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Authors: David Simon

Homicidio (78 page)

—Es un sitio muy estrecho —dice—. ¿No sería fantástico que el tipo hubiera rayado el guardabarros al mover el coche por aquí?

Sería maná caído del cielo, pero incluso mientras habla, Brown sabe que la única prueba física que tiene es el propio cuerpo. Y dependiendo de lo que pase en la sala de autopsias dentro de dos horas, puede que también de esa prueba le quede muy poco. En contra de lo que había esperado, la calle Johnson se configuraba como un caso duro de roer; el viaje a Billyland no estaba resultando nada divertido.

Después de que el cuerpo haya desaparecido en la parte de atrás de una furgoneta, los dos inspectores caminan hacia la entrada de la parcela en la calle Johnson, donde a lo largo de las últimas dos horas se ha reunido un nutrido grupo de mirones. Una mujer joven hace gestos a Dave Brown para que se acerque y le pregunta el nombre de la víctima.

—No lo sabemos todavía. No hemos encontrado ningún documento de identificación.

—¿Tenía unos cuarenta y pico años?

—No, era joven. Mucho más joven, creo.

Con el inspector esforzándose por no perder la paciencia, la mujer explica lentamente que su tía se marchó de su casa en la calle South Light la última noche y no se la ha visto desde entonces.

—Todavía no sabemos quién es —repite Brown, dándole una tarjeta—. Si quiere llamarme más tarde, probablemente sabré algo más.

La mujer coge la tarjeta y abre la boca para hacer otra pregunta, pero Brown ya está en el asiento del conductor del Cavalier. Si el caso fuera un tiroteo común y corriente, los inspectores estarían matándose por conseguir una identificación y entrevistar a los parientes. Pero este caso depende de la autopsia.

Brown enciende en motor y lleva el Cavalier por la calle South Charles a ochenta kilómetros por hora sin ningún motivo en particular. Worden se lo queda mirando.

—¿Qué? —pregunta Brown.

Worden sacude la cabeza.

—Pero ¿qué pasa? Soy policía. Tengo permiso para conducir así.

—No conmigo en el coche.

Brown pone los ojos en blanco.

—Pasa por el Rite Aid de la calle Baltimore —dice Worden—. Necesito puros.

Como si aquello fuera el motivo que buscaba, Brown pisa a fondo y se salta todos los semáforos de camino al centro. En Calvert con Baltimore aparca en doble fila frente a la tienda y sale del asiento del conductor antes de que Worden pueda reaccionar. Hace señas al inspector más veterano para que no se mueva, y regresa un minuto más tarde con un paquete de sus cigarrillos y otro de Backwoods.

—Incluso te he traído uno de esos mecheros rosa que tanto te gustan. El de tamaño grande.

Una oferta de paz. Worden mira el encendedor y luego a Dave Brown. Ambos son hombres grandes, ambos están más apretados de lo que la dignidad exige en el interior de un coche familiar económico de dos puertas. Son carne aprisionada en ese coche, una visión de humanidad comprimida que de algún modo se abre a múltiples posibilidades

cómicas.

—Dicen que hay que ser muy hombre para llevar un mechero rosa —dice Brown—. Muy hombre o un hombre familiarizado con estilos de vida alternativos.

—Ya sabes por qué necesito el de tamaño grande —dice Worden, encendiendo un puro.

—Porque no puedes meter tus dedos regordetes en los pequeños.

—Exactamente —dice Worden.

El Cavalier avanza entre los baches y placas metálicas de la calle Lombard con el tráfico del final de la mañana. Worden expulsa el humo por la ventanilla y mira cómo las secretarias y los hombres de negocios salen de los edificios de oficinas para comer temprano.

—Gracias por los cigarros —dice al cabo de una o dos manzanas.

—De nada.

—Y por el encendedor.

—De nada.

—Aun así no te voy a ayudar con este.

—Ya lo sé, Donald.

—Y conduces como un loco.

—Sí, Donald.

—Y sigues siendo un mierda.

—Gracias, Donald.

—Doctora Goodin —dice Worden señalando la camilla metálica que está justo fuera de la puerta de la sala de autopsias— ¿le toca a usted?

—¿Ese de allí? —dice Julia Goodin— ¿Es vuestro caso?

—Bueno, en realidad el inspector principal es el señor Brown, aquí presente. Yo sólo le acompaño para darle apoyo moral.

La doctora sonríe. Es una mujer pequeña, de hecho, muy pequeña, con pelo rubio muy corto y gafas de montura metálica. Y a pesar de la autoridad adicional que le confiere la bata blanca de laboratorio, es una mujer joven que se parece un poco a Sandy Duncan. Hablando en plata, Julie Goodin no tiene aspecto de carnicera y, considerando cuál es el estereotipo prevaleciente en esa profesión, probablemente eso sea un cumplido.

—Y también —dice Worden— porque Brown me ha prometido que me invitará a desayunar aquí enfrente.

Dave Brown fulmina a Worden con la mirada. Puros. Encendedor Desayuno. Miserable viejo cabrón, piensa, ¿por qué no me traes también los recibos de tu hipoteca?

Worden responde con una sonrisa y luego se concentra en la patóloga, que ahora se encuentra de espaldas a los dos hombres. Está en el lavamanos metálico, cortando a través de los órganos de su cliente de esa hora, un hombre negro de mediana edad cuya vacía carcasa aguarda como bostezando en la mesa justo detrás de la doctora.

—Supongo —dice Worden— que está encantada de volver a trabajar conmigo, ¿no?

Julia Goodin sonríe.

—Siempre es interesante trabajar en sus casos, inspector Worden.

—Interesante, ¿eh?

—Siempre —dice ella sonriendo de nuevo—. Pero no podré ocuparme de ella hasta dentro de una media hora.

Worden asiente y va hacia la sala de pesaje con David Brown.

—Creo que de verdad se alegra de verme.

—¿Por qué?

—Tiffany Woodhous. El caso del bebé.

—Ah, claro.

La doctora Goodin lleva sólo unos pocos meses en la calle Penn, pero ya existe una historia entre ella y Worden. Fue una cagada en cadena de esas que pasan, y sucedió hace tres semanas cuando llegó una llamada que denunciaba sospechas de pederastia en Bon Secours, donde el cuerpo roto de un niño de dos años muerto recibió a Worden y Rick James en la sala de examen trasera. Tiffany Woodhous había llegado al hospital como un caso de fallo cardiaco, pero cuando los enfermeros de emergencias le metieron al bebé un tubo hasta el estómago, el único líquido que sacaron fue sangre de una herida anterior. Los médicos entonces se dieron cuenta de que se estaba desarrollando rigor mortis en el rostro y las extremidades. Ambos inspectores notaron un gran hematoma en la sien derecha del bebé, así como otros en el hombro, la espalda y el abdomen.

Asumiendo lo peor, los inspectores se llevaron a los padres a homicidios y, cuando supieron que había otros tres niños en la casa de la familia en la calle Hollins, contactaron con el departamento de servicios sociales. Pero después de un interminable interrogatorio, el padre y la madre mantuvieron que no tenían ni idea de qué podía haber causado esas heridas. Entonces su hija de trece años despertó nuevas sorpresas al mencionar un incidente que había ocurrido cuando su primo de diez años estaba cuidando al bebé. La hija dijo que ella estaba en el segundo piso de la casa cuando oyó un golpe; y que, cuando bajó a preguntar qué había pasado, su primo le explicó que había dado una palmada. Después de eso, le explicó la niña a Worden, ella se llevó a Tiffany arriba, pero la pequeña estaba callada e inquieta. Volvió a dejar al bebé sobre el sofá y lo vigiló mientras se dormía.

Worden y James estaban comprensiblemente ansiosos por entrevistar al niño, pero de repente no se lo encontraba por ningún lado. Había estado viviendo con su tía porque ya se había escapado de la casa de su abuela en Bennett Place, y ahora había huido también de la calle Hollins. En consecuencia, cuando Julia Goodin vio por primera vez el diminuto cadáver en la autopsia de la mañana siguiente, todo lo que tenía era la declaración de la hija y los obvios traumatismos del cuerpo, que incluían un golpe fuerte en la cabeza, que le había causado una hemorragia masiva. Eso bastaba para determinar preliminarmente que se podía tratar de un homicidio, una calificación que no tardó en filtrarse a la prensa.

Más tarde, esa misma mañana, sin embargo, ese niño de diez años fue finalmente localizado por agentes del distrito en un callejón detrás de la casa de su abuela, y conducido a la unidad de homicidios. En presencia de su madre y de un fiscal de menores, prestó una declaración completa. Les dijo a los inspectores que estaba solo con Tiffany poco antes de la una de la tarde cuando el bebé empezó a llorar. La levantó, jugó con ella hasta que se calmó y luego la sentó en el brazo de la mecedora del salón. Pero mientras el niño miraba la televisión, el bebé se cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza con una bicicleta que estaba tirada en el suelo detrás de la mecedora. La pequeña se puso a llorar desconsoladamente y el niño salió corriendo afuera en busca de su prima. No la encontró y le entró el pánico. Justo entonces la niña de trece años regresó y los dos se dieron cuenta de que a Tiffany se le habían puesto los ojos en blanco. Pusieron al bebé en un colchón de espuma en el salón de la casa y oyeron cómo le salía de la garganta un ruido rasposo. Se dieron cuenta entonces de que Tiffany había dejado de respirar.

Intentaron resucitar a la niña, un intento frenético y torpe que explicaba los hematomas en el pecho, espalda y abdomen. La pequeña volvió a respirar y la pusieron de nuevo en el sofá. Dejó de respirar otra vez y de nuevo intentaron reanimarla, esta vez rodándola con agua fresca. Luego se llevaron a la niña al salón y la tendieron junto a su hermano de un mes. No llamaron a una ambulancia.

Cuando volvieron a entrevistar a la niña de trece años ese mismo se retractó de lo que había dicho. Había mentido por miedo a sus padres, y ambos adolescentes no habían pedido ayuda médica por el mismo motivo. Sólo cuando los padres regresaron a casa a las ocho de la noche se llamó finalmente a la ambulancia. El comportamiento de los niños había sido estúpido, y el resultado, trágico; pero, en opinión de Worden, aquel no era, por mucha imaginación que se le pusiera, un caso de asesinato.

Pero la oficina del forense, y Julia Goodin en particular, no estaba convencida de ello. Como patólogo en jefe, John Smialek apuntó que las heridas de la cabeza eran muy graves, más graves, de hecho, de las que se habría hecho un niño cayéndose de una silla. Pero Worden creía a su joven testigo, que había descrito la caída de la niña como una pirueta hacia atrás desde el brazo de la mecedora para ir a parar directamente sobre la barra del manillar de la bicicleta. Y cuando los inspectores convencieron a Tim Doory, en la oficina del fiscal del estado, de que no presentara cargos por el crimen, Smialek insistió en que se reunieran. La oficina del forense no tenía intención de cambiar la calificación, le dijo al fiscal, y le preocupaba que el caso fuera a parecer un encubrimiento de los inspectores que no querían acusar de asesinato a un niño de diez años porque sabían que jamás podrían ganar el caso ante un tribunal.

Fue una especie de duelo al sol, y el problema al que se enfrentaba Goodin era sencillo: un patólogo forense no puede equivocarse. Nunca, ni una sola vez. Ni siquiera en un diagnóstico provisional. Porque es una regla fundamental que cualquier error que cometa un experto en cualquier campo criminal —patología, pruebas, balística, código genético—, una vez reconocido públicamente, se convierte en patrimonio de todos los abogados defensores de la ciudad. Dale a un abogado un solo caso en el que la opinión de un experto pueda ser criticada y llevará ese tren directamente por la vía de la duda razonable. Y, más aún que en la mayoría de los casos, la muerte de una niña de dos años iba a ir directamente a los titulares de los periódicos.

«Muerte de niña declarada homicidio; no se presentarán cargos», declaró el
Sun.
El periódico citó una declaración de D'Addario:

—Tenemos la base para un caso, pero no podemos confirmar que sucedió en la casa… Tenemos que ceñirnos al dictamen del forense.

Smialek contrarrestó lo dicho por D'Addario afirmando que la explicación del niño que cuidaba al bebé «no era consistente con las heridas […] el bebé murió como resultado de las acciones de otra persona». El forense concedió, sin embargo, que la muerte podía ser consecuencia de una intervención accidental de otra persona, pero no había forma de saberlo. Esforzándose por hallar puntos de acuerdo, Smialek explicó cuidadosamente que un dictamen médico de homicidio no necesariamente comporta una acusación penal de homicidio. Mientras tanto, una portavoz del departamento de policía les hizo a los periodistas un resumen inteligente de la situación:

—No fue asesinada. Eso es todo lo que tengo que decir.

Al final la investigación de Tiffany Woodhous terminó de forma extraña para Worden, con un dictamen médico de homicidio por el que nunca se presentarían cargos. Otra consecuencia fue que la unidad de homicidios y la oficina del forense tuvieron que esforzarse por llegar a acuerdos bajo el escrutinio de la opinión pública, y fue, en retrospectiva, un tipo de caso en la media del año que estaba teniendo Worden.

Ahora, tres semanas después, el Gran Hombre está de vuelta en la calle Penn con otro cuerpo. Y quién sino Julia Goodin le espera en la sala de autopsias.

Los dos inspectores ven cómo su Juana Nadie de Billyland es pasada bajo la cámara de fotos de la sala exterior, y Worden le pide al ayudante que preste especial atención a las huellas de neumático en el brazo izquierdo y parte superior del torso. Quince minutos después siguen a su víctima a la sala de autopsias, donde empieza el examen externo en el primer espacio disponible, que resulta estar entre una víctima de un incendio de Prince George y un accidente de tráfico de Frederick.

La doctora Goodin es siempre muy cautelosa. Y después del lío que se montó con Tiffany Woodhous, ahora trabaja incluso con más calma. Se mueve lentamente alrededor del cuerpo, anotando la localización de las huellas de neumático, de las magulladuras, de las contusiones y de toda herida visible. Las anota todas en la primera hoja de su carpeta, que tiene dibujada una silueta de una mujer boca abajo. Comprueba cuidadosamente las manos en busca de pruebas y raspa las uñas, aunque no encuentra nada en las muestras que indique que la víctima luchara contra ningún asaltante. Presta especial atención a las espinillas y muslos de la víctima, buscando las delatoras marcas del parachoques que indicarían que había sido atropellada mientras estaba de pie y que luego el coche le había pasado por encima. Pero no hay nada.

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