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Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)

Tags: #Novela, Histórico

Historia de un Pepe (14 page)

BOOK: Historia de un Pepe
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—Usted me ha traicionado. Por un advenedizo a quien acaba de conocer, ha violado sus juramentos y faltado a la fe que me debía. Ahora va usted a ver cómo sabe don Juan de Montejo castigar los agravios que se hacen a su honor.

Caí de rodillas a los pies de aquel hombre y bañada en lágrimas le supliqué me escuchara y que suspendiera su venganza. El bárbaro no atendió a mis ruegos. Mis cabellos destrenzados pendían sobre mi espalda. Los enrolló en su mano y tirando fuertemente me sacó del cuarto arrastrándome, y me llevó al que ocupaba don Ricardo, que estaba abierto e iluminado. Cuando entré, me heló de espanto el espectáculo que se ofreció a mi vista. Bustamante, con una mordaza en la boca y atadas las manos a la espalda, estaba en pie cerca de su cama y custodiado por cuatro individuos de aspecto feroz, a quienes yo no había visto nunca. Uno de los baúles del joven estaba abierto y se veía una cantidad de dinero en el extremo de una mesa. En el otro extremo escribía don Ramón Pedrera con la mayor tranquilidad. Pendiente de una de las vigas que daban sobre la cama estaba un lazo. Al verlo comprendí que iba a tener lugar una escena espantosa y lancé un grito.

—La he traído a usted aquí —dijo Pie de lana, para que sea testigo del suplicio de su amante, y para que pueda darle el último adiós.

El desdichado don Ricardo movió tres veces la cabeza a un lado y otro, como negando el cargo que envolvía aquellas palabras; pero el implacable bandido a nada atendió. Hizo una seña a sus esbirros; hicieron éstos subir sobre la cama al pobre joven y echándole el lazo al cuello, consumaron el horrible crimen. Cuando el desventurado hubo exhalado el último aliento, le desataron las manos y derribaron una silla junto a la cama.

Yo estaba muda de espanto; pero repentinamente sentí que se verificaba en mi alma una revolución inesperada, de esas que suelen experimentar los espíritus más débiles cuando llega a su límite extremo la exasperación que causa la injusticia.

Había yo caído de rodillas; me levanté y dirigiéndome a aquel verdugo, le dije:

—Monstruo, desde hoy más nos separa un abismo que nada podrá llenar. Yo no amaba a ese joven, que ha venido a ser víctima de tu furor y de tu rapiña. Pero, óyelo: ahora lo amo; sí, adoraré su memoria como la de un mártir; su recuerdo estará unido a mi existencia para siempre y cuando suene la hora del castigo, me verás a tu lado implacable como tú lo has sido, vengadora como la justicia de Dios, pidiéndote cuenta de este nuevo crimen y llamándote a gritos asesino.

Sin que nadie tratara de impedírmelo, subí a la cama y estrechando en mis brazos el cadáver de don Ricardo, besé religiosamente sus manos, de las que se había apoderado ya el hielo de la muerte.

—Pedrera —dijo don Juan—, sin alterarse, haga usted que encierren a esa loca y que se cumplan mis órdenes exactamente.

Los cuatro bandidos compañeros de Pie de lana se apoderaron de mí y conduciéndome a mi habitación, me dejaron encerrada. Pocas horas después, antes de que amaneciera, me trasladaron al patio de esta casa, y a los tres días advertí que me hallaba en una verdadera prisión, pues tapiando la puerta que daba al patio exterior, habían puesto en vez de ella un torno como los que hay en las porterías de los conventos de monjas.

Lo primero que vi en aquel torno, media hora después que to habían puesto, fue un paquete cerrado y un lazo. Tomé aquellos objetos; una terrible idea atravesó mi imaginación al ver aquella cuerda, nueva y fuerte. Abrí el paquete, esperando encontrar alguna explicación y vi que contenía la copia de una información judicial, seguida a solicitud de don Ramón Martínez de Pedrera, sobre el suicidio de su huésped, don Ricardo de Bustamante.

Tuve fuerzas para leer aquel documento. Resultaba de él que a la mañana siguiente a la noche en que tuvo lugar el espantoso suceso, don Ramón, advirtiendo que su huésped no salía de su cuarto, ni respondía, sin embargo de que se había llamado a la puerta muchas veces, fue a buscar un alcalde, el que acudió con cuatro alguaciles y un cerrajero. Habiéndose hecho saltar la cerradura, entraron y vieron el cuerpo de un hombre, pendiente por el cuello de un lazo asegurado en una viga, sobre la cama, y que formaba un nudo corredizo. El hombre parecía haber muerto hacía algunas horas. Una silla estaba caída junto a la cama, lo cual hacía suponer que el suicida había subido sobre ella y empujándola con el pie para quedar pendiente de la cuerda. Los baúles estaban cerrados y las llaves se encontraron en el bolsillo del chaleco que tenía puesto el difunto. Un reloj de oro, que parecía de bastante valor y algunas sortijas con brillantes estaban sobre la mesa. Abiertos los baúles, no se encontró en ellos dinero alguno. Sobre la mesa estaba una foja de papel, en la que había escritas algunas palabras. Habiéndola leído el alcalde, vio que era una declaración escrita y firmada por don Ricardo de Bustamante, en que decía que habiendo tenido la desgracia de perder en las tres noches anteriores la cantidad de veintidós mil pesos en algunas casas de juego, que no debía designar, y no teniendo valor para presentarse a su tío, a quien pertenecía aquella suma, después de haberla perdido, había resuelto poner fin a su vida. Pedía perdón a su tío y añadía que dejaba consignada aquella declaración, para que no se hiciera cargo a nadie de su muerte. El alcalde agregó aquel documento a la sumaria que comenzó a instruir y también otros escritos de puño de don Ricardo que estaban sobre la mesa, a fin de que pudiera compararse la letra. Se hizo constar que el cuarto estaba cerrado por dentro y que había sido necesario forzar la puerta.

El alcalde ignoraba, como todos, que el tabique que separaba aquella pieza de la contigua era de tablas gruesas, que algunas de ellas estaban colocadas de modo que podían correrse con facilidad y dejar un hueco por el cual podía pasar un hombre. Que la juntura estaba cubierta con un cuadro que representaba tres jugadores y tan perfectamente disimulada con el papel que tapizaba la habitación, que no era posible advertirla, aunque se quitara el cuadro.

Agregada a la copia de la información encontré una tira pequeña de papel, en la que estaban escritas unas pocas palabras de letra del malvado Montejo. Decían así:

"Ese lazo es la cadena de matrimonio de don Ricardo de Bustamante con doña Catalina de Urdaneche".

Besé con religioso respeto aquel instrumento de martirio, y desde aquel día lo puse, enrollado y pendiente de un clavo, sobre mi cama.

La señora guardó silencio durante un rato, y Rosalía, profundamente conmovida, no pronunció una palabra. Después continuó diciendo doña Catalina:

—El crimen quedó oculto a los ojos de los hombres y hasta hoy permanece impune. Montejo no pierde ocasión de abrir de nuevo mi dolorosa herida. Me hizo pasar las cartas del tío de don Ricardo en que lamentaba la horrible desgracia y decía que nada le habría importado la pérdida del dinero. Otra vez encontré en el torno un pañuelo con las iniciales R. B. y una tira de papel en que decía que conservara yo aquella prenda del suicida. En fin, amiga mía, sería cansar a usted el referirle todas las torturas que ese malvado imagina cuando está aquí para atormentarme. Pero la más cruel de cuantas me hace sufrir es la de negarse a decirme qué ha sido de mi pobre hijo. Dice que lo sabe, que lo conoce, que lo ve, y que yo jamás sabré quién es ni dónde está. iAh, amiga mía I Si ese hombre cruel, a quien debo más de veinte años de desdichas, me hiciera conocer a mi hijo, le perdonaría yo todo el mal que me ha hecho y lo serviría de rodillas, como la más humilde de sus esclavas.

Más de doce años hace vivo en esta prisión, sin comunicación con personé viviente, a no ser el criado negro de don Ramón, que me habla por el torno algunas veces. De cuatro años acá, mi desdicha se ha hecho más horrible, pues una enfermedad cruel, de ésas que no matan pronto y que hacen sufrir terriblemente, se ha apoderado de mí. Jamás he logrado que me proporcionen un médico, ni he recibido auxilio alguno. Y sin embargo, hoy bendigo esa enfermedad, pues ella ha venido a proporcionarme el consuelo de conocer a usted, de verla, de hablarle, y de que me sea dado depositar mi doloroso secreto en el seno de un ángel, a quien debo, lo repito, las primeras horas de alivio que mis penas han experimentado después de tantos años.

Diciendo así, doña Catalina de Urdaneche derramó algunas lágrimas y estrechó a Rosalía contra su corazón. La joven estaba pálida de emoción, y sin poder articular una palabra, no hacía más que sollozar.

Al fin, haciendo un esfuerzo, cobró algún aliento y dijo a la señora:

—Mi buena amiga, es necesario que los padecimientos de usted tengan término, ya que usted no quiere que avise yo a la justicia, saiga usted de esta prisión; muy fácil es que usted pase a mi casa, y de allí a la casa de su padre que, después de más de veinte años que han pasado, no ha de ser tan duro, que no le abra sus puertas y perdone su falta. Resuélvase usted; salgamos ahora mismo de esta horrible cárcel.

—No, Rosalía —contestó doña Catalina—; ya he pensado en eso, y no puede ser. Es verdad que mi padre tal vez no me negaría su perdón, al saber lo que he sufrido; pero expondría yo gravemente su vida al acogerme a su casa. Don Juan me lo ha dicho así, y no es hombre que amenace en vano. Dispone de grandes medios para hacer el mal y aunque cayera su cabeza en el patíbulo, no por eso estaría mi padre seguro de una desgracia. Por otra parte, yo sufro aquí, es verdad; pero, ¿a dónde quiere usted que vaya que no dé conmigo mi verdugo? Esperemos que la justicia de Dios, cansada al fin de tolerar a ese malvado, recobre sus fueros, e imponiéndole el castigo que merece, me proporcione la libertad. Entonces, amiga mía, yo no haré más que cambiar de prisión, pues con la enfermedad que padezco no me será dado comunicarme con nadie. No hay más que un ser en el mundo, añadió doña Catalina sollozando, a quien no causaría horror mi situación y que no me negaría sus caricias, y ése no sé dónde está. Quizá pasaría yo junto a él, y apartaría de mí los ojos sin conocerme.

Rosalía no insistió ya, y prometiendo a la señora continuar viéndola con frecuencia, se volvió a su casa, con el corazón hecho pedazos de dolor.

CAPÍTULO XIII
El situado

B
ien sabido es que hubo una época en que, disminuidos considerablemente los productos de las rentas del reino de Guatemala, se hacía necesario remitir todos los años, de Nueva España, cierta cantidad para completar los gastos de la administración pública. Llamaban a esa remesa el situado, y muchas veces vem'a de Véracruz a Trujillo, y de este puerto se dirigía, bajo segura escolta, a esta ciudad.

Uno de esos envfos, por cantidad de cien mil pesos, era el que se aguardaba para fines de noviembre de 1810, y al que se refirió la conversación del capitán general, del comandante del Fijo y de don Juan Montejo en el sarao del alférez real.

Hemos visto que la noticia que dio aquel misterioso personaje sobre lo diminuto de la escolta que vem'a con el convoy, ocasionó la disposición de que salieran 25 hombres del batallón ai encuentro del situado; y atendiendo al carácter y modo de proceder de don Juan, no sería temerario suponer que no sin intención puso aquella circunstancia en conocimiento de tales personajes.

Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que al siguiente día, muy temprano, recibieron el teniente don Luis Hervías y el cadete don Gabriel Fernández, la orden de presentarse montados, en el cuartel, para ir a desempeñar una comisión. Pocos momentos después, habiéndose dado a Hervías las instrucciones del caso, salían a la cabeza del piquete por el camino de San Salvador, que se tomaba para ir o para venir de Trujillo a esta ciudad.

Ambos jóvenes recibieron con viva satisfacción la orden de ponerse en marcha, y desde que salieron no hacían otra cosa que levantar castillos en e! aire sobre la suposición de que Pie de lana y su cuadrilla tuvieran la feliz idea de querer asaltar el convoy. Cuando a la luz dudosa del crepúsculo divisaban en lontananza algunas hileras de árboles, a orillas del camino, palpitábanles los corazones de contento, imaginando que aquellas figuras indecisas eran los ladrones que los aguardaban resueltos a disputarles el paso. La realidad disipaba aquellas ilusiones; pero no los curaba de la manía de ver a Pie de lana y su cuadrilla, agazapados, en cada grupo de matas, en cada partida de ganado, en cada recua de acémilas que percibían a lo lejos.

Al segundo día de haber salido de la capital llegaban, al caer la tarde, a orillas del río del Molino, al pie del ramal de la cordillera que corta los dos caminos que puede seguir el viajero que se dirige a San Salvador. Hervías y Fernández vieron brillar al sol cañones de fusiles y en seguida percibieron las chaquetas encarnadas de los soldados caribes que formaban la escolta del convoy. . . Venía ésta al mando de un capitán, bajo cuyas órdenes se pusieron el teniente y el cadete con sus veinticinco hombres. El comandante dispuso pasar la noche en aquel sitio y continuar la marcha a las dos de la mañana del siguiente día, aprovechando la luna que debía levantarse una hora antes. Distribuyó la escolta de la manera oportuna para evitar cualquier sorpresa e hizo colocar centinelas en los puntos convenientes.

Gabriel se envolvió en su capa y se tendió sobre el césped; pero no pudo conciliar el sueño. Repasaba en su imaginación los sucesos de los últimos días y no dejó de hacer la observación de que algunos de ellos tenían un carácter un tanto novelesco. Los misterios de la casa de su huésped mantenían siempre viva su curiosidad, y hacían flotar su espíritu en un mar de conjeturas y de confusión. Pensaba también en Rosalía, con la complacencia que hace experimentar a una alma joven y apasionada la idea de la próxima posesión del objeto amado; pero inmediatamente recordaba, sin saber por qué, a la orgullosa hija del alférez real, que se ofrecía a su imaginación en toda la esplendidez del lujo y la belleza con que se le había presentado cuatro noches antes, como una visión celeste, en medio de una atmósfera de luz, de armonía y de perfumes. Parecíale oir aún el timbre argentino de aquella voz, imperiosa pero dulce, diciéndole que amaría como a su propio hermano al marido de Rosalía; expresión a que él contestara con indisculpable dureza.

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