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Authors: David Simon

Homicidio (70 page)

Pero el poder de la tía Geraldine no era tan obvio para los que no pertenecían al círculo familiar. Era una predicadora semianalfabeta que conducía un Cadillac gris y que vivía en una casa adosada de piedra blanca con paredes forradas de imitación de madera y baldosas desconchadas. Era fornida, y también fea; una mujer decididamente fea cuya inclinación por las pelucas y el lápiz de labios color rojo pasión recordaba a una prostituta de a veinte pavos el polvo de la avenida Pennsylvania. Geraldine ya había cumplido los cincuenta y cinco años cuando la unidad de homicidios de la ciudad finalmente echó abajo su puerta y la de casa de su madre en la calle División.

El registro de ambas direcciones les lleva varias horas. Childs, Keller y Waltemeyer encuentran expedientes policiales y otros documentos repartidos por las dos casas. Mucho antes de que la búsqueda en la casa de la avenida Kennedy haya terminado, Geraldine es conducida al distrito Este en la parte de atrás de un coche patrulla, y llega a la oficina de homicidios mucho antes que los inspectores. Se sienta estoicamente en la sala de interrogatorios grande mientras Childs y Waltemeyer llegan y se pasan una hora o más en la sala del café, revisando pólizas de seguros, álbumes de fotografías y todos los documentos que habían confiscado durante el registro.

Los dos inspectores se dieron cuenta inmediatamente de que había una extraña abundancia de licencias de matrimonio. Llegaron a contar hasta cinco maridos simultáneamente, dos de los cuales vivían con ella en la avenida Kennedy. Los llevaron a la central como testigos después de la redada, y los dos se sentaron juntos, en el sofá al lado de la pecera; los dos creían que el otro no era nada más que un huésped de Geraldine. Cada uno estaba muy seguro del lugar que ocupaba en la casa. Y cada uno había suscrito una póliza de vida en la que habían nombrado a Geraldine Parrish o a su madre como beneficiarias.

Johnnie Davis, el marido de mayor edad, les dice a los inspectores Que conoció a la señorita Geraldine en Nueva York, y que contra su voluntad le había intimidado para que se casase con ella y lo había traído a Baltimore para vivir en el sótano de la casa de la avenida Kennedy. La señorita Geraldine se quedaba todos sus cheques por invalidez a primeros de cada mes, y luego le devolvía unos pocos dólares para que pudiera comprarse comida. El otro marido, que respondía al nombre de Milton Baines, era en realidad el sobrino de la señorita Geraldine, y cuando tía insistió en casarse con él durante un viaje de regreso a Carolina, había objetado, muy acertadamente, que sería una unión incestuosa.

—¿Por qué se casó entonces con ella? —le pregunta Childs.

—Tuve que hacerlo —explica— porque me había lanzado una maldición vudú y yo estaba obligado a hacer lo que ella decía.

—¿Cómo lo hizo?

Baines cuenta que su tía le cocinó un guiso con su propia menstruación y le miró mientras se lo comía, sin decirle nada hasta que hubo terminado. Luego, le contó lo que había hecho y le dijo que ahora ella tenía poder sobre él.

Childs y Waltemeyer se cruzan la mirada.

Baines sigue divagando. Dice que cuando siguió protestando porque no quería casarse con la hermana de su madre, la señorita Geraldine le llevó a ver a un anciano del barrio. Después de hablar brevemente con la futura novia, el viejo le aseguró a Baines que en realidad no era pariente de Geraldine.

—¿Quién era? —pregunta Childs.

—No lo sé.

—¿Y por qué le creyó?

—No lo sé.

Era increíble. Un caso de asesinato cuya única pauta de comportamiento era la locura cósmica. Cuando los inspectores le dicen a Milton Baines que el tipo que vive en el sótano también está casado con Geraldine, se queda estupefacto. Cuando añaden que tanto él como su rival estaban viviendo en la misma casa, esperando como cerdos el día de la matanza, acorralados por una loca de atar que terminaría por sacrificarlos a cambio de una póliza de seguros, se queda boquiabierto.

—Mírale —dice Childs, desde el otro lado de la oficina—. Era la próxima víctima. Casi se puede leer el número del expediente tatuado en su frente.

Waltemeyer adivina por las licencias de matrimonio y otros papeles que el marido número tres probablemente vive en Plainfield, Nueva Jersey, aunque no está muy claro si vivo o muerto. El número cuatro es el reverendo Rayfield Gilliard, con quien Geraldine se casó el pasado mes de enero. El paradero del buen reverendo es desconocido hasta que Childs repasa la carpeta azul donde guardan la lista de las muertes sin resolver durante ese año. Y, efectivamente, ahí comprueba que el matrimonio del pastor Gilliard, de setenta y nueve años, con la señorita Geraldine duró poco más de un mes. Su repentina desaparición de este mundo se debió, según el forense, a causas naturales, aunque no se practicó ninguna autopsia.

También están los álbumes de fotografías; ahí la señorita Geraldine no sólo guarda el certificado de defunción del reverendo Gilliard, sino también el de su sobrina de trece años, Geraldine Cannon. Según un recorte de periódico adjunto, la niña estaba al cuidado de su tía cuando faIleció por una sobredosis de Freon en 1975, que se consideró accidental, aunque los médicos también lo atribuyen a una posible inyecto de desodorante Ban. En la siguiente página del álbum, los inspectores encuentran una póliza de seguros por valor de 2000 dólares a nombre de la niña.

En el mismo álbum encuentran fotografías más recientes de Geraldine con un bebé. Se enteran de que se lo compró a una sobrina. Lo encentran más tarde, esa misma semana, en casa de un pariente y lo ponen bajo custodia del Departamento de Servicios Sociales, después de que los inspectores descubran que hay suscritas pólizas de seguros a nombre de ese bebé que ascienden a más de 60.000 dólares.

La lista de víctimas potenciales no tiene fin. Un hombre que fue hallado tirado y moribundo en un sendero cerca de la zona noroeste tenía concertada una póliza de seguros; sobrevivió al ataque y más tarde le encontraron ingresado en un hospital y sometiéndose a rehabilitación. También dan con otra póliza, esta vez a nombre de la hermana menor de Geraldine, que murió por causas desconocidas unos años atrás. De otra página del álbum, Childs saca un certificado de defunción con fecha de octubre de 1986, a nombre de Albert Robinson. La causa de la muerte es homicidio.

Childs coge los papeles y se acerca a otra carpeta azul, la que contiene una lista cronológica de todos los homicidios de Baltimore. Abre el expediente que corresponde a los casos del año 1986 y repasa la columna donde consta el nombre de las víctimas:

Robinson, Albert B/M/48

10/6/86, disparos, NED, 4J-I6884

Casi dos años después, el caso sigue abierto. Rick James es el inspector principal. Childs lleva el certificado de defunción a la oficina, donde James está sentado en su escritorio, comiéndose distraído una ensalada del chef.

—¿Te recuerda algo? —pregunta Childs.

James echa una ojeada al certificado.

—¿De dónde has sacado esto?

—Del álbum de fotos de la Viuda Negra.

—No me jodas.

—Así es.

—Vaya, vaya —dice James, poniéndose de pie de un salto y agarrando la mano del inspector jefe—. Gary Childs va y resuelve mi caso.

—Ya, bueno, alguien tenía que hacerlo.

Albert Robinson era un alcohólico y drogadicto de Plainfield, Nueva Jersey. Fue hallado muerto al lado de la vía del tren, al pie de Clifton Park, con un disparo en la cabeza. Tenía un nivel de alcoholemia en la sangre cuatro veces superior al permitido. Cuando investigó ese casa, James nunca pudo descubrir qué hacía un borracho del norte de Jersey en Baltimore Este. Quizá, se figuró, el tipo era un vagabundo que se había subido a un tren en dirección al sur para termina acribillado por Dios sabía qué razón mientras el tren se paseaba por todo Baltimore.

—¿Cuál es la relación de la Viuda con Albert? —pregunta James con repentina curiosidad.

—Aún no lo sé —dice Childs—, pero nos consta que Geraldine solía vivir en Plainfield…

—Joder.

—… y tengo el presentimiento de que en alguna pila de papeles encontraremos una póliza de seguros a nombre del fiambre.

—Oooh, me haces sentir cosas muy bonitas —dice James, riéndose—. Sigue hablándome así.

En la sala de interrogatorios grande, Geraldine Parrish se ajusta la peluca y se aplica otra capa de maquillaje, mirándose en una polvera. Nada de lo que ha sucedido ha afectado su preocupación por su apariencia. Tampoco ha perdido el apetito: cuando los inspectores le traen un sándwich de atún de Crazy John, se lo come entero, masticando lentamente, con el dedo meñique alzado mientras sostiene el sándwich.

Veinte minutos más tarde, pide ir al baño, y Eddie Brown la acompaña hasta la puerta de los lavabos. Sonríe y sacude la cabeza cuando su prisionera le pregunta si piensa entrar con ella.

—Vaya, vaya usted —le dice.

Se pasa unos cinco minutos dentro y, cuando vuelve a salir al pasillo, se ha repasado el pintalabios.

—Necesito mis medicamentos —dice ella.

—¿Cuáles son? —le pregunta Brown—. Tenía usted dos docenas de pastillas distintas en el bolso.

—Los necesito todos.

En la mente de Eddie Brown flota la estampa de una sala de interrogatorios con sobredosis del prisionero.

—Pues no podrá ser —dice, acompañándola de vuelta—. Tendrá que escoger tres.

—Conozco mis derechos —dice ella con amargura—. Tengo derecho constitucional a mis medicamentos.

Brown sonríe, sin dar crédito.

—¿De qué se ríe? Lo que usted necesita es religión, en lugar de que darse de pie, riéndose de las personas decentes.

—¿Así que quiere darme religión, eh?

Geraldine entra despreocupadamente en la sala de interrogatorios, seguida de Childs y Waltemeyer. Al final, cuatro inspectores terminarán interrogando a esta mujer. Ponen las pólizas de seguro encima de la larga mesa y le explican una y otra vez que no importa si ella no apreto el gatillo.

—Si hizo que dispararan a alguien, entonces es culpable de asesinato, Geraldine —dice Waltemeyer.

—¿Pueden darme mis medicinas?

—Geraldine, escúcheme. Está acusada ya de tres asesinatos y, antes de que terminemos, probablemente la acusaremos de alguno más. Díganos ahora lo que realmente sucedió, hágame caso.

Geraldine Parrish mira hacia el techo y luego empieza a balbucear incoherencias.

—Geraldine…

—No sé de qué me están hablando, señores policías —dice repentinamente, con acento sureño—. Yo no disparé a nadie.

Más tarde, cuando los inspectores ya han abandonado cualquier esperanza de obtener una confesión coherente, Geraldine se queda sentada, sola, en la sala de interrogatorios, esperando a que terminen el papeleo para que la transfieran a la cárcel del condado. Está inclinada hacia delante, con la cabeza descansando sobre la mesa, cuando Jay Landsman pasa junto al cristal opaco que separa la sala del resto del mundo, y echa un vistazo sin que la mujer lo perciba.

—¿Es ella? —pregunta Landsman, recién llegado del turno de las cuatro a las doce.

—Así es —confirma Eddie Brown.

El rostro de Landsman se transforma con una sonrisa malévola y abre la palma de su mano. La descarga con un fuerte golpe contra la puerta metálica. Geraldine pega un salto.

—Uuuuuuuhhhhh —gime Landsman en su mejor imitación de un fantasma—. Ooooohhhh, aseeesiiinaaato…MUUUERRRTE…

—Dios, Jay. Ahora sí que la has jodido.

Geraldine Parrish se arroja bajo la mesa, de cuatro patas, y empieza a gimotear como una cabra loca. Encantado con los resultados, Landsman sigue ululando hasta que Geraldine termina acurrucada en Posición fetal bajo la mesa, chillándole a las patas de metal.

—Uuuuuuhhh —gime Landsman.

—Aaahahhh —grita Geraldine.

—Ooohoahahhh.

Geraldine sé queda en el suelo, lloriqueando aparatosamente, mientras Landsman regresa a la oficina principal como un héroe vencedor.

—Bueno —dice, con la misma sonrisa ladina—, supongo que la defensa argumentará enajenación mental.

Y es probable, aunque todos los que asisten a la actuación de Geraldine Parrish están ahora completamente seguros de que está cuerda. El espectáculo arrastrado por los suelos que ha ofrecido es una versión calculada y simplona de la verdadera locura. En conjunto ha sido bastante embarazoso, especialmente porque todo lo que emana de ella indica que es una mujer que siempre apuesta por la posición más ventajosa pues es una manipuladora en busca de su mejor opción. Sus parientes ya le han contado a los inspectores que solía fanfarronear diciendo que era intocable; que podía matar a quien quisiera porque tenía cuatro médicos listos para testificar que estaba loca, si hacía falta. ¿Las divagaciones de una sociópata? Tal vez. ¿La mente de una niña egoísta? Quizá. Pero ¿era de verdad una mente desequilibrada?

Una semana atrás, antes de que salieran las órdenes de registro, alguien le mostró a Waltemeyer un perfil psicológico que el FBI había elaborado de la clásica viuda negra y asesina en serie. La unidad de ciencias del comportamiento de la Academia de Quantico lo había preparado, y el perfil indicaba que la mujer tendría treinta años o más, que no sería necesariamente atractiva, y que, sin embargo, al mismo tiempo haría ímprobos esfuerzos por exagerar sus proezas sexuales y manipular su aspecto físico. La mujer sería probablemente hipocondríaca y disfrutaría presentándose como una víctima. Esperaría recibir un trato especial, y luego se quejaría como una niña pequeña si no era así. Al comparar a Geraldine Parrish con ese perfil, parecía que un director de
casting
le hubiera adjudicado el papel porque encajaba a la perfección.

Después del interrogatorio, Roger Nolan y Terry McLarney escoltan a Geraldine Parrish a la cárcel municipal. Caminan tras ella, por el pasillo del sexto piso; Nolan está situado detrás de la mujer.

—Justo antes de llegar a los ascensores, se para de repente y va y se inclina hacia delante —les contó más tarde Nolan a los demás inspectores— como si quisiera que yo tropezara con su culo gordo. De verdad, la tía va de eso… En su mente, estaba convencida de que si le tocaba el culo, me enamoraría de ella y le pegaría un disparo a Terry McLarney con su propia pistola, y que ella y yo nos largaríamos en un Chevrolet sin matrícula, perdiéndonos en el horizonte.

El psicoanálisis de Nolan quizá basta para la anécdota, pero Waltemeyer apenas se está internando en el cerebro y el alma de Geraldine Parrish. Aunque los demás inspectores se conforman con creer que ya lo saben todo de esta mujer, ahora le toca a Waltemeyer determinar a cuánta gente asesinó, cómo lo hizo y por cuántas de esas muertes puede enjuiciarla.

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