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Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)

Tags: #Novela, Histórico

Historia de un Pepe (13 page)

BOOK: Historia de un Pepe
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Dicho esto, la hija del alférez real volvió la espalda al abogado, que permaneció clavado en el puesto, en una actitud y con aire que habría podido servir a un artista que hubiera querido hacer la estatua del despecho.

Mientras el impertinente abogado devoraba en silencio la dura lección que acaba de recibir, invitamos al lector a que nos siga por un momento al salón del juego. Acerquémonos a esa mesa donde están tres personas: un caballero anciano, en uniforme de teniente general, otro de menos edad, con la casaca blanca del Fijo y tres galones en las mangas y otro que representa unos cuarenta y cinco años y que viste un traje serio de terciopelo negro, con corbatín blanco y una elegante pechera que sale por la abertura del chaleco, medio abotonado. El primero es el capitán general del reino y presidente de su real Audiencia; el segundo el coronel que manda el batallón de I mea y el tercero. . . don Juan de Montejo.

¿Quién es ese sujeto? preguntará acaso el lector; y si así fuere, sentiremos que no nos sea posible satisfacer cumplidamente su curiosidad. Don Juan de Montejo era un personaje muy conocido en la sociedad guatemalteca de aquel tiempo. Riquísimo según la voz pública, nadie sabía, sin embargo, de dónde procedía su fortuna, pues no tenía negocio ni profesión conocida. Decían algunos que era hombre muy sagaz, con apariencias de lo contrario y que sabía mucho, aunque no había seguido carrera alguna. Según unos, era un sujeto excelente, y según otros, un perverso. Había quien lo suponía un jugador afortunado y no faltaba quien atribuyera su caudal a ciertas botijas de oro, que aseguraban se había encontrado en una casa vieja de la Antigua. Ello es que, el don Juan era un enigma que hasta entonces no había podido descifrarse. Viajaba con frecuencia; últimamente había hecho, según decían, una larga excursión por Europa y hacía apenas dos días que estaba en la ciudad.

Si don Juan de Montejo no era jugador de profesión, cosa que nadie podía asegurar, no había duda de su competencia en materia de juegos de sociedad. Jugaba al ajedrez como nadie en el país y una vez hizo una partida en que se cruzaban tres mil duros de apuesta, con la espalda vuelta al tablero, diciéndole al contrario las jugadas que hacía y disponiendo él el giro de sus piezas sin verlas. Contaban que una noche, jugando al billar, había hecho seiscientas tres carambolas continuadas. Consumado tresillista, casi nunca perdía a ese juego.

Y sin embargo, aquella noche don Juan tenía una mala suerte que no acertaban a explicarse ni el capitán general, ni el comandante del Fijo que formaban con él la partida de tresillo. A las doce llevaba perdidos cerca de ocho mil pesos, sin que se le advirtiera por eso la menor contrariedad. La expresión de sus ojos, medio adormecidos siempre, no se alteraba. El rostro de aquel hombre parecía impasible, como si la vida se hubiera suspendido en su ser momentáneamente, por efecto de la aplicación de un anestésico.

A pesar de que las apuestas eran fuertes, ninguno de los tres jugadores parecía darles mucha importancia, y, sm desatender el juego, conversaban acerca de diferentes cosas.

—Don Juan —dijo el capitán general—, cuando salió usted de Trujillo, ¿se había puesto ya en marcha el situado que vino de Veracruz en la "Thetis"? ¿Quién se encarga del juego?

—La defiendo —dijo Montejo, contestando a la última pregunta del Presidente, y luego añadió:

—El situado salió dos días antes que yo, con veinte hombres de escolta.

—Van y vienen —dijo el coronel, y agregó dirigiéndose al capitán general—; ¿no cree Vuestra Excelencia que esa escolta es muy corta? Pudiera ocurrir algún accidente. La partida de Pie de lana parece haber aumentado, y si saben que

vienen cien mil pesos, no será remoto que ataquen el convoy. ¿Qué dice usted, don Juan?

—La observación me parece justa. Vuelven —contestó Montejo, empleando otro término técnico del juego.

—No creo que Pie de lana se atreviera a dar ese golpe —dijo el capitán general; pero por cualquier evento. .. paso. . . coronel, haga usted salir mañana veinticinco hombres del batallón al mando de un teniente, y que vayan al encuentro del convoy.

—Muy bien, señor —replicó el comandante del Fijo—. Irán al mando de Hervías, que es muy cumplido y haré que vaya también el cadete Fernández de Córdoba que tiene deseo de distinguirse y ganar la charretera de subteniente. Bola.

—Voy al robo —dijo don Juan de Montejo, y enseguida, consultando su reloj, añadió:

—Es más de la una, Vuestra Excelencia y usted, coronel me permitirán que me retire, pues me siento un poco fatigado. Veo venir hacia acá a don Andrés de Urdaneche y él puede concluir la partida, haciendo mis veces.

El capitán general y el comandante del Fijo dijeron a don Juan de Montejo que fuese a descansar y don Andrés tomó las cartas.

Montejo salió apresuradamente de la casa: se embozó en su capa y dando un largo rodeo, se dirigió hacia el cementerio del Sagrario. Llegó a la puerta, sacó una llave, abrió sin hacer el más ligero ruido y entró.

CAPÍTULO XXIV
Revelaciones.
Parte segunda

R
eunidas en la huerta de la casa del escribano, doña Catalina de Urdaneche y la hija del maestro de armas, la tarde siguiente a aquélla en que la señora hizo a la joven sus primeras revelaciones, sentáronse a la sombra de los árboles, cuyas elevadas copas doraban los últimos rayos del sol, próximo ya a su ocaso.

—Rosalía, mi buena amiga —dijo doña, Catalina, luego que se hubo alejado Antonio—, usted no ha llevado nunca y ojalá no lleve jamás el horrible peso de esa dura cadena que algunas mujeres tenemos la desdicha de echarnos al cuello, entregando nuestras almas, todo nuestro ser a hombres crueles e indignos, que abusan miserablemente de nuestra debilidad. Sin fuerzas para romperla, sin valor para intentarlo siquiera, nosotras mismas hacemos día por día más estrecho el nudo que nos ahoga y que llega a hacerse indispensable a nuestra triste existencia.

Tal había venido a ser mi situación cuando habían pasado nueve años desde el infausto día en que conocí a don Juan de Montejo. No contaba yo más que veintiséis años y el sufrimiento no había acabado aún de marchitar aquella funesta belleza que fue la causa de mi perdición. Apagada hacía tiempo la poca afición que aquel hombre duro y egoísta pudo haber sentido por mí al principio de nuestras relaciones, las conservaba por hábito y porque mi completa sumisión a su voluntad no dejaba de lisonjear su orgullo. El era mi señor, mi dueño, y yo la humilde esclava que habría besado con efusión el polvo que pisaban sus pies.

En aquellas circunstancias, el destino ciego, no contento con mis sufrimientos y con mi abyección, quiso hacer más espantosa mi suerte y dispuso las cosas de manera que el que correspondía a mi amor con la indiferencia, vino a convertirse en un verdugo despiadado y cruel. Sucedió que hubo de venir a Guatemala cierto caballero joven, llamado don Ricardo de Bustamante, de una de las familias principales de Tegucigalpa, en la provincia de Honduras, encargado por un tío suyo, sujeto muy rico, de realizar una gran partida de ganado. El tío conocía por desgracia a don Ramón Martínez de Pedrera, y escribió a éste recomendándole al sobrino para que lo dirigiera en el negocio y suplicándole encarecidamente lo alojara en su propia casa. Era muy joven, decía, y muy inexperto, y como siempre se ha tenido en las provincias del reino una idea exagerada de los peligros que ofrece la vida de la capital, temía el caballero sucediese alguna desgracia al mancebo, que habría de recibir una suma de dinero algo considerable.

Desde que Pedrera y don Juan de Montejo recibieron aquella carta, formaron seguramente el plan de apoderarse de los —fondos, una vez que se hubiese realizado el negocio. Para asegurar el golpe era necesario que el provinciano se alojara en la casa, y desde luego resolvieron que así se haría. Mi presencia podía serles hasta cierto punto embarazosa; pero, ¿qué hacer de mí? Trasladarme a la casa contigua, era más peligroso, pues allí se verificaban las reuniones de los individuos de la cuadrilla, de algunos de los cuales iba a necesitarse probablemente, llegado el caso. Reflexionaron, por otra parte, que el don Ricardo no conocía a nadie en la ciudad, y proponiéndose Pedrera no separarse de él en los pasos que habría de dar para la realización del ganado, no sería fácil que se supiera por él que había una mujer erv la casa. Decirle que era yo una joven sobrina de don Ramón, y que estaba para casarme con el hijo de uno de sus amigos, era suficiente. Así se hizo. Llegó Bustamante, que me pareció de gallarda presencia y de modales distinguidos; pero que, por lo demás, no hizo la menor impresión en mi alma, donde no había lugar para otro sentimiento que el que me inspiraba don Juan.

No sucedió otro tanto con don Ricardo. Me vio; mi funesta belleza hubo de inspirarle cierto interés y a los pocos días aquella afición se había convertido en un amor vehemente.

El pobre joven, considerándome libre todavía, aunque prometida a otro, no trató de ocultarme su pasión; antes bien aprovechaba todas las ocasiones que le dejaba la vigilancia del escribano para hacerme entender que me amaba. Yo me mostré reservada con él, y no le di el menor motivo que pudiera hacerle creer que aceptaba sus obsequios. Pero, por desgracia, mi seriedad, en vez de retraerle, encendía más y más el fuego que lo abrasaba; de tal modo que don Ramón llegó a advertirlo, y se apresuró a comunicarlo a don Juan. Los celos, unos celos violentos y salvajes, como todas las pasiones de ese jefe de bandidos, se despertaron en su alma, a la idea de que pudiera haber quién le disputara mi posesión. Disimuló, sin embargo, y previno a su cómplice redoblara su vigilancia y observara cuidadosamente todas mis acciones. Aquel hombre injusto, viendo que yo había sido débil con él, me hacía el agravio de creerme capaz de serlo con otro, sin fijar la consideración en que las circunstancias que me llevaron a ser esclava suya eran de aquéllas que no suelen presentarse dos veces en la vida.

Una noche acabábamos de cenar don Ramón, don Ricardo y yo, y Benito se había retirado ya. Llamaron a la puerta, y habiendo acudido el negro a ver quién llamaba, entró a avisar a su amo que uno de los señores de la real Audiencia deseaba verlo. Pedrera se levantó; pero antes de salir del comedor me hizo seña de que debía retirarme a mi habitación. Hícelo así, y el joven Bustamante no disimuló el disgusto que le causaba el ver que me alejaba de él.

Entré en mi cuarto, y como aún no era tarde, no cuidé de echar la llave y me senté en una butaca a reflexionar, como lo hacía muchas veces, sobré los azarosos acontecimientos de mi vida. Entregada a mis cavilaciones y con la espalda vuelta a la puerta, no vi que ésta se abría y que un hombre se introducía a mi cuarto. Cuando lo advertí, don Ricardo estaba ya a mis pies, declarándome su amor en los términos más apasionados y vehementes. Quise levantarme, llamar; pero el espanto mismo de que estaba poseída me dejó sin acción. El joven se apoderó de una de mis manos, la bañó con sus lágrimas y la cubrió de besos, sin que pudiera yo evitarlo. En aquel momento volví la cabeza a la puerta y el terror heló la sangre de mis venas. Vi a don Juan de Montejo, que me dirigía una mirada cuya expresión indefinible no olvidaré jamás. Lancé un grito de terror y caí sin conocimiento. Cuando volví en mí, don Ricardo había desaparecido. Nadie acudió en mi auxilio. Temblando cerré la puerta; me acosté y no pude conciliar el sueño en toda la noche. Esperaba yo que al siguiente día vendría don Juan y me horrorizaba la idea de arrostrar su cólera, por más que fuese yo inocente, pues no desconocía que las apariencias me condenaban.

Amaneció el siguiente día y nada sucedió. Pedrera estuvo festivo como siempre, sin más diferencia aparente que el repetir con mayor frecuencia cierta risa extraña que es habitual en ese hombre. Don Ricardo almorzó con nosotros, mostrándose tan agradable y cortés como siempre; pero lo que más admirará a usted, amiga mía, es que cuando don Ramón y Bustamante habían salido, llegó don Juan y su semblante no revelaba la cólera de que yo le suponía poseído. Me habló como de costumbre, y yo, viendo que nada me decía de lo ocurrido la noche anterior, provoqué la conversación y quise darle explicaciones. Me contesto fríamente que no comprendía lo que quería yo decirle; que él nada había visto, y que probablemente había yo soñado la escena que le refería.

Atendida la naturalidad de sus respuestas, llegué a sospechar si el miedo me habría hecho creer que veía a don Juan y como pasaron tres o cuatro días sin que ocurriera otro incidente, comenzaba ya a recobrar alguna tranquilidad. Pero ¡ayl yo no sabía que aquella calma aparente de la pasión que abrigaba el alma del jefe de los bandidos era precursora de la más horrorosa tempestad.

El joven Bustamante había recibido y traído a casa veintidós mil pesos, precio del ganado, y guardándolos en uno de sus baúles, en el cuarto que ocupaba. Tres noches después del día en que recibió aquel dinero, dormía yo profundamente, y desperté oyendo pasos en mi habitación. Cuando abrí los ojos, habría querido volver a cerrarlos para siempre. Don Juan, con un semblante cuya expresión satánica no acertaré a expresar, estaba a dos pasos de mi lecho, armado y con una linterna en la mano. Se había introducido en mi cuarto por una puerta secreta que daba a la casa vecina.

—Levántese usted —dijo, y poniendo la lámpara sobre una mesa, se sentó en una butaca y me volvió la espalda, mientras me vestía.He dicho ya que no tenía yo voluntad propia delante de aquel hombre. .Obedecí, y cuando estuve vestida, se puso en pie y volviéndose hacia mí me dijo con acento terrible:

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