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Authors: David Simon

Homicidio (83 page)

Una semana después de la fría depresión de la calle Durham, Pellegrini pasa de la euforia a la desesperación. Nueve meses después del levantamiento del cadáver de Latonya Wallace, el informe del laboratorio ha aportado la primera prueba sustancial para el expediente, y el único indicio físico que relaciona el crimen con el Pescadero. Pero si los analistas del laboratorio sólo se atreven a decir que las dos muestras son muy similares, entonces la prueba queda en el ámbito de la duda razonable. Es un principio, pero a menos que las batas blancas puedan ser más tajantes, no es nada más.

Unos días después de la llegada del informe, Pellegrini le pide al capitán que autorice una búsqueda en el ordenador central de todas las denuncias fechadas desde el 1 de enero de 1978 hasta el 2 de fe brero de 1988. Buscan la dirección de cada incendio provocado que esté registrada en el sistema, en el área de Reservoir Hill comprendida entre las avenidas North y Park, Druid Park Lake Drive y la avenida Madison.

La teoría es muy sencilla: si el laboratorio no puede afirmar que muestras son de la tienda de la calle Whitelock, entonces quizá el inspector, repasando cada caso hasta remontarse un par de años, pueda demostrar que no podrían proceder de ningún otro sitio.

Al resto de policías de la unidad de homicidios, el inspector que sólo vive y duerme para el caso de Latonya Wallace quizá haya perdido la perspectiva, pero para el propio Pellegrini, el caso del expediente H88021 se está ordenando lentamente. Ocho meses después, la carpeta tiene pruebas frescas, un sospechoso factible, una teoría verosímil, y lo mejor de todo es que hay una dirección en la que trabajar.

VIERNES 7 DE OCTUBRE

—Bueno —dice McLarney, admirando el tablero—. Worden ha vuelto.

Y en negro. Tres noches seguidas en el turno de medianoche de finales de septiembre, y tres asesinatos para el Gran Hombre y Rick James. Dos casos cerrados, y la pizarra al otro lado de la sala del café ya ostenta las muestras del avance en el tercer caso: «Cualquier llamada sobre una prostituta llamada Lenore que trabaja en la avenida Pennsylvania pasádsela a Worden o James, o llamadles a casa. Re: H88160».

Lenore, la puta misteriosa. Según los testigos, es el único testigo del apuñalamiento mortal de su ex novio, que fue visto por última vez discutiendo con el actual enamorado de la chica, en el bloque 2200, antes decaer al suelo con un horrendo agujero en la parte superior del pecho. Ahora, dos semanas después, el novio actual ha muerto de cáncer, muy convenientemente, y, por lo tanto, si la escurridiza mujer de negocios se presenta en la central y realiza una declaración honesta, lo más probable es que el caso número 3 también se resuelva y quede apuntado en tinta negra. Para lograrlo, la brigada de McLarney lleva aterrorizando a las putas de la avenida durante las últimas dos semanas, acercándose a tocarles las narices a todas las nuevas y espantar a los clientes. La cosa está tan mal que las chicas les hacen gestos para que se larguen en cuanto se bajan del coche.

—No soy Lenore —gritó una a Worden, la semana pasada, antes de que este abriera la boca.

—Ya lo sé, cariño. ¿La has visto?

—No ha salido esta noche.

—Bueno, pues dile que si se pasa a hablar con nosotros, dejaremos de molestaros. ¿Nos haces ese favor?

—Si la veo, se lo diré.

—Gracias, querida.

Labor policial clásica, de esa que a uno le lleva a recorrer las calles de la ciudad. Sin asquerosos políticos, ni jefes traicioneros, ni jóvenes policías asustados que dicen que no saben nada del chaval muerto en el callejón. La calle sólo da criminales mentirosos y ladrones, y Worden no se queja. Es su trabajo. Y el de él, también.

El regreso a la rutina le permite una cierta satisfacción a Word aunque los últimos tres casos no rebosaban precisamente de complejidad e interés. El primero era casi accidental: tres camellos adolescentes en una casa adosada de la zona oeste, maravillados con el plato fuerte del sábado noche que su anfitrión les había vendido, cuando de repente se dispara con el cañón apuntando al pecho de uno de ellos. El segundo era una paliza en Highlandtown: el homicidio de un jovenzuelo que yacía tendido en un callejón detrás de la avenida Lakewood, que murió tras recibir un golpe, caer al suelo y darse en la cabeza. El tercero era el apuñalamiento de la avenida Pennsylvania, que aún esperaba la llegada de la señorita Lenore.

No, la verdad era que lo que anunciaba el regreso de Worden no era la calidad de los casos, sino el volumen. Tanto si el caso se resolvía como si no, la solidez siempre estaba presente en los expedientes del Gran Hombre. De hecho, lo de la calle Monroe era uno de sus mejores trabajos en mucho tiempo. Pero un año antes, Worden era una máquina, y McLarney recordaba esa época como un atleta recuerda un campeonato. En aquel entonces, la brigada más o menos seguía los preceptos de trabajo de un anuncio de cereales: dáselo a Worden, él se lo traga todo. Venga, dale ese también, otro más, y luego el caso con el que Dave Brown o Waltemeyer llevan un tiempo peleándose. ¿Lo ves? ¡Le gusta!

Este año había sido distinto. La calle Monroe, el asunto Larry Young, los casos pendientes de marzo y abril; el año se había desarrollado como un agónico ejercicio de frustración, y hacia el verano nada indicaba que la mala racha de Worden tendría fin.

A finales de agosto y principios de septiembre, el bofetón de cruda realidad fue una víctima de catorce años llamada Craig Rideout, abatido por disparos de una escopeta, que apareció a primera hora de la mañana en un prado de Pimlico. Llevaba muerto varias horas antes de que nadie encontrara el cuerpo, o avisara a la policía. Worden se deslomó durante días hasta rastrear el origen del tiroteo: una pandilla que realizaba atracos en la zona noroeste con un Mazda rojo. Habló con los informantes de su viejo sector y comprobó, en concreto, las de nuncias de otros atracos que habían terminado mal: un tipo que no paga impuestos con una dirección en Cherry Hill y un historial delictivo que incluye detenciones por atraco armado. Worden no sólo logró relacionar al chico con el Mazda rojo que todo el vecindario había visto en la zona noroeste, sino que también descubrio que el chico pasaba mucho tiempo con pandillas de la zona de Park Heights, cerca de la escena del crimen.

Durante un par de noches, Worden se sentó ante la casa del chico, esperando a que algo parecido a una banda de ladrones se reuniera alrededor del Mazda. Sin pruebas, Worden sólo podía rezar para que su sospechoso volviera a salir a la calle con la escopeta en ristre para intentar otro robo. Entonces, un acto inexplicable de otro inspector hizo estallar el caso. Dos semanas después del asesinato de Rideout, Worden llegó para el turno de cuatro a doce y se enteró de que Dave Hollingsworth, el inspector del turno de Stanton que llevaba otro asesinato en el noroeste se había presentado en Cherry Hill e interrogado a su sospechoso. Al instante, los atracos con escopeta de la zona noroeste se detuvieron abruptamente. No más Mazdas rojos, no más paseos de su sospechoso hasta Park Heights.

Pasaron varios meses hasta que Worden volvió a saber algo de su sospechoso. En esa ocasión, el chico de Cherry Hill protagoniza un informe de 24 horas. Es el cadáver en el pavimento, abatido por personas desconocidas en una calle al lado del bulevar Martin Luther King. El asesinato de Rideout siguió inscrito en tinta roja y, para Worden, se convirtió en una metáfora. Como todos los implicados, era una buena labor policial con final nefasto, y como todo lo que había pasado ese año, seguía sin resolverse.

Pero el caso Rideout sólo fue un puñetazo en una combinación izquierda-derecha. A mediados de septiembre, el mamporro cayó en un tribunal atestado de casos del distrito Central, cuando el senador Larry Young fue llevado a juicio por su conocida falta.

Aunque juicio quizá no es la palabra más adecuada para lo que sucede. Es más bien un espectáculo, en realidad: el despliegue público por parte de fiscales y policías que, de hecho, no tienen ninguna intención de llevar la acusación agresivamente. En lugar de eso, Tim Doory, de la oficina del fiscal, se ocupa en persona del caso, con suficiente vigor como para perder. Al describir las circunstancias en las que el senador fingió su propio secuestro, Doory no llamó al ayudante del senador como testigo, y así privó intencionalmente al estado del motivo para la falsa declaración y evitó cualquier revelación incómoda en el estrado de los testigos acerca de la vida privada del senador.

Fue un gesto amable y honorable que Worden comprendió y aceptó.

Lo que no aceptó fue la necesidad de la manifestación pública; le enfureció que la fiscalía y el departamento de policía tuvieran tantas ganas de demostrar que perseguirían el tipo de faltas menores, de estupidez sin sentido, como la que Larry Young había cometido, y por la que fue acusado, juzgado y declarado inocente. Aun así, cuando llegó el momento de testificar, Worden se apoyó en el respaldo con aparente indiferencia. El abogado del senador le preguntó por la conversación clave en la que Young admitió que no había habido ningún crimen; el inspector no dudó en pegarle el mayor puñetazo posible a la acusación.

—Veamos si lo entiendo, inspector. Usted le dijo al senador que no le acusarían de nada si admitía que no se había producido ningún crimen

—Le dije que yo no presentaría cargos.

—Pero sí está acusado.

—No le he acusado yo.

Worden luego reconoció que el senador sólo admitió lo de la falsa denuncia cuando le dijeron que, si lo hacía, la investigación se detendría en ese punto. También describió en detalle el final de su conversación con Young, cuando el senador declaró que no había habido ningún crimen y que se ocuparía del asunto personalmente.

El abogado defensor terminó su interrogatorio con una tensa sonrisa de satisfacción.

—Gracias, inspector Worden.

Desde luego que gracias. Una vez quedó claro que la admisión del senador se parecía mucho al resultado de una coacción, y el fiscal que no acababa de explicar el motivo de la falsa denuncia, el juez del tribunal del distrito no tardó en emitir el veredicto de inocencia.

Al dejar la sala del tribunal, Larry Young se acercó a Donald Worden y le tendió la mano.

—Gracias por no mentir —dijo el senador.

Worden le miró, sorprendido.

—¿Por qué iba a hacerlo?

En esas circunstancias, era un insulto extraordinario. Después de todo, ¿por qué iba a mentir un inspector de policía? ¿Para qué iba a cometer perjurio? ¿Por qué arriesgar su propia integridad, por no hablar de su trabajo y su pensión, para ganar un caso como este? ¿Para colgar la piel de un político en su muro de trofeos? ¿Para lograr el respeto infinito de los adversarios políticos de Larry Young?

Como todos los policías, Worden poseía una mirada cínica, pero no era precisamente estoico. Los asesinatos por resolver y la mentira descarada —los dos grandes temas de su año echado a perder— aun parecían importarle más que a muchos jóvenes inspectores. No se le notaba, pero en Worden persistía un núcleo de furia, una callada rebelión contra la inercia y el politiqueo de su propio departamento. Esas emociones asomaban a la superficie en contadas ocasiones; en lugar de eso, hervían en las profundidades de su ser y alimentaban su elevada e insubordinada hipertensión. De hecho, Worden sólo dio rienda suelta una vez a la rabia que sentía durante el caso Larry Young. Sucedió en una breve conversación en la sala del café, cuando Rick James trató de animar el estado de ánimo de su compañero.

—Eh, tranquilo, ya está fuera de tu control —dijo James—. Joder, ¿qué más puedes hacer?

—Te diré lo que puedo hacer —rugió Worden—. Estoy dispuesto a meter mi pistola en la boca de alguien, y ese alguien está en el interior de este edificio.

Después de eso, James le dejó tranquilo. ¿Qué más se podía decir?

Al mismo tiempo, Terry McLarney entró en un estado de depresión clínica cuando se enteró de que Worden se había interesado por un puesto de investigador en la oficina del forense. Worden se nos va, les dice al resto de hombres de la brigada. Lo vamos a perder por culpa de la mierda de año que ha tenido.

—Y además, tiene aspecto de estar cansado —les dijo a los demás—. Jamás he visto a Donald con tan mala cara.

McLarney se aferró al resto más exiguo de esperanza: lograr que Worden volviera a la calle, con nuevos casos que resolver. Buenos asesinatos, llamadas como Dios manda. McLarney estaba convencido de que si algo podía reactivar a Worden, ayudarle a dejar atrás la porquería del pasado año, era el trabajo policial de verdad.

Pero el caso Monroe había sido exactamente eso, y también el caso Rideout. Y habían acabado horriblemente mal. Ni siquiera el propio Worden estaba seguro de qué había ido mal, y no tenía ni idea de adonde iba el túnel en el que estaba metido, o si tenía una luz al final. Lo más amable que podía decirse de Donald Worden era que se había acostumbrado a viajar a oscuras.

Luego, de repente, empezó a parpadear una lucecita. A finales de septiembre, el turno de medianoche le trajo el espectacular triplete de casos, cuando Worden se ocupaba de todos los fiambres que caían en su campo de visión. Y una semana después de resolver esos casos, volvió a tocarle otro hueso. No había por dónde coger el caso: una mujer desnuda y destripada había aparecido detrás de una escuela elemental en la avenida Greenspring. La había descubierto el funcionario de Correos, más de doce horas después del crimen. Sin identificación ni nada que encajase en ningún informe de personas desaparecidas.

Lo hermoso del trabajo de Worden en esa investigación no fue la solución, aunque increíblemente logró encontrar un sospechoso después de que el expediente quedara abierto durante más de un año. No, lo mejor fue que no permitió que la mujer siguiera siendo una Juana Nadie—«un miembro de la familia de los ciervos», como solía decir— para terminar enterrada a costa del Estado (por doscientos dólares) sin que sus parientes o sus amigos supieran nada más de ella.

Se pasó seis días en la calle, buscando un nombre. La televisión y los periódicos no querían publicitar el rostro de la mujer: era, a todas luces, un cadáver. Sus huellas no dieron ningún resultado en las base de datos locales ni federales. Y aunque el cuerpo parecía limpio —señal de que la mujer vivía en alguna parte, no en la calle—, nadie se acercó a denunciar la desaparición de su madre, o su hermana o su hija. Worden visitó el grupo para mujeres sin techo en la cercana avenida Cottage. También se dio una vuelta por los centros de desintoxicación de drogas y alcohol, porque en la autopsia el hígado de la víctima tenía un color grisáceo. Peinó las calles que había alrededor de la escuela elemental, y también la ruta de autobús más cercana.

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