Read Historia de un Pepe Online
Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)
Tags: #Novela, Histórico
Disgustado Gabriel de la charla imprudente y cínica de aquel individuo, se despidió, y al siguiente día se presentó en el escritorio de Rosales a la hora acostumbrada.
—Estoy resuelto —le dijo—, a aceptar la herencia de Pedrera. Anoche estuve a ver al albacea y le comuniqué mi determinación.
No dejó el abogado de extrañar aquel repentino cambio en las disposiciones de Gabriel; pero no pudiendo adivinar la idea que lo motivaba, hubo de atribuirlo como el albacea, a que el interés había vencido a los escrúpulos.
—Primo —dijo don Jerónimo—, me alegro de que usted vea las cosas por donde deben verse. ¿Qué hubiéramos ganado con que el fisco se hiciera dueño de esos bienes? Supongo que en la misma disposición estará usted ya para el caso de que logre yo arreglar lo del concurso de Agüero y Urdaneche de modo que vengan a tocar unos cincuenta o sesenta mil pesos al heredero de don Juan de Montejo.
—Aceptaría yo esa herencia —contestó Gabriel—, como acepto la del escribano; pero usted olvida que don Juan de Montejo no figura absolutamente en el proceso, ni aparece que haya sido él la misma persona que fue ejecutada con el nombre de Juan Bermúdez.
—Eso —replicó el letrado—, déjelo usted a mí cargo. Yo probaré hasta la evidencia la identidad de ambos sujetos, como también el derecho de usted a la herencia, como hijo natural reconocido de don Juan de Montejo.
—¿Podría yo obtener —preguntó Gabriel—, la causa instruida contra don Juan y sus cómplices?
—Nada más fácil —respondió Rosales, y dirigiéndose al armario donde tenía sus papeles más interesantes, sacó un voluminoso legajo—. La tengo en mi poder, añadió, habiéndola obtenido bajo conocimiento para hacer la defensa de uno de los reos. Aún no la he devuelto, y usted puede verla aquí, mientras yo voy a la Audiencia, pues tengo que alegar hoy en estrados.
Un momento después salió don Jerónimo, y Gabriel se quedó solo, hojeando el abultado proceso. Que no era una simple curiosidad la que lo había movido al querer ver aquella causa, lo habría conocido cualquiera que hubiese advertido que el amanuense del abogado iba haciendo apuntamientos en un pliego de papel, a medida que avanzaba en la lectura del legajo.
Aquel día no se retiró Gabriel del escritorio al dar las doce. Eran las dos de la tarde y trabajaba todavía sobre el proceso, tomando apuntamientos. A las dos y media que llegó Rosales, había concluido y guardándose en el bolsillo el pliego de apuntes.
—¿Usted aquí todavía? —dijo el abogado—. ¿Tanto le interesó la lectura del proceso, que se le han pasado las horas sin advertirlo?
—Me ha interesado más de lo que usted cree, primo —contestó Gabriel—; he leído toda la causa muy despacio; puede usted guardarla, pues no la necesito ya.
—Bien —replicó Rosales—. Y a propósito, añadió, acabo de ver al albacea de Pedrera, quien me encarga diga a usted que mañana si gusta, puede tomar posesión de la herencia.
— Iré a recibir lo que me corresponda —contestó Gabriel.
—Y supongo que no tendré ya el gusto de ver a usted por acá —dijo Rosales—; al menos como empleado en mi escritorio.
—Si usted me necesita —replicó el joven—, y no está descontento de mis servicios, continuaré viniendo como hasta ahora.
Diciendo así, se despidió de Rosales y se retiró.
—¡Vaya si el niño es codicioso! —dijo don Jerónimo, luego que hubo salido Gabriel. Va a embolsarse treinta y dos mil duros y no suelta el miserable empleo que le proporcioné cuando no tenía qué comer. Sea como fuere, me conviene tenerlo cerca. Seguiré pagándole los cuarenta duros; a bien que del mismo cuero han de salir las correas. Por ahora, es necesario que me pague mis honorarios por la defensa. Luego veremos lo del concurso.
Al siguiente día recibió Gabriel la cantidad que quedaba libre, pagadas las mandas y legados, para lo cual se destinó el precio de la casa, pues hubo pronto quien diera por ella la suma en que había sido estimada. En seguida tomó Gabriel el pliego de apuntamientos que había hecho con presencia de la causa, los cuales no eran otra cosa sino una nómina de las personas a quienes había robado la cuadrilla de Pie de lana, con expresión de las cantidades de que habían sido despojadas. Sobre una basta mesa de pino, medio coja, única que había en la casa, hizo una distribución a prorrata de los treinta y dos mil pesos entre los sujetos que habían sido robados, procediendo en el reparto con la mayor escrupulosidad, y luego que hubo concluido, tomó la capa y el sombrero y fue a buscar a esas personas, o a sus herederos, pues algunas no existían ya. No fue poco el asombro de aquellos sujetos cuando Gabriel les manifestó que iba a restituirles parte de lo que les había robado la compañía de Pie de lana. Tocaban el dinero y no lo creían, tan extraña les parecía la conducta de aquel joven medio destrazado.
En término de tres días concluyó Gabriel la restitución quedándole únicamente la cantidad de seis mil pesos que correspondía al padre de don Ricardo de Bustamante, el joven a quien ahorcaron y robaron don Juan de Montejo y el escribano Pedrera. Depositó la suma en una casa de comercio respetable y escribió al padre Bustamante que podía girar por ella. Cuando hubo hecho la última devolución, regresó a su casa, donde estaban reunidas doña Catalina y Rosalía. Sacó un legajo de recibos en que constaban los pagos hechos, y poniéndolos en manos de su madre, le dijo:
—He dispuesto de los treinta y dos mil pesos de la herencia de Pedrera, conforme el consejo de Rosalía. Aquí tiene usted las constancias.
Doña Catalina recorrió con bastante inquietud algunos de los recibos, en todos* los cuales constaba que don Gabriel Bermúdez había hecho aquellas restituciones espontáneamente. Doña Catalina, cuyos ojos se inundaron de lágrimas, estrechó a Gabriel y a Rosalía contra su seno, y durante un rato no pudo pronunciar una palabra, dominada como estaba por la emoción. Gabriel y Rosalía permanecían serenos y sonreían, como si hubieran ejecutado la acción más sencilla del mundo.
—Quedamos tan pobres como estábamos hace cuatro días —dijo Gabriel riéndose.
—Se equivoca usted —contestó Rosalía—. Las buenas acciones son cantidades en giro, y algún día nos será devuelto el capital con sus premios.
La noticia del destino que dio Gabriel a la herencia de Pedrera estalló en la ciudad como una bomba. El sentimiento público, la idea de las masas, que rarísima vez se extravía, aplaudió el hecho sin reserva. No faltó, sin embargo, quien opinara de otro modo. El albacea del escribano, y ef licenciado Rosales se encontraron en la calle y entablaron el siguiente diálogo:
—¿Qué le parece a usted —dijo don Jerónimo—, lo que ha hecho Bermúdez?
—Pero —¿es cierto lo que se cuenta? —preguntó el albacea—. ¿Es verdad que la cantidad que le entregué ha pasado íntegra a las personas a quienes había robado la cuadrilla de Pie de lana?
—Tan cierto —replicó Rosales—, como que ni usted ni yo lo habríamos hecho. He hablado con Berroterán, que ha recibido mil quinientos pesos y con cinco o seis más a quienes han tocado diversas cantidades en el reparto. El hombre no se ha reservado un cuartillo y no sé qué hará para pagarme mis honorarios por la defensa.
El albacea sacó una caja de plata en que llevaba rapé, le dio dos golpecitos sobre la tapa, tomó una regular cantidad de tabaco y rellenándose la nariz, dijo:
—Que hay tontos en este mundo, amigo don Jerónimo, cosa es que no admite duda. El trabajo está en dar con ellos.
El albacea se despidió y Rosales dio la vuelta, diciendo entre dientes:
—Para lo del concurso me dejo descuartizar, si no hagó antes un pacto de iguala con ese manirroto, que no tiene la menor idea del valor del dinero.
Al fin de la cuadra donde tuvo lugar el diálogo que acabamos de transcribir, conversaba Cristóbal de Oñate con uno de sus amigotes, y comentaban el hecho que andaba en todas las bocas.
—¿Ha visto usted —decía el amigo de Oñate—, un lance más ridículo? ¿Creerá ese tonto que con lo que ha hecho olvidarán que es hijo de un ladrón y le darán por mujer a la hija de Espinosa?
—Primero es que yo crea lo de las restituciones —respondió don Cristóbal—. Lo que ha hecho es pagar a unos dos o tres, para que suene, y se ha quedado con la mayor parte de la herencia. Sé muy bien que en una casa de comercio ha puesto a usura seis mil pesos, y he hablado con una docena de personas a quienes robó la cuadrilla de Pie de lana y no les ha dado un clavo. Desengáñese usted, mi amigo y desengañe a cuantos pueda del error en que están respecto a ese hipócrita.
—Pero él —replicó el otro—, dicen que sigue viviendo muy pobremente.
—Por llevar adelante la farsa. ¿Querría usted que de la noche a la mañana echara coche?
—Pero continúa como escribiente con cuarenta pesos en el escritorio de Rosales, y dando lecciones al hijo del oidor González, que le paga veinte.
—Sí, por ahora; ya verá usted como dentro de pocos días deja todo eso y vuelven los lujos y el despilfarro como cuando era oficial del Fijo. No, amigo, no hay que dejarse embaucar: diga usted a todo el mundo, como yo lo hago, que no hay tales restituciones, que todo es farsa y que el don Gabrielito se ha embolsado la plata del escribano, a pesar de que le consta que es robada.
Oñate y su amigo salieron publicando, el uno por el norte y el otro por el sur, que Gabriel Bermúdez era un hipócrita y que lo de las devoluciones era una comedia. No faltaron otros que hicieran igual declaratoria por el oriente y por el ocaso; así fue que la especie circuló por los cuatro vientos, y se esparció en seguida por los otros veintiocho de la rosa náutica. Aquel rumor calumnioso llegó naturalmente, a oídos de Gabriel; pero no se tomó el trabajo de desmentirlo. Bastábale con el testimonio de su propia conciencia y con que las personas cuya opinión estimaba en más hicieran plena justicia a la rectitud de su procedimiento.
El coronel comandante del Fijo le envió a decir lacónicamente que se había conducido como hombre de honor. El doctor González le abrió los brazos el primer día que fue a dar la lección al chico, después de verificadas las restituciones, y le dijo:
—Don Gabriel, he estimado a usted desde que lo conocí; ahora le ofrezco mi amistad.
Hervías estrechó la mano a su amigo con efusión y exclamó:
—Hermano mío, estoy orgulloso de ti.
No pudo continuar, pues la emoción le anudaba la garganta.
Aquellos testimonios de aprobación habrían bastado a Gabriel. Pero además, la gran mayoría del público le hacía justicia. Rosales, que tenía esperanzas mejor fundadas cada día de arreglar los asuntos del concurso de la casa de Agüero y Urdaneche de modo que pudiera corresponder un regular tanto por ciento a los acreedores, propuso a Gabriel que le diera ocho mil pesos en caso de que fuera el cincuenta por ciento o pasara de esa proporción; y seis mil, si excediendo de cuarenta, llegaba a cincuenta.
—No tendré inconveniente —contestó Gabriel—, siempre que los interesados en las restituciones aprueben de antemano el convenio que usted me propone. Se los preguntaré.
Rosales se encogió de hombros, considerando que la probidad de su señor primo rayaba en quijotesca; pero tuvo que someterse a la condición puesta por Gabriel. Habló éste a los interesados, que aceptaron el partido con la mejor voluntad y Gabriel firmó la obligación condicional a favor del licenciado.
Manejó éste las cosas con tal habilidad y desplegó tanta diligencia en el cobro de lo que debían a la casa en las provincias en el Perú y en Cádiz, que al fin pudo hacerse la liquidación del concurso, distribuyéndose un cuarenta y cinco por ciento entre los acreedores. Correspondió a don Juan de Montejo una suma que pasaba de cincuenta mil pesos.
Rosales emprendió entonces probar la identidad de éste y del llamado Pie de lana, lo que no le fue muy difícil, mediante las declaraciones de los que ejecutaron la captura en la huerta de la casa del escribano real; y las autoridades sabiendo el destino que iba a darse a quedos fondos, no pretendieron que se sostuviera la ficción del viaje de Montejo. Establecido aquel punto era más sencillo aún probar el reconocimiento de Gabriel, pues constaba a toda la ciudad. No pudo tampoco reservarse ya el nombre de la madre de Gabriel, pues pasando de boca en boca la noticia de que era hijo de doña Catalina de Urdaneche, vino a saberse que ésta vivía y que no era otra que la que había sido juzgada con el apellido de Robles.
Don Jerónimo Rosales recibió los ocho mil pesos ofrecidos, y viendo que Gabriel quedaba tan destituido de recursos como antes, no tuvo valor para despedirle del escritorio. La ciudad se hacía lenguas de su buen comportamiento, y los padres lo señalaban a sus hijos como un modelo de virtud y de desprendimiento.
El sufría, sin embargo, una tristeza interior lo devoraba y esparcía un velo sombrío sobre el rostro del pobre joven. Amaba cada día más a Rosalía, y veía cada vez más lejano el día en que podría unirse a ella. Las economías que había podido hacer eran insignificantes y no se le ocultaba que tendrían que pasar muchos años antes de que pudiese contar con una cantidad muy módica, como producto de sus ahorros.
Un día, abrumado bajo el peso de estas tristes reflexiones, sé paseaba Gabriel en la salita de su casa, mientras doña Catalina y Rosalía se afanaban en concluir un traje que habían encargado a la joven para una fiesta. La moza que servía a doña Catalina entró con una carta y la puso en manos de Gabriel, a quien iba dirigida. Era un billete muy atento del jefe de una de las casas de comercio más respetables de la ciudad, en la que suplicaba a don Gabriel Bermúdez tuviese la bondad de acercarse a su escritorio, para comunicarle un asunto de mucho interés.
Acudió Gabriel inmediatamente y fue recibido con particulares atenciones por los dependientes de la casa. Introducido en el gabinete del principal; le dijo éste:
—Caballero, me he tomado la libertad de llamar a usted a mi escritorio para comunicarle una noticia, por la cual lo felicito muy sinceramente. ¿No es cierto que la señora doña Catalina de Urdaneche vive?
—Sí, señor —contestó Gabriel—; es mi madre, y no tengo inconveniente en decirlo, pues no es ya un secreto para nadie.
—Muy bien —replicó el negociante, y añadió—: acabo de recibir instrucciones de mi corresponsal de Sevilla para entregar a la señora veinticinco mil pesos.
—¿Y con qué motivo? —preguntó Gabriel.
—Ha muerto —dijo el jefe de la casa—, un caballero anciano, muy rico tío carnal de doña Catalina, dejando consignado en su testamento que se entregase esa suma a su sobrina, si es que vive, o a sus herederos, caso de que haya muerto y los tuviese. El albacea ha depositado los veinticinco mil pesos en la casa de nuestro corresponsal, con encargo de averiguar si vive la señora, o alguno que le represente. Como es público ya que doña Catalina existe, repito que la suma está a sus órdenes. Gabriel no volvía en sí de la sorpresa que le causaba aquella noticia. De donde no hubiera podido imaginarlo siquiera le venía una fortuna, que podía recibir sin escrúpulo. Agradeció el aviso al negociante y volviendo a su casa, participó la buena nueva a doña Catalina y a Rosalía, que estaban juntas, como sucedía frecuentemente. —Bendito sea Dios, hijo mío —exclamó la señora—. Ahora podré morir tranquila.