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Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)

Tags: #Novela, Histórico

Historia de un Pepe (18 page)

BOOK: Historia de un Pepe
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C
onociendo el carácter de la hija del maestro de armas, no extrañarán nuestros lectores les digamos que cuando su padre la informó de la resolución de Gabriel respecto al proyecto sugerido por el abogado Arochena, dijo que el joven tenía muchísima razón al negarse a dar aquel paso. Hemos manifestado ya que si ella se prestaba a lo del matrimonio clandestino era con mucha repugnancia y sólo porque le dijo ser la voluntad de su amante y la de su padre. Así fue que, lejos de allanarse a persuadir a Gabriel, como lo había imaginado Arochena, dijo terminantemente que no se casaría sin el consentimiento del padre de su novio. Semejante resolución, que hacía honor a los sentimientos y rectitud de juicio de la hija de Matamoros, parece que debiera haber reavivado el amor de Gabriel; pero por desgracia no fue así. Súbitamente concebido, tenía que agotarse también con rapidez, porque la decadencia así en lo físico como en lo moral, está casi siempre en razón directa del crecimiento. La primera vez que vio Gabriel a Rosalía después de la herida, el joven oficial estuvo muy distante de mostrarle la efusión que ella aguardaba.

Su visita fue corta. Estaba contrariado, frío. No hizo alusión alguna al proyecto del capitán, ni dijo tampoco una sola palabra que indicara ansiedad por la respuesta de su padre, tema obligado de sus conversaciones hasta pocos días antes. La infeliz doncella advirtió el cambio y devoró en silencio su dolor.

Cuando se apodera del alma la convicción de que el amor que sentimos no es ya correspondido, experimentamos algo más triste, más desconsolador que lo que sentiríamos si repentinamente se apagara para no brillar más el astro que da luz, calor y vida al universo. Más todavía quizá. Podría compararse con exactitud esa situación a la de aquél que hubiese sido sepultado vivo. Gozaría aún del triste privilegio de la vida, pero sólo para sentir una desesperación peor mil veces que la misma muerte. La losa del olvido es más pesada y más fría que el mármol que cierra la tumba para siempre.

¿Advirtió Gabriel lo que pasaba en el alma de aquella pobre mujer? No lo sabemos. Tal vez no. El egoísmo suele ser tan refinado en sus procedimientos, que no nos deja ver ni el mal que hacemos, a fin de no perturbarnos con el más ligero remordimiento. Cuando no somos completamente perversos, sentimos el daño que ocasionamos. Es preciso, pues, que nos proporcionemos la satisfacción de creer que nadie sufre por culpa nuestra. Y a la verdad, Gabriel no era un perverso. Era un egoísta, como somos la generalidad de los hombres, y hacía el mal casi sin darse cuenta de que estaba causándolo. Nadie sabe bien todavía cuan inagotable es la mina del dolor que encierra el corazón de la mujer. Las lágrimas se secan, los sollozos se ahogan en la garganta sin que dejen de brotar en el alma los raudales del sufrimiento. Al salir Gabriel, Rosalía dijo adiós para siempre a sus muertas ilusiones. Con la intuición profunda que raras veces nos falta cuando tenemos que comprender y valorar uno de esos contratiempos que nos hunden en el abismo de la desesperación, vio con claridad la magnitud de su infortunio y se preparó a sobrellevarlo con la abnegación de un mártir. No derramó una lágrima, no exhaló una queja y con la agonía pintada en el semblante, continuó desempeñando sus deberes domésticos. ¡Cuántos dramas de ésos habrán pasado y pasarán todos los días inadvertidos! La mujer que pierde a un esposo, la madre que ve a su hijo descender al sepulcro, exhalan libremente su aflicción. Una joven que se ve abandonada por el hombre a quien ha hecho el ídolo de su alma, está obligada a reir, a charlar, a representar la tristísima comedia de la indiferencia. Le es permitido entregar sin reserva su corazón: pero llegando a verse traicionada, ¡ay de ella si da la más ligera muestra de dolor!

No pasó inadvertido a los vecinos de Rosalía el cambio de Gabriel. Los amores de la costurera con el brillante oficial que pertenecía a una de las—primeras familias de la ciudad, provocaba la impaciencia de muchas jóvenes de condición igual a la de la hija del maestro de armas, que no tenían novios que montaran caballos árabes y se hicieran acompañar de pajes sarracenos. Cuando se advirtió que el teniente Fernández de Córdoba casi no visitaba ya la casa de don Feliciano, corrió en el barrio la voz de que se había deshecho el casamiento. Y el barrio se regocijó como si hubiera tenido el mayor interés en que no se verificara aquella boda. No hubo vecina que se dispensara de hacer una visita a Rosalía. Las jóvenes no escasearon las alusiones compasivas a la ingratitud de los hombres y las viejas disertaron sabiamente sobre el peligro de las alianzas desiguales.

El capitán Matamoros, herido en lo más vivo, quiso desde luego, poner a Gabriel en la alternativa de casarse o batirse; pero Rosalía que percibió el proyecto de su padre, supo demostrarle todo lo que tendría de imprudente semejante paso y logró que el nuevo Breno desistiera de la idea de poner en la balanza el peso de su espada. Obligado a devorar su cólera, don Feliciano menudeó las libaciones y pasaba la mayor parte del tiempo en completo estado de embriaguez.

Hervías, joven de corazón leal y de juicio recto, vio con dolor la conducta de su amigo con la bondadosa hija del maestro de armas, y habiéndole hecho alguna indicación sobre el particular, recibió tan desabrida respuesta, que consideró completamente inútil volver a hablar del asunto.

El teniente Fernández había sido visitado por los principales sujetos del vecindario. Hemos dicho que su reputación creció extraordinariamente con la hazaña del Molino, la que corrió de boca en boca, aumentada con pormenores y circunstancias que no habían ocurrido; pero que la ciudad entera aceptó como verdades inconcusas y que enaltecieron en el concepto público al héroe de esta historia. El entusiasmo que inspiraba el joven oficial llegó a tal punto que aquellas buenas gentes, que pocos días antes temblaban a la idea de que vinieran a invadir el reino las huestes del emperador francés, insinuaban ya que si tal cosa sucedía, se encontraría aquí Napoleón con la horma de su zapato. Esa horma era Gabriel Fernández.

Uno de los sujetos que visitaron al teniente fue don Pedro Espinosa de los Monteros, que no anduvo escaso de elogios al comentar el suceso. Pero no se limitó a esto el regidor decano, sino que con amable candidez refirió a Gabriel el susto que había dado don Diego de Arochena a su esposa y a su hija, contándoles el lance de una manera equivocada. Ponderó, sobre todo, la pena de Matilde, que estuvo dijo, a punto de desmayarse al oir que el cadete había muerto, y su alegría cuando supo que la herida no era peligrosa y que la trompeta de la fama proclamaba su nombre por todos los ángulos de la ciudad, de donde lo llevaría el eco a los del reino y de allí a los del mundo entero.

Gabriel no encontró hiperbólicos aquellos elogios y casi llegó a considerarse digno de figurar al lado de Wellington y de Castaños. Pero lo que más lo halagaba en lo que refería el regidor decano, era, ¿quién lo había de suponer?, el interés que por él había mostrado Matilde. ¿Sería que satisfacía su orgullo al ver cautiva la voluntad de aquella altiva belleza? Así se lo figuraba él al menos, no queriendo confesarse a sí mismo todavía que era un sentimiento de otro género el que comenzaba a enseñorearse de su alma. Pero nosotros, usando de nuestro derecho de escudriñar los secretos que el héroe de nuestra historia procuraba ocultar aun a su propia conciencia, debemos declarar que no era sólo el amor propio satisfecho, sino un sentimiento más tierno el que hacía que el teniente Fernández oyera con la más viva complacencia aquello de la congoja de Matilde al creerlo muerto y de su alegría al saber el verdadero resultado del combate con los bandidos. Gabriel no creyó deber excusarse de pagar la visita a don Pedro, y naturalmente quiso mostrar también su agradecimiento a las señoras de la casa. Matilde en un traje sencillo y bordando al tambor, le pareció más encantadora que cuando la vio vestida de terciopelo y plata y cubierta de joyas deslumbradoras, la noche del sarao. Síntoma mortal. Cuando una mujer nos parece más hechicera cada vez que la vemos, o la amamos ya, o estamos muy cerca de amarla.

Y era lo que le sucedía a nuestro pobre amigo el teniente Fernández. Pendiente de los labios de Matilde, parecíale su voz una armonía celeste. El más ligero de sus movimientos estaba marcado con el sello de la distinción. Las cosas más insignificantes que dijera tenían para él el atractivo de la gracia y de la oportunidad. No se admiraba ya de que tuviera tantos adoradores; sino de no ver rendidos a sus pies todos los hombres que la conocían. Ello es que la visita duró dos horas y a Gabriel le parecieron dos instantes. Al despedirse, la señora lo invitó a concurrir a su tertulia y él agradeció el convite y se prometió' aprovecharlo.

He allí, amables lectores, en lo que vino a parar aquella mortal antipatía que concibió Gabriel al conocer a Matilde. Tan cierto es que nada anda tan cercano al amor como esos odios injustificados. Así son las almas vehementes. Ni saben querer ni aborrecer a medias, y suelen pasar del extremo del desafecto al cariño más acendrado.

Ni una sola vez se pronunció en aquella larga conversación el nombre de Rosalía, víctima desdichada de una doble traición. Si Gabriel la recordó, fue para establecer entre ella y Matilde una comparación que no era en manera alguna ventajosa a la pobre hija del maestro de armas. Rosalía no era acreedora a semejante procedimiento. Ella vivía tranquila, feliz, gozando del mayor bien a que podía aspirar una mujer de su clase: la paz del corazón. Gabriel sopló sobre aquel lago límpido y sereno y suscitó en él las tempestades. Él orgullo y la vanidad, ingratas consejeras, le dijeron un día al oído que no era aquella la mujer que le convenía y le señalaron cuidadosamente otra que le presentaron como más digna de él, y de ahí que con la frialdad del más refinado egoísmo, abandona a la que le había entregado desinteresadamente su alma entera y se convierte en ciego adorador de la que lo amaba por su brillo y por su fama. Es preciso confesar que somos algunas veces muy canallas. La palabra es vulgar, pero es la que corresponde y no la borraré.

La primera vez que Gabriel se encontró con su amigo el capitán Hervias, se sonrojó, tuvo que bajar los ojos y se estremeció ligeramente al estrecharle la mano. Ese rubor que acompaña a la primera acción mala, es un tributo involuntario que se paga al sentimiento del honor y de la virtud. Pero, desgraciadamente nos familiarizamos con las faltas y después del disimulo, la desvergüenza cubre nuestro rostro con una impenetrable careta que no permite ver lo que pasa en el fondo de la conciencia.

Hervias se encontró muchas noches con Gabriel en casa de Matilde. Los ojos vieron lo que un leal corazón se negaba a creer: pero al fin tuvo que rendirse a la verdad. La idea de que lo traicionaba aquel amigo, aquel compañero de armas, a quien amaba más que a un hermano, hizo sufrir a su alma el más acerbo dolor. Nada dijo a Gabriel, y éste por su parte tampoco procuró una explicación que no hubiera dejado de serle muy embarazosa.

Matilde de los Monteros era culpable, pues sabía que arrebataba el amante a su amiga, a su protegida; pero no había recibido confidencia alguna de Rosalía. No así Gabriel, que faltando a sus juramentos y a un compromiso formal contraído con aquella pobre joven, traicionaba además a su amigo, que lo había hecho depositario del secreto de un profundo amor a Matilde. Ella y él procuraron acallar la voz de la conciencia con pretextos frivolos y se entregaron sin reserva al delirio de la pasión que abrasaba sus corazones.

Todos los adoradores de la orgullosa belleza, menos uno, se retiraron, dejando el campo libre a su afortunado rival. La sociedad, que supo muy pronto aquellas relaciones, las aprobó y aplaudió con esa ligereza con que aprueba y aplaude lo que parece bueno y proporcionado, sin tomarse el trabajo de escudriñar lo que puede haber debajo de ciertas brillantes apariencias. Los dos son buenos mozos, ricos, y de excelente familia, dijo la sociedad; ¿qué más se necesita? ¿Supo ella acaso que esas relaciones a las cuales daba su inconsciente aprobación, despedazaban dos almas buenas e inocentes, y habían necesitado para constituirse, de una triple traición? Y si lo hubiera sabido, ¿habría dado mucha importancia a esas faltas? Es permitido dudarlo.

Gabriel era un pepe; más la sociedad ignoraba esa circunstancia. Si algún día llegaba a saberse, y resultaba (lo que no era imposible) que fuese de condición menos inferior a la de su novia, entonces, entonces sí condenaría la sociedad aquella unión. El pecado original era imperdonable para aquella sociedad. Eran las ideas que entonces dominaban.

Pero, ¿quién hubiera pensado semejante cosa? ¿No llevaba aquel joven teniente uno de los nombres más ilustres del país? ¿No se decía públicamente que su padre, que había pasado a España, con ánimo de volver, cuidaba de que nada le faltara, y más aun, le enviaba regalos que habían sorprendido a todo el mundo? ¿No era bien sabido que el teniente Fernández tenía letra abierta en una de las casas más acreditadas y podía pedir miles de duros si quisiera, sin que se los negaran?

Así fue que don Pedro Espinosa de los Monteros, su esposa, los parientes y los amigos y todos, declararon a una voz que aquel casamiento (pues de eso nada menos se hablaba en los corrillos), era el más proporcionado de cuantos se habían visto en muchos años.

No había una sola voz que interrumpiera aquel coro de alabanzas, de bendiciones y de pronósticos de felicidad. Y sin embargo, el genio del mal, encarnado en un letrado bizco y pelirrojo, velaba y trabajaba en silencio, procurando urdir pacientemente la trama en que él, araña vil, había de envolver a aquellos brillantes insectos de alas de oro y de zafir. Veamos lo que hacía aquel animalucho ruin pero peligroso, para llevar adelante sus perversos designios.

CAPÍTULO XVII
El estudio del abogado

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