Read Historia de un Pepe Online
Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)
Tags: #Novela, Histórico
Dicho esto, tomó una pluma y un pliego de papel y con mano temblorosa trazó unas pocas líneas. Era un escrito dirigido al capitán general, en que pedía su licencia absoluta y devolvía el despacho de capitán.
Gabriel no se acostó aquella noche, pasando las horas que faltaban para que amaneciera el nuevo día, en la más violenta agitación. Como a las seis oyó que golpeaban la puerta de su cuarto. Abrió y se encontró con el negro Benito, que no pudiendo valerse de las manos, que tenía fuertemente atadas hacia atrás, había llamado con el pie. Mientras Gabriel le quitaba las ligaduras, le dijo el negro que fa noche anterior, luego que lo habían atado por orden del alcalde, aprovechó un descuido de los agentes de policía que quedaron en el patio exterior, y fue a ocultarse a un lugar seguro, donde sin duda no pensaron en buscarlo. Gabriel informó brevemente a Benito de lo ocurrido, y le preguntó si sabía qué había sido de don Ramón. Contestó el negro que su amo no estaba en la casa cuando fue ocupada por la policía y por la tropa, y que era muy probable que se hubiera puesto a salvo.
Gabriel quería saber algunos pormenores respecto a la señora encerrada en el patio interior de la casa, que debía ser la misma que se presentó al terminar el combate con los ladrones; y habiendo suplicado a Benito le refiriese cuanto supiera acerca de ella, el negro que no tenía ya por qué guardar reserva refirió todo lo que sabía; esto es, lo que había ocurrido desde que don Juan de Montejo llevó a doña Catalina de Urdaneche a la casa del escribano.
Con el más vivo interés escuchó el joven la relación del esclavo, comprendiendo por ella que aquella infeliz señora, que debía efectivamente ser su madre, había sido víctima de las pasiones violentas de su padre. Oyó con profundo disgusto lo que añadió Benito acerca de la espantosa enfermedad que de cuatro años a la fecha había atacado a doña Catalina e hizo el propósito desde aquel instante, de consolarla y dulcificar en cuanto le fuese dable la amargura de su situación.
Después de aquella plática, en que el negro informó a Gabriel de cuanto sabía, tomó el joven el escrito que había extendido y en que solicitaba su licencia absoluta, y antes de que fuese más tarde y se publicaran en la ciudad los sucesos de la noche anterior, se dirigió a palacio y solicitó una audiencia del presidente. Recibido en el acto, Gabriel le refirió cuanto había ocurrido, sin omitir la revelación hecha por Pie de lana de ser su padre, lo que confirmó antes de expirar el alcalde Arochena. Añadió que tenía en su poder una declaración, escrita y firmada algunos años antes por don Fernando Fernández de Córdoba, en la que constaba que él era un expósito, y concluyó diciendo tener la convicción de que el autor de sus días era el reo a quien había llevado a la cárcel la noche anterior.
El anciano presidente escuchó estupefacto la relación de Gabriel y recibió el memorial que éste le presentó en seguida con el despacho de capitán. Después de reflexionar un momento, dijo:
—Usted procede con cordura al dar este paso. Después de lo que ha sucedido y que no tardará dos horas en hacerse público, no sería posible que continuara usted vistiendo el uniforme militar un día más. Lo siento en el alma, joven. Usted pudo haber hecho una carrera brillante; pero la suerte no lo ha querido. ¿Puedo servir a usted en algo?
—Sí señor —contestó Gabriel—; tengo que pedir a vuestra excelencia un favor.
—Diga usted.
—Un permiso para poder ver a mi padre en la prisión.
Bustamente se dirigió a la mesa y extendió una orden para que se permitiese al portador la entrada a la cárcel a cualquier hora y la más franca comunicación con el reo...
—¿Bajo qué nombre está inscrito en el registro? —preguntó el presidente.
—Bajo el de Juan. Bermúdez —contestó Gabriel.
El presidente escribió el nombre y apellido del reo, firmó la orden y al entregarla a Gabriel, le tomó la mano con efusión y le dijo:
—Vaya usted a cumplir con su deber.
El joven saludó con respeto al presidente y se retiró.
Dos horas después recibía su licencia absoluta, extendida en términos muy honrosos a su persona. Profundamente conmovido, se desnudó aquel uniforme de que se sentía orgulloso y que había llevado seis años, y vestido de paisano, se dirigió a la cárcel.
Entretanto, corría en la ciudad la noticia de los extraños acontecimientos de la noche anterior. Todos contaban y comentaban los diversos lances ocurridos en casa del escribano Martínez de Pedrera; pero ni la muerte de Arochena, ni la captura misma de Pie de lana tenían, en concepto del público, la mitad de la importancia que el hecho de haberse descubierto que el cabecilla de los bandidos era el padre del capitán Gabriel Fernández. Multiplicábanse los comentarios y las conjeturas. ¿Qué hará? ¿Pretenderá continuar en el servicio? ¡Imposible! exclamaban todos. ¿Y el casamiento? Menos.
—Bien pensé yo siempre —decía uno—, que no podía el tal Gabriel ser hijo de Fernández.
Esta observación, que debía dar a su autor la reputación de observador sagacísimo, fue repetida en el acto por no sabemos cuántos millares de bocas. Lo cierto es que al caer la tarde, más de media ciudad había pensado siempre "que el tal Gabriel no podía ser hijo de Fernández".
Con la noticia de la captura de Pie de lana y del descubrimiento de que éste era el padre de Gabriel, corría otra de tan escasa importancia comparada con aquélla, que apenas se fijaba en ella alguna atención. Tal era la de que don Juan de Montejo había salido aquella misma mañana para Acajutla, donde debía embarcarse, pues se proponía hacer un viaje muy largo en la América del Sur. La gente estaba acostumbrada a las idas y venidas de don Juan y un viaje más no era para causar sorpresa a nadie.
La verdad era que apenas uno que otro de los que tomaron parte en el combate de la noche anterior conoció a don Juan de Montejo, y éstos recibieron orden superior de conservar secreta la identidad de aquel sujeto con el jefe de los bandidos. Así fue que el público no sospechó la verdad y creyó fácilmente que don Juan había partido para hacer un largo viaje. El reo estaba incomunicado para todos, menos para Gabriel, y el oidor juez de provincia encargado de instruir la causa, tenía orden de tomarle las declaraciones en el calabozo.
Todo se hizo con reserva y prontitud, pues el presidente previno que cada veinticuatro horas se le diese cuenta del estado de la causa. Juan Bermúdez, o sea Pie de lana, no negó uno solo de los cargos que se le hicieron. Lo único que no hizo, por más que se le apremió, fue denunciar a sus cómplices. A los tres días, el reo, convicto y confeso de varios asesinatos y robos, fue condenado a la pena del último suplicio, y dos días después el tribunal superior confirmaba el fallo. Se mandaba poner en libertad a doña Catalina Robles y a Rosalía Matamoros, que se encontraban en la casa del escribano la noche de la captura de los bandidos; pero a quienes no resultaba complicidad alguna con éstos, y se dictaban nuevas órdenes para la captura de don Ramón Martínez de Pedrera.
Pie de lana entró en capilla. Esta noticia (triste es decirlo), fue una buena nueva para la ciudad. No era un sentimiento de amor a la justicia, no era la idea de que la sociedad iba a verse libre de un enemigo peligroso lo que hacía que el público acogiera la noticia con agrado. Era que anunciaba un acontecimiento que iba a romper la monotonía de la vida de una población para quien el día de hoy, enteramente igual al de ayer, había de ser idéntico al de mañana. Habían transcurrido algunos años desde la última ejecución de justicia; el espectáculo tendría, pues, para muchos de los que se proponían asistir a la fiesta, el atractivo de la novedad. Don Juan se preparó a morir con la entereza que debía esperarse de su carácter varonil. La víspera del día en que iba a ejecutarse la sentencia, después de haber cumplido sus deberes religiosos, el reo se quedó solo con Gabriel, que no se separaba de él un solo instante. Don Juan procuraba consolar al desdichado joven que, abrumado de dolor e hincado de rodillas, bañaba con lágrimas la mano de su padre
—Hijo mío —decía el llamado Pie de lana—, es necesario que aceptes con valor esta prueba dolorosa y que el ejemplo terrible que se ofrece hoy a tus ojos te sirva en todo el curso de tu vida. No te desvíes jamás del sendero del deber. No busques la felicidad en los falsos bienes de este mundo y no olvides jamás que de nada sirven las riquezas, los honores, la consideración social, cuando falta la tranquilidad de la conciencia. Yo he consagrado mi vida a esos falsos ídolos, y no es iay! sino hasta ahora, cuando me encuentro a las puertas de la eternidad, que comprendo toda la magnitud de mis faltas, y cuan erróneos han sido mis cálculos.
—Hay, —añadió con voz entrecortada por la emoción—, hay una mujer con quien he sido injusto y cruel, después de haberla arrastrado al abismo de la perdición. Es tu madre, pídele que me perdone y olvide todo el mal que le hice. Amala, procura aliviar sus sufrimientos; paga por mí esa deuda sagrada. He ahí, hijo mío, el único y triste legado de tu pobre padre.
Dos lágrimas se desprendieron de los ojos de don Juan, las primeras que había derramado aquel hombre desde los días de su infancia. Gabriel le hizo la más solemne promesa de no abandonar jamás a su madre y de prodigarle toda la ternura de que era capaz su corazón.
Al siguiente día, a las once, se presentó en la capilla el ejecutor de la justicia e hizo que don Juan vistiera una túnica negra, con una cruz roja, y que se cubriera la cabeza y la cara con un capirote donde se veían dos agujeros, para que pudiese el reo ver por ellos el crucifijo que le presentaba uno de los sacerdotes que lo acompañaban.
La fúnebre procesión se puso en marcha. Abríanla los agentes de policía; en medio iba el reo, sentado en un mulo y con pesados grillos en los pies: a la derecha los eclesiásticos y a la izquierda Gabriel, pálido con la cabeza descubierta e inclinada sobre el pecho. Cerraba la comitiva una compañía del Fijo, al mando del capitán Hervías, tan conmovido como el hijo de aquél a quien iban a ajusticiar.
Un gentío inmenso llenaba las calles. Los balcones, y hasta los tejados estaban llenos de curiosos, que habían acudido con la esperanza de conocer a Pie de lana. No pudieron verle la cara y con esto el espectáculo perdió la mitad del interés para aquella buena gente.
Llegada la fúnebre comitiva al pie del cerro del Carmen, donde se había erigido el cadalso, quitaron los grillos al reo, que subió con paso firme. Gabriel lo siguió, sin que se lo impidieran, pues había orden para que pudiese hacerlo, y en el momento en que el verdugo ponía el dogal al cuello del reo, el joven se hincó de rodillas y le besó las manos. La multitud presenció con recogimiento aquel espectáculo conmovedor. En el mismo instante partió un grito doloroso del grupo de gente que rodeaba el patíbulo. Una mujer que llevaba la cara cubierta con un velo, cayó sin sentido en brazos de una joven que la acompañaba. Don Juan se estremeció al oir aquel grito, que le hizo recorrer en un segundo la historia de una gran parte de su vida.
—¡Perdón, perdón! —murmuró en voz baja, tan baja que sólo Gabriel pudo escucharla. Un momento después todo había concluido. La justicia humana estaba satisfecha, y Pie de lana había dejado de existir.
D
espués de haber estado expuesto en el patíbulo durante algunas horas, el cadáver de Pie de lana fue entregado a Gabriel, que cumplió el piadoso deber de darle sepultura. Volvió a su casa, y abrumado de dolor, se encerró en su cuarto, entregado a las más amargas reflexiones. Consideró cuan frágil cosa es eso que se llama felicidad humana, pues un día, unas pocas horas, habían bastado para destruir la que disfrutaba y para precipitarlo en el abismo de la desdicha. Estaba condenado a llevar sin culpa suya, un nombre infame, y lo helaba de espanto la idea de verse señalado con el dedo y designado con la horrible denominación de "el hijo del bandido". Pensó un momento en huir, en abandonar el país y buscar el olvido y la paz en algún rincón del reino a donde no pudiese llegar la triste historia a que estaba unido su nombre; pero inmediatamente surgió en su espíritu agitado el recuerdo de su madre, sola, abandonada, víctima de una enfermedad cruel, y recordó también la promesa que había hecho de velar por ella y de procurar hacerle más llevadera la existencia.
Consideró que lo primero que le correspondía hacer era buscarla y someterse a lo que ella dispusiera, como hijo sumiso y obediente.
Tomada esta resolución, brotó naturalmente en el espíritu de Gabriel otra consideración en que no se había fijado hasta entonces, dominado como había estado por un solo pensamiento desde el instante en que supo quién era su padre. Pensó en su compromiso con Matilde Espinosa de los Monteros, y comprendió que la fatalidad lo había roto para siempre. ¿Querría ella, acaso, consentiría su familia en que fuese la esposa del que acababa de subir a un patíbulo afrentoso, acompañando al que le había dado el ser; del que cambiaba un apellido ilustre y respetado por un nombre cubierto de ignominia?
Hecha esta reflexión, Gabriel tomó una pluma y se disponía a dirigir una carta a don Pedro Espinosa de los Monteros, cuando entró Benito, y sin decir palabra, le entregó una esquela cerrada y sellada con un escudo de armas. Era el mismo en que estaba sellada la invitación que recibió Gabriel dos años antes para que concurriera al sarao en casa del alférez real. Presintiendo lo que contendría la misiva que tenía en sus manos, no pudo menos que comparar aquella época en que se había presentado a la multitud con el aparato deslumbrador del lujo, acompañando al que portaba el pendón del soberano, y al presente, en que acababa de darse también en espectáculo al pueblo sobre el estrado de un cadalso.