aproximadamente una docena de cadáveres para que un inspector y un patólogo puedan trabajar bien juntos. Después de ese encuentro inicial, por ejemplo, pasó bastante tiempo antes de que Worden pudiera considerar a Smialek un buen carnicero y un buen investigador. Del mismo modo, pasó el mismo tiempo hasta que el doctor empezó a considerar a Worden como algo más que un pobre niño blanco tonto de Hampden.

Puesto que se requiere un informe de un médico forense en cualquier caso en el que sea probable que se haya cometido un asesinato, hace tiempo que la sala de autopsias se convirtió en parte de la rutina de un inspector de Baltimore. En un día cualquiera, la ronda de la mañana puede traer a la calle Penn a un policía del estado con un ahogado del oeste de Maryland o a un inspector del condado de Prince George con un asesinato por drogas del extrarradio de Washington D. C. Pero el espectacular caudal de violencia de la ciudad ha hecho que los policías de Baltimore sean parroquianos habituales en la oficina del forense y, en consecuencia, la relación entre los inspectores más veteranos y los patólogos con más experiencia ha ido haciéndose cada vez más estrecha. Demasiado estrecha, en opinión de Smialek.

Smialek había llegado a Baltimore convencido de que los vínculos que de manera natural se habían formado con la unidad de homicidios habían causado que la oficina del forense sacrificara parte de su estatus como agencia independiente. Los inspectores, en particular los procedentes de la ciudad, tenían demasiada influencia en las decisiones sobre la causa y forma de la muerte, demasiado peso en la decisión de si la muerte se declaraba un asesinato o se atribuía a causas naturales.

Antes de la llegada de Smialek, la sala de autopsias había sido un lugar mucho menos formal. Se habían compartido cafés y cigarrillos, y unos pocos inspectores se habían presentado algunos sábados por la mañana con unas cervezas para darles a los carniceros un poco de respiro después de la racha de muertes del fin de semana, que siempre se iniciaba con la violencia del viernes por la noche. Fueron días en que las bromas pesadas y el cachondeo formaban parte integral de la ronda de la mañana. Donald Steinhice, un inspector del turno de Stanton que sabía ventriloquia, había sido el responsable de algunos momentos antológaos, y muchos médicos forenses o sus ayudantes habían empezado una autopsia congelados ante lo que les parecía el muerto quejándose por tener las manos frías.

Sin embargo, la familiaridad desarrollada a lo largo de los años tenía también su lado negativo. Worden, por ejemplo, recordaba que en algunas de sus visitas a la sala de autopsias le había sorprendido lo atestada de cosas y lo desordenada que estaba; a veces, cuando la locura del fin de semana hacía que no quedaran camillas de metal para poner a los huertos, los cuerpos se apilaban en el suelo. Tampoco era insólito que se perdieran las pruebas, y su integridad era siempre dudosa, pues los inspectores nunca estaban seguros de si las fibras y cabellos que se encontraban en los cuerpos procedían de la escena del crimen o de la cámara frigorífica del forense. Y, lo que era más importante en opinión de Worden, antes había menos respeto por los muertos.

Smialek acabó con todo aquello por medio de una campaña para preservar la independencia de su trabajo y tener mejores condiciones aunque lo hizo de un modo que perjudicó la camaradería creada en la calle Penn y convirtió aquel lugar en un sitio mucho menos divertido. Para enfatizar la profesionalidad de su departamento, insistió en que todo el mundo se dirigiera a él con el título de doctor, y no toleraba que nadie se refiriera a su oficina, ni siquiera de forma pasajera, como «la morgue». Para evitar enfrentamientos, los inspectores aprendieron a llamar al lugar —al menos cuando Smialek estaba delante— «la oficina de medicina forense». Los subordinados acostumbrados a un estado de cosas mucho menos formal, muchos de ellos patólogos de mucho talento, pronto cayeron en desgracia con el nuevo jefe, igual que los inspectores que no supieron captar el cambio de clima.

Una vez, al entrar en la sala de autopsias, Donald Waltemeyer cometió el error de desear a todos los necrófagos de la carnicería que tuvieran un muy buen día. Smialek les dijo a otros inspectores que si Waltemeyer seguía por ese camino lo haría con un agujero del culo corregido y aumentado. No eran necrófagos, declaró: eran doctores; no era una carnicería, era la oficina de medicina forense. Y cuanto antes aprendiera Waltemeyer estas cosas, antes sería de nuevo un guerrero feliz. Al final el veredicto de los inspectores sobre el régimen de Smialek estaba dividido: parecía que la oficina del forense estaba mejor organizada y era más profesional en algunos aspectos, pero, por otra parte, te alegraba la mañana beber una cervecita fría con el doctor Smyth mientras Steinhice hacía hablar a los muertos.

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