Read Historia de un Pepe Online
Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)
Tags: #Novela, Histórico
Entró la noche. Rosalía comenzó a percibir movimiento en el interior de la casa. Llevaron algunas sillas y un sofá desvencijado a la pieza donde estaba. Como a las ocho volvió la vieja, puso unas cuantas botellas de aguardiente y una docena de vasos sobre una mesa. Encendió dos velas y abrió de par en par la puerta que daba a la otra pieza. Pronto comenzaron a entrar varias mujeres de la condición de las de la casa, que veían a Rosalía con curiosidad y se sonreían con malicia. No tardaron en aparecer unos cuantos jóvenes, que parecían ser de clase decente, por sus trajes, y a quienes Rosalía no devolvió el saludo que le hicieron. La infeliz parecía clavada en la silla. No hacía el menor movimiento, ni habría tenido fuerzas para hacerlo, aun cuando hubiera querido.
Apareció Manuelita, vestida con unas enaguas rojas y envuelta en un rebozo del mismo color, que contrastaba con la amarillez de su rostro. Un violín y una guitarra componían la orquesta. Cerraron con llave la puerta de comunicación que daba a la otra pieza, de modo que aun cuando Rosalía hubiera intentado salir, le habría sido imposible.
Entre el grupo de jóvenes caballeros se vio luego, un hombre de alguna edad, grueso, vivaracho y cuya fisonomía habría revelado a un observador perspicaz los rasgos inequívocos de una perversión moral llevada hasta el cinismo. Era nuestro antiguo conocido el contador de diezmos Cristóbal de Oñate, promotor y alma de aquella fiesta. Menudearon las libaciones, y el alcohol no tardó en hacer su efecto. Los hombres se tomaban con la parte femenina de la reunión libertades que Rosalía no podía dejar de ver y que le sacaron los colores al rostro. A las once y media, la atmósfera de la pieza estaba saturada de carbónico, de humo, que despedían los cigarros y de emanaciones alcohólicas. Se oían gritos, carcajadas, palabras obscenas, y dominaba aquella baraúnda la voz ronca de la joven Tatuana, que parecía presa de una agitación febril. Pocos minutos antes de las doce, Oñate se acercó a una de las ventanas y entreabrió un postigo. En seguida se puso a un lado, como si quisiera evitar el ser visto desde la calle. Uno de los jóvenes se colocó junto a Rosalía, le dirigió algunas palabras que ésta no escuchó y el individuo pasó el brazo sobre el respaldo de la silla, que ocupaba la hija del maestro de armas, de modo que visto a cierta distancia, parecía que lo hacía descansar sobre los hombros de Rosalía.
Dieron las doce. Gabriel estaba delante del postigo. Vio a Rosalía sentada junto a un hombre que le tenía echado el brazo sobre la espalda. No creyó en el testimonio de sus propios ojos; volvió a fijarlos en aquel grupo y no pudo ya dudar de la espantosa realidad. Era ella, la mujer a quien creía un ángel de pureza y de bondad, la mujer cuyas huellas habría besado, sentada en medio de una orgía y sufriendo la grosera caricia de un hombre.
El postigo se cerró violentamente. Gabriel desenvainó la espada, que llevaba ceñida a la cintura y apoyando la guarnición en el suelo, iba a darse muerte con su propio acero. Pero en aquel momento una mano vigorosa tomó el arma y la retiró, oyéndose al mismo tiempo una voz que exclamaba:
—¿Qué haces, insensato?
Era Hervias, que habiendo conocido desde cierta distancia a su amigo, se adelantó a una patrulla que lo acompañaba, pudo ver rápidamente lo mismo que vio Gabriel y llegó a tiempo de evitar que éste pusiera fin a su vida. Gabriel sintió que la sangre se le agolpaba a la frente, exhaló un gemido y cayó sin conocimiento en los brazos de su amigo.
M
ientras sucedía en la calle, delante de las ventanas de la casa de la Tatuana, lo que dejamos dicho al fin del capítulo anterior, tenía lugar otra escena en el interior de la casa. A una señal de Cristóbal de Oñate, los músicos tocaron sus instrumentos con más fuerza, los jóvenes y las mozas levantaron la voz hablando todos a la vez en confusa gritería, y la vieja Tatuana, para aumentar la baraúnda, hacía chocar unas con otras las botellas vacías. El vértigo estaba en el más alto grado de paroxismo. Rosalía clavada en su sitio, había tomado el partido de cerrar los ojos para no ver aquella escena infernal. Pronto tuvo que abrirlos, pues sintió que la tiraban fuertemente por un brazo, obligándola a ponerse en pie. Era el malvado de Oñate, que le gritaba:
—Levántese usted. Falta el final de la comedia.
Rosalía estaba resignada a sufrir cuanto quisiesen hacer de ella, con tal de que respetasen su honor. Púsose en pie, y entonces Manuelita se deslizó por detrás de la joven y sacando unas grandes tijeras, cortó en un instante las dos trenzas negras y tupidas de la hija del maestro de armas, que pendían sobre su espalda. De un salto se puso en medio de la sala y levantando en alto los cabellos, fue saludada aquella acción infame por un coro de gritos, de risas y de palmadas.
En aquel momento se abrió violentamente el postigo de la ventana que daba a la calle, y que no tenía reja, y se precipitaron en la sala de la orgía dos oficiales con el uniforme del Fijo. Eran el capitán Hervias y un teniente. El primero llevaba en la mano la espada que acababa de arrebatar a Gabriel, y ceñida la suya a la cintura. La aparición de los dos oficiales y el semblante airado y terrible de Hervias infundieron espanto en hombres y mujeres, que se quedaron como petrificados. Reinó el más profundo silencio donde un momento antes todo era algazara y carcajadas. Hervias paseó una mirada colérica por los grupos que llenaban la pieza, como buscando a alguna persona, y fijándose al fin en Oñate, que trataba de ocultarse, le gritó adelantándose hacia él, con la espada de Gabriel en la mano:
—Tras usted vengo, malvado. Lo he visto por la rendija del postigo que usted abrió, y he comprendido lo que mi pobre amigo no pudo alcanzar en su alucinación. Usted es el autor de esta intriga infame. Debía yo ahora matarlo como a un perro; pero no debo mancharme con un asesinato. Defienda usted su vida.
Diciendo así el indignado joven, cuya mirada parecía despedir relámpagos, alargó la espada a Oñate, que vacilaba en tomarla; pero que al fin hubo de decidirse, aunque temblando de miedo. Hervías desenvainó la suya. Las mujeres, al ver aquello, alzaron el grito y llamaban a la justicia. Los hombres hicieron un círculo al derredor de los combatientes, y el teniente del Fijo, desnudando su acero, dijo en voz alta:
—El combate es igual por ambas partes. Al primero que intente interrumpirlo de cualquier modo lo atravieso con mi espada. ¡Silencio! gritó, dirigiéndose a las mujeres.
No volvió a oírse una voz ni a notarse el más ligero movimiento por parte de los que presenciaban el duelo. Fue éste de corta duración. Oñate no era adversario capaz de sostener las cargas furibundas de Hervías. La espada de éste pasó al través del pecho del contador de diezmos que cayó bañado en su sangre.
En aquel momento, Manuelíta, que estaba inmediata a los combatientes, más pálida que de costumbre y presa de la más violenta agitación, lanzó un gemido sordo, arrojó una bocanada de sangre, y cayó junto al moribundo Oñate.
Hizo éste seña de que quería decir alguna cosa, y todos los presentes se volvieron a él.
—Voy a morir —dijo con voz entrecortada— Reconozco mis faltas. Yo he sido el autor de lo que se ha hecho con Rosalía. Que me perdone y que me perdone también don Gabriel, a quien he ofendido gravemente.
No pudo decir más. Dilató desmesuradamente las pupilas y paseó una mirada extraviada por aquellos grupos de hombres y mujeres que llevaban todavía impresas en sus semblantes las señales de la bacanal, y los cerró en seguida para no volverlos a abrir jamás.
Hervías se dirigió a Rosalía y tomándola por la mano, exclamó:
—Venga usted señorita, salgamos de este infierno. En seguida dijo en voz alta:
—Que se abra inmediatamente la puerta que da a la calle.
La vieja Tatuana, que había acudido al socorro de su hija, corrió a buscar la llave, y volviendo pronto con ella abrió. Salió Rosalía apoyada en el brazo de Hervías y los siguió el teniente del Fijo. En la calle, la pobre joven prorrumpió en llanto y explicó al capitán sencillamente lo que había ocurrido.
—No podía ser de otro modo —exclamó Hervías.
Llegaron a casa del maestro de armas, donde dejó a Rosalía y se dirigió con el teniente a la de Gabriel, que había llegado media hora antes, conducido por el sargento y los soldados de la patrulla, a quienes lo había recomendado el capitán.
Gabriel, que había recobrado el conocimiento, estaba entregado a la más negra desesperación. Cuando vio a Hervías se arrojó en sus brazos y exclamó sollozando:
—Hermano mío, amigo mío, ¡qué desgraciado soy!
—Te equivocas —contestó Hervias. Los celos, unos celos incomprensibles, han ofuscado momentáneamente tu juicio. ¿Cómo no has reflexionado que era imposible, absolutamente imposible que Rosalía hubiera sido capaz de presentarse voluntariamente a semejante infamia?
—¿Y lo que yo mismo he visto? —dijo Gabriel.
Hervias hizo a éste una relación detallada de lo que había referido Rosalía; en seguida le dijo cómo acababa de morir Oñate y la declaración explícita que había hecho en presencia de muchos testigos, uno de ellos el teniente del Fijo que estaba presente.
Gabriel vio disiparse sus negras ideas a medida que oía la relación de su amigo, y cuando éste hubo concluido, exclamó:
—¡Oh Rosalía, Rosalía! ¡Qué cruel y qué injusto he sido contigo! Corro a pedirle que me perdone.
Salió seguido de Hervias, por el teniente y por doña Catalina, que había escuchado, llorando de júbilo, la relación del capitán.
Rosalía no se había acostado. Rodeada por su padre y sus hermanos, les había hecho una explicación breve y sencilla de lo ocurrido. Don Feliciano juraba acabar con los infames que habían ultrajado a su hija, y la niña lloraba al tocar los cabellos mutilados de su hermana.
Entró Gabriel, seguido de doña Catalina, de Hervias y del teniente. La escena fue patética, Gabriel se puso de rodillas delante de Rosalía, y tomándole una mano, la bañó con sus lágrimas.
La pobre joven comprendió que Gabriel había dudado de ella. Una lágrima se desprendió de su párpado y rodó lentamente por su mejilla. En aquel momento experimentó un dolor más agudo y más cruel que losque había sentido durante la orgía en casa de la Tatuana.
Pero, Rosalía, siempre noble, generosa siempre, perdonó aquella incomprensible sospecha y procuró consolar a Gabriel, diciéndole que era necesario sufrir con resignación los contratiempos de que está llena la vida.
Tres días después se verificó el matrimonio de Gabriel y Rosalía. Presentóse ésta cubierta la cabeza con una cofia o redecilla de seda azul, que le sentaba muy bien, según lo declaró la madrina, que añadió estaba tentada de hacerse cortar las trenzas, para quedar tan bonita como su ahijada.
No concurrieron a la ceremonia más que los padrinos, los testigos, que fueron Hervias y el licenciado Rosales, doña Catalina, el padre y los hermanos de Rosalía. El capitán Matamoros, de grande uniforme, muy limpio y acicalado, contó durante el almuerzo su campaña en Roatán, y tuvo suficiente dominio sobre sí mismo para conservarse en un término medio entre la sanidad y la embriaguez.
Al siguiente día se trasladaron todos a la labor que había comprado Gabriel, donde vivieron algunos años, disfrutándo de la tranquilidad y de la
ventura que es dado alcanzar en esta vida. El primer contratiempo que experimentó aquella familia fue la muerte de doña Catalina, que cerró los ojos a la vida, teniendo el inefable consuelo de abrazar a sus hijos y de imprimir un ardiente beso en la frente de una hermosa niña que acababa de dar a luz Rosalía y que tenía el mismo nombre de su abuela.
Poco tardó en seguirla don Feliciano, que murió en su ley; esto es, a consecuencia de un ataque cerebral que le sobrevino después de una temporada en que apuró un número de botellas mayor del que buenamente podía resistir.
Manuelita la Tatuana, conducida a la casa de recogidas junto con su madre, al día siguiente de la noche en que tuvo lugar la escena que hemos descrito al principio de este capítulo, sucumbió pronto a la enfermedad interior que la devoraba. La siguió de cerca la vieja, que había sido sentenciada a seis años de prisión.
Doña Dorotea de Bardales tardó poco en ser huésped de la misma casa. Complicada en un robo hecho a la familia que la había recibido bondadosamente, fue reducida a prisión. Su causa se prolongó algunos años y sentenciada a otros dos de cárcel, no pudo ya concluirlos.
El licenciado Rosales adquirió cada día más reputación como letrado, y en el año 1819, recibió el nombramiento de fiscal de la Audiencia de Palma de Mallorca.
El hijo del oidor González llegó a aficionarse seriamente a Matilde Espinosa de los Monteros, que por su parte correspondió a aquella inclinación. Gabriel había dejado de existir para ella desde el momento en que no fue Fernández de Córdoba, ni un capitán del Fijo. La boda del capitán de artillería don Gualberto González y de la hija del regidor decano don Pedro Espinosa de los Monteros, se celebró con una suntuosa fiesta, en que todos rebosaban de júbilo, menos la antigua esclava Mariana que, arrinconada en la cocina de la casa, movía la cabeza y decía hablando consigo misma:
—Dios los ayude. Esto no parará en bien. Mejor hubiera sido don Gabriel.
Tal vez aquella vieja negra tuvo en aquel momento una revelación intuitiva de los secretos del porvenir.
En el año 1821, Gabriel Bermúdez, que contaba a la sazón veintinueve años, dejó la finca al cuidado de Antonio, hermano de Rosalía, que tenía ya diez y ocho años y era muy formal y entendido, y se trasladó a la ciudad con su mujer y sus tres hijos. Electrizado, como tantos otros jóvenes, con las ideas de emancipación política, fue uno de los más ardientes partidarios de la independencia, y el día 15 de septiembre se veía a la cabeza de los grupos más entusiastas.