Read Historia de un Pepe Online
Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)
Tags: #Novela, Histórico
Cada cual interpretaba el suceso como mejor le parecía. Quién sospechaba un alzamiento; quién una invasión de insurgentes mexicanos, y no faltó ciudadano de espíritu asombradizo que atribuyera el movimiento de la tropa y la policía a que el mismo Napoleón estaba a las puertas de la ciudad con sus ejércitos, para vengar las derrotas sufridas en España.
Entretanto, la cabeza de la columna llegó frente a la casa contigua a la del escribano Martínez de Pedrera, cuya puerta golpeaba con fuerza un individuo, a quien no pudo conocerse, a causa de la oscuridad de la noche.
—Prendan a ése —gritó Arochena, suponiendo que debía ser alguno de los de la cuadrilla que intentaba anticiparse a dar aviso a sus compañeros. Cuatro o seis policías embozados en sus capotes negros rodearon al que llamaba, quien no pudiendo tenerse sobre sus pies, cayó a plomo delante de la puerta.
—Isable y lanzal —exclamó el caído—; por vida de... que Rosalía se ha dormido y no me abre.
Era el pobre capitán retirado con goce de medio sueldo, don Feliciano de Matamoros, que habiendo bebido durante toda la tarde más de lo ordinario, había tomado por su propia casa la contigua a la del escribano.
Cuando se vio rodeado de aquellas figuras, que aprestaban los lazos para atarlo, el capitán levantó la voz y exclamó:
—Apartaos, apartaos de mí, aves nocturnas, y dejadme en paz. Apartaos, espíritus de las tinieblas; apartaos malditos fantasmas —repetía, mientras lo ataban; pero, habiéndole acomodado una mordaza en la boca, no pudo continuar sus elocuentes apostrofes. Dejáronlo atado y amordazado, y en seguida el alcalde y el capitán se ocuparon en distribuir parte de la tropa en torno de la manzana. Hecha esta operación y seguros de que nadie podría escapar, rompieron a fuerza de hachazos la puerta de la casa y entraron. Vieron en la sala un sofá, algunas sillas y una mesa muy grande; pero no encontraron alma viviente. Sobre la mesa estaban dos velas apagadas. Ocurrióle al astuto don Diego tocar los pabilos de las velas y encontrándolos calientes, dedujo que debían haber sido apagadas hacía apenas un instante. Recorrida la casa, advirtió Arochena que tenía no una, sino varias puertas que comunicaban con la del escribano Pedrera. Mandó forzar una de ellas y entró, seguido de su gente. Gabriel no acertaba a comprender lo que podía significar aquella invasión de su pacífica y tranquila posada; pero obediente a sus instrucciones, hacía cuanto le indicaba el alcalde.
Recorrieron la casa, sin hallar otro habitante que el negro Benito, a quien no pudo Arochena sacar una palabra, ni con halagos, ni con amenazas. Mandó que lo ataran fuertemente y que no lo dejaran escapar y continuó registrando minuciosamente la casa. Concluido el cateo de la parte que daba al patio exterior, preguntó el alcalde a Gabriel:
—¿Dónde está, señor capitán, la puerta que conduce al patio interior de esta casa? Yo no la descubro por más que la busco.
—Ni la encontrará usted, señor alcalde —contestó Gabriel—, pues no la hay. Esta parte se comunica con la otra por medio de un torno, que voy a mostrar a usted. Es una rareza, un misterio que hay en esta casa y que jamás he podido explicarme.
Llegados el alcalde, el capitán y la gente delante de la puerta que cubría el torno y queriendo abrirla, vieron que estaba fuertemente asegurada por dentro; pero no tardó en abrirse, despedazada por el golpe de las hachas. El torno había desaparecido. No quedaban más que algunas de las tablas que lo formaban, caídas en el piso del boquerón.
—Por aquí han entrado —exclamó el alcalde—, no se escaparán.
—¿Quiénes? —preguntó Gabriel.
—Ellos —dijo Arochena—; Pie de Lana y su cuadrilla.
—¡Pie de lana aquí en mi casal —exclamó el capitán asombrado.
—En la casa del escribano Pedrera, querrá usted decir —replicó don Diego—. Luego llamando a unos cuatro de los más resueltos entre los que formaban la policía, les mandó que penetraran por el boquerón.
No podían hacerlo sino de uno en uno. Comenzó a entrar el primero, y apenas había penetrado, sonó un tiro por la parte de adentro, se escuchó un iayl , y el que intentaba entrar quedó sin movimiento. Retiráronlo. Estaba muerto, y con la cabeza atravesada por una bala.
—Los bandidos están resueltos a disputar su vida, capitán —exclamó Arochena—. Es necesario penetrar en ese patio por otra parte. Las escalas, pronto. Queden aquí diez hombres del batallón, si a usted le parece, y entremos por algunas de las casas vecinas.
—La que debe tocar con ese patio —dijo uno de los oficiales del Fijo—, es la del maestro de armas don Feliciano de Matamoros.
—Pues vamos allá —dijo Arochena; y seguido por Gabriel, por la policía y por los soldados que estaban disponibles, salieron de la casa, dejando orden al oficial situado junto al boquerón con diez hombres, de hacer fuego sobre cualquiera que intentara salir.
Llamaron a la puerta de la casa del maestro de armas, salió a abrir una de las hijas de don Feliciano, quien temblando al ver tanto soldado, dijo que ni su padre, ni su hermana Rosalía, ni su hermano Antonio estaban en casa. Entró el alcalde, y Gabriel tuvo que seguirlo, no sin experimentar un sentimiento de vergüenza y de confusión, al penetrar de aquella manera en la casa de la mujer con quien se había conducido de un modo tan ajeno de un hombre de corazón y de un caballero. Consolábase con la idea de que no haría más que pasar y que no se encontraría con la joven, a quien no se atrevería a mirar de frente. Prefería batirse dos horas con Pie de lana y su cuadrilla antes que arrostrar durante dos segundos la mirada de Rosalía.
Pero lo que había dicho la niña era cierto. Gabriel y don Diego atravesaron la casa sin encontrar a nadie y penetrando hasta el gallinero, les llamó la atención el ver una mesa sobre la cual estaba una silla, arrimada a la pared que parecía ser la divisoria de las dos casas. Puestas las escalas, subieron, y su asombro subió de punto al ver una especie de escalera contra la misma pared por la parte de adentro.
Un momento después, Gabriel, Arochena y un pelotón de cincuenta o sesenta hombres, entre soldados del Fijo y policías, estaban en la huerta de la casa del escribano. Se les dispararon unos diez o doce tiros, que partieron de algunos grupos de hombres que se veían detrás de los árboles, y cayeron heridos unos cuantos de los que acompañaban al alcalde y al capitán. Irritado éste con aquella hostilidad, mandó hacer fuego a los grupos y se vieron caer varios bultos.
— iA ellos, a la bayoneta! —gritó Gabriel, y lanzándose como un león, a la cabeza de los soldados, llevando, a su lado al alcalde, cayeron sobre los bandidos, que se retiraron y fueron a apoyarse contra la pared de la huerta. La lucha fue corta, pero terrible. Los ladrones se defendieron con extraordinario valor, animados por uno que parecía ser su jefe, que peleaba embozado en una capa y con el sombrero hundido hasta los ojos.
De repente se encontraron aquel hombre y el alcalde Arochena y trabaron un combate a muerte. Cayó el embozo del desconocido y al verle la cara, gritó don Diego:
—¡El es! —No pudo decir más. El jefe de los bandidos atravesaba con su espada al alcalde, que cayó, revolcándose en su sangre.
Gabriel, fuera de sí, tomó una pistola que llevaba asegurada en el cinturón, y amartillándola, apuntó al que acababa de herir mortalmente al alcalde. Un momento más, y habría disparado.
—¡Detente, insensato! —gritó el desconocido, bajando hacia el suelo la punta de su espada—. ¡Soy tu padre!
—¡Mi padre! —exclamó Gabriel, como herido por un rayo—; imi padrel —Si —dijo Arochena, con voz entrecortada y balbuciente—. Es su padre...
Usted, añadió volviéndose a Gabriel, es hijo bastardo de... Pie de lana. Diga usted al capitán general que he cumplido mi promesa, aunque a costa de mi propia vida... Capitán, pongo ese reo de muchos robos y asesinatos bajo la salvaguardia del honor militar de usted. Y expiró.
En aquel momento dos mujeres a quienes nadie había visto, pues se habían mantenido ocultas detrás de unos cimientos durante el combate, avanzaron hacia el grupo de los combatientes. Una de ellas se dirigió al jefe de los bandidos y le dijo:
—¿He oído bien? ¿No ha dicho usted que ese joven es su hijo?
—Si —contestó el desconocido—; es mi hijo.
—¡Ah! —exclamó la mujer—; entonces es también hijo mío. Sí, mi hijo, mi hijo, gritó y rodeó con un brazo el cuello de Gabriel, que estaba mudo de asombro, de confusión y de vergüenza. Con alguna dificultad logró desasirse de la que lo tenía abrazado y dijo al desconocido con voz entrecortada por la emoción:
—Si es cierto que usted es mi padre, mañana cumpliré con los deberes de hijo. Ahora debo cumplir con los de oficial del rey. Pase usted. Y partieron todos.
E
l capitán Fernández condujo a la cárcel de la corte a Pie de lana, o sea don Juan de Montejo, y a los individuos de su cuadrilla que no habían perdido la vida o quedado heridos en la refriega. Ni don Juan ni Gabriel atravesaron una sola palabra desde la casa del escribano hasta la cárcel. El primero parecía tranquilo; el segundo caminaba con la cabeza inclinada sobre el pecho, como poseído del más profundo abatimiento.
Al llegar a la puerta de la cárcel, don Juan sacó del bolsillo un papel doblado y lo entregó a Gabriel.
—Hijo mío —le dijo—/quise retardar todo el tiempo que fuera posible la revelación de un secreto que sabía yo te sería penoso. El destino lo ha dispuesto de otra manera, y hoy es necesario que lo sepas todo. En ese papel encontrarás las pruebas de que no eres lo que tú mismo y la sociedad han creído. Sé que la espada de la ley va a caer inevitablemente sobre mi cabeza; pero más cruel aún que ese castigo, será para mí la consideración de que hoy no puedo legarte más que un nombre infame. Quizá no volveremos a vernos. Perdóname.
Los sollozos no le permitieron pronunciar una palabra más. Gabriel, muy conmovido, tomó el escrito y contestó a don Juan:
—He cumplido mi deber de soldado. Desde hoy más me considero libre para poder consagrarme a los que me impone mi nueva situación. Nos veremos pronto.
Don Juan cargado de cadenas, fue encerrado en un estrecho calabozo, inscribiéndosele en el registro de la cárcel bajo el nombre de Juan Bermúdez (alias) Pie de lana.
En seguida el capitán mandó conducir a la casa de recogidas a la que acababa de decirle que era su madre y a una joven que la acompañaba y que, como nuestros lectores han comprendido ya, no era otra que la hija del maestro de armas. Habían sido encontradas en la casa donde estaban los bandidos, y su prisión era inevitable. La infeliz señora tenía el corazón traspasado de dolor. Su hijo, a quien acababa de encontrar, la hacía encerrar entre las mujeres perdidas. Ella no comprendía la fuerza del deber que lo obligaba a proceder de aquella manera.
El capitán volvió al cuartel y dio cuenta a su jefe del desempeño de la comisión que se le había confiado, omitiendo únicamente la circunstancia de la revelación hecha por Pie de lana. Gabriel sabía que el hecho, que había pasado delante de muchos testigos, sería público al siguiente día. El coronel elogió en pocas palabras la conducta de su subalterno y le dijo que no dudaba que el importante servicio que había prestado al rey sería debidamente recompensado. Gabriel no contestó, limitándose a mover la cabeza con una expresión de abatimiento que no dejó de llamar la atención del viejo militar, que, sin embargo, no se consideró autorizado para pedirle explicaciones. Díjole que podía retirarse y Gabriel se dirigió a su casa y se encerró en su cuarto.
Con el interés que debe suponerse, leyó el papel que acababa de entregarle don Juan, que no era otro que la declaración, de puño y letra de don Fernando Fernández de Córdoba, que Montejo había recogido de la mesa de Urdaneche un momento después que éste había muerto. Vio Gabriel en aquel documento, cuya auntenticidad no podía poner en duda, la prueba evidente de que no era hijo de Fernández. Tampoco tenía motivo para dudar de la verdad de la declaración hecha por Pie de lana y confirmada por Arochena, poco antes de expirar. ¡Era, pues, el hijo de un bandido! Tal fue la dolorosa convicción que desde aquel momento penetró en el ánimo de Gabriel. El dinero que había pasado por sus manos y que había derramado con tanta profusión, era fruto de las más vergonzosas e infames rapiñas. El joven, abrumado de dolor, apoyó la cabeza en sus manos, con los codos fijos sobre la mesa, recorriendo por segunda vez la espantosa revelación que contenía el documento. La extraña conducta de don Fernando dejó de ser un misterio para él. Recordó la manera fría, casi cruel en que procediera al marcharse del país y comprendió por qué no le había dirigido en tanto tiempo una sola carta. Gabriel recobraba su verdadero padre; pero iqué padre, oh Diosl Un hombre que estaba a punto de pagar sus crímenes en un patíbulo. Después de hacer esta desgarradora reflexión, se agolpaban en su espíritu, violentamente agitado, las repetidas pruebas de amor que le había dado aquel hombre que veló por él desde el momento en que lo abandonó Fernández, y se sentía inclinado a perdonarle el mal que le había hecho. Pensaba en que la ciega fatalidad lo había conducido a llevarlo a la cárcel, donde lo habían cargado de cadenas y de donde saldría probablemente para el cadalso, y la desesperación despedazaba su alma. La lucha fue terrible; pero triunfaron los buenos instintos en el corazón de Gabriel.
—Sea lo que fuere —dijo, con el rostro bañado en lágrimas—, es mi padre, un padre que ha sido conmigo tierno y amoroso. Yo no soy ni puedo ser su juez; soy su hijo, y esto basta.