Read Historia de un Pepe Online

Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)

Tags: #Novela, Histórico

Historia de un Pepe (34 page)

BOOK: Historia de un Pepe
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G
abriel volvió por la tarde al escritorio de Rosales y continuó el trabajo comenzado. Las piezas que copiaba eran casi todas relativas a las cuentas de la casa de Agüero y Urdaneche con don Juan de Montejo, y de ellas resultaba un saldo dé trescientos veinticinco mil docientos quince pesos dos y medio reales, a favor de éste.

No dejó de llamar la atención a Gabriel que don Jerónimo hubiese elegido precisamente aquellas cuentas para que él las copiara; pero no pudo alcanzar la mira que el sucesor de Arochena hubiese podido tener en esto.

Al concluir el trabajo y cuando Gabriel iba a retirarse, le dijo don Jerónimo con aparente naturalidad:

—¿Qué le han parecido a usted las piezas del expediente del concurso que ha copiado?

—No encuentro en ellas —contestó Gabriel—, cosa particular. Son cuentas corrientes muy claras y llevadas en toda regla.

—¿Y no le parece a usted que es considerable la suma que debe el concurso a don Juan de Montejo?

—Ciertamente —dijo Gabriel, sin comprender a dónde podía dirigirse la observación—. Por lo demás, añadió, creo que considerable o no, esa deuda se ha convertido en humo, como para los demás acreedores las que les corresponden.

—En eso —replicó don Jerónimo—, puede usted estar equivocado. La casa tiene créditos activos de gran cuantía y de no difícil cobro en las provincias del reino, en Lima y en Cádiz. Con alguna habilidad y tal cual empeño, podrían realizarse, y liquidado el concurso, alcanzar los acreedores de un cincuenta o un setenta por ciento de sus créditos.

Al decir esto, Rosales fijó sus ojos penetrantes en la cara de Gabriel, como si quisiera leer en ella la impresión que pudieran hacerle aquellas palabras. Pero sea que Gabriel no alcanzara el sentido oculto de la indicación, o ya que no le conviniera darse por entendido de ella, se limitó a contestar con mucha sencillez:

—Me alegro por los acreedores; pues, según he oído decir, hay entre ellos personas a quienes la bancarrota de la casa ha reducido casi a la miseria.

—Así es —replicó Rosales—. Conozco acreedor que está hoy en la más completa pobreza y a quien la liquidación del concurso haría rico de la noche a la mañana.

Gabriel no contestó, ni pareció dar mucha importancia a la observación; y siendo hora de retirarse, se despidió de don Jerónimo y se marchó.

—Este mi primo —dijo el abogado, arreglando maquinalmente algunos de los papeles que estaban en la mesa—, o es un zorro muy astuto, o es un animal. En el primer caso, es necesario que se quite la máscara y que nos entendamos francamente; en el segundo, es preciso ayudarlo y hacerle el bien quiera o no quiera. Siempre deberá pagarme mi trabajo como corresponde. Pero hoy basta la insinuación hecha. Le daré tiempo para que reflexione, y dentro de dos o tres días le plantearé la cuestión claramente y sin ambages. Es seguro que nos entenderemos.

Tales eran los propósitos del abogado que, como se ve, no sin motivo había llamado a Gabriel y proporcionándole una colocación en su escritorio. Pero un suceso inesperado, de esos que son comunes en la vida, fue a interrumpir el desarrollo de los planes de don Jerónimo.

Violentamente agitado por los acontecimientos de aquellos días Gabriel comenzó a sentir aquella misma noche los síntomas de una aguda fiebre cerebral, y cuando amaneció el siguiente día la calentura era fuerte, el enfermo estaba privado del conocimiento y deliraba. Doña Catalina se encontraba sola con él, pues, como hemos dicho, no tenían aún un solo sirviente. Afligida al ver el estado de su hijo, lo primero que le ocurrió, naturalmente, fue ir a casa de la hija del maestro de armas, a quien suplicó, deshecha en lágrimas fuese a auxiliarla en el apuro en que se hallaba. Rosalía se encontró en el mayor conflicto. No podía pensar en presentarse a Gabriel, ni sabía cómo excusarse con doña Catalina. Tuvo impulsos de revelarle lo que había pasado entre ellos; pero, reflexionó en que la ocasión no era oportuna y desistió de la idea. La señora instaba. No acertaba a comprender cómo era que aquella joven, llena de caridad y de abnegación para las personas que padecían una enfermedad horrible y que se reputaba como contagiosa, vacilaba en prestar.su asistencia a su hijo, atacado de fiebre. Tantas fueron sus instancias, que al fin dijo Rosalía doña Catalina:

—¿Decía usted que su señor hijo ha perdido enteramente el conocimiento?

—Por completo —contestó doña Catalina—. A mí misma no me ha conocido durante toda la noche. Por Dios no perdamos tiempo; venga usted; está solo, y ésta es la hora en que no lo ha visto un médico, pues no he tenido quién lo llame.

—Antonio —dijo en voz alta Rosalía, llamando a su hermano—.Corre a casa del doctor Esparragosa y dile que se le necesita con urgencia donde doña Catalina Robles. Dale las señas y vete a la casa, para que vayas a la botica y hagas lo que se ofrezca. Hoy tienes feriado y no irás a la escuela.

El muchacho corrió a la casa del doctor, y mientras tanto Rosalía dijo a doña Catalina:

—Vamos, señora, estoy a la disposición de usted; pero permítame le ponga una sola condición.

—La que usted guste, amiga mía —contestó la pobre madre—. Acepto de antemano cuanto usted quiera exigir de mí.

—Es —dijo Rosalía—, que me retiraré en el instante,en que don Gabriel comience a recobrar el conocimiento, y que después no le dirá usted jamás que yo estuve asistiéndolo. ¿Me lo promete usted, formalmente?

—Lo prometo, y si es necesario, lo juro —contestó doña Catalina, a quien no dejaron de llamar la atención aquellas condiciones; pero estaba demasiado afligida para detenerse a pedir explicaciones.

—Vamos pronto —exclamó—, cada minuto que se pierde puede comprometer gravemente la vida de mi pobre hijo.

Un momento después, doña Catalina y Rosalía estaban colocadas a la cabecera de la cama de Gabriel que, pálido, desencajado y moribundo, moviendo violentamente los brazos, paseó una mirada extraviada de la una a la otra, sin reconocerlas.

—Mucho ha tardado usted en venir, Matilde —exclamó, dirigiéndose a Rosalía—. ¿Tenía usted repugnancia de acercarse al hijo del ahorcado?

—Una risa convulsiva siguió aquellas palabras, que hicieron subir los colores a la cara de la pobre hija del maestro de armas.

—¡Siempre pensando en ella! —dijo en voz imperceptible, y volvió la cara, para que doña Catalina no viese una lágrima que se desprendió de su párpado, sin que pudiera evitarlo.

—Y usted doña Engracia —dijo Gabriel, hablando a doña Catalina—, usted no me ha despedido de su casa, ¿no es verdad? Don Pedro es quien me ha hecho ese agravio; pero tiene razón, i El hijo de Pie de lana! ¡Qué marido para Matilde de los Monteros!

En aquel momento entró el doctor, que hizo abrir las ventanas y se acercó a la cama de Gabriel.

—Buenos días, señor licenciado Rosales —exclamó el enfermo—. ¿Cómo está el alcalde? ¿Sabe usted que la estocada fue terrible? iAh! Era mucho hombre aquel. Se habría batido contra un ejército. ¡Lástima que...! pero silencio, era mi padre; sí, mi padre, dijo bajando la voz y abriendo desmesuradamente los ojos mientras que el doctor le tomaba el pulso. Esparragosa movió la cabeza de una manera casi imperceptible. Su diagnóstico era fatal, y la situación le pareció gravísima.

Prescribió una sangría, y llamado un barbero, pues los más hábiles cirujanos no practicaban en aquel tiempo esas operaciones, dijo Gabriel al ver la sangre:

—Es la misma que corrió después del combate con Pie de lana en el encuentro del Molino. ¡Cuidado bella Matilde, no vaya usted a mancharse con la sangre del hijo del bandido!

El doctor prescribió sinapismos en diferentes partes del cuerpo, una pócima que debía administrarse cada hora, mucho reposo, aire libre, dieta absoluta, y se despidió ofreciendo volver por la tarde.

A pesar de la sangría y de los revulsivos, la inteligencia del enfermo no se despejaba. Continuaba el delirio, pronunciando unas veces palabras incoherentes y diciendo algunas otras frases alusivas a ios acontecimientos de aquellos días. Doña Catalina y Rosalía no se separaban de la cabecera de Gabriel, que no llegaba a conocerlas, tomándolas casi siempre por doña Engracia y su hija. Hubo un momento en que pasó el brazo al derredor del cuello de Rosalía, sin que ésta pudiera impedirlo, y acercando a sus labios el oído de la joven, le dijo en voz muy baja:

—Es castigo del cielo, por mi traición a Rosalía y a Hervías. No lo diga usted a nadie.

Por la tarde volvió el doctor y encontró exacerbados los síntomas de la fiebre. Cambió la medicina y recomendó que en el momento en que se despejara un poco la inteligencia del enfermo, se le administrasen los sacramentos.

Doña Catalina estaba a punto de perder el juicio de aflicción, y Rosalía, pálida, temblorosa, dejaba correr sus lágrimas, siendo ya impotente para ocultar su dolor.

Siete días se prolongó esa penosa situación. El doctor les había anunciado la probabilidad de que aquella noche, o terminaba de una manera funesta, o se advertiría una mejoría. Las dos pobres mujeres que no habían tomado un momento de reposo desde el principio de la enfermedad, esperaban con la más viva inquietud el resultado de la crisis anunciada. Doña Catalina, de rodillas a la derecha de la cabecera de su hijo, rezaba con fervor. Rosalía en la misma actitud, y al lado izquierdo, estrechaba la mano abrasadora de Gabriel, como preparándose a darle el último adiós y despedirse de él hasta la eternidad.

Era el 28 de diciembre, aniversario de aquella noche en que la pobre hija de Urdaneche, arrojada del hogar paterno, fue a depositar a su hijo, ese hijo que estaba ahora próximo a expirar, a las puertas de una casa desconocida. El viento silbaba como entonces, formando ruidos lúgubres, como si fuesen los acentos de seres de otro mundo que se preparaban a recoger aquella alma, próxima a desprenderse de las terrenas ligaduras. Ardía en un rincón de la alcoba una lámpara delante de una Dolorosa, como en la esquina del cementerio del Sagrarlo, en la noche en que Gabriel había venido al mundo.

El enfermo, que había permanecido dos días con los ojos cerrados y sin pronunciar ya una palabra, los abrió repentinamente y los fijó en doña Catalina, como si se esforzara en reconocerla. Rosalía dejó la mano que tenía asida y se retiró, ocultándose tras el pabellón de la cama.

—Madre —dijo Gabriel—, ¿es usted?

—Sí, hijo mío, yo soy —exclamó la pobre señora, loca de júbilo, al ver que el enfermo recobraba el conocimiento.

—¿No había aquí otra persona? —dijo Gabriel—. Me ha parecido ver una joven, un ángel de Dios que velaba por mí y me asistía en mi enfermedad.

—No hay nadie —contestó doña Catalina—; tranquilízate, hijo de mi alma, y no hables más.

Gabriel dirigió en derredor una mirada vaga, como buscando alguna persona y volvió a cerrar los ojos. En el acto comenzó a declararse un sudor copioso y el enfermo durmió con alguna tranquilidad. A la madrugada llegó el doctor, y habiéndolo pulsado, pudo advertirse un movimiento de satisfacción en la fisonomía de aquel sabio médico y hombre de bondadoso corazón.

—Se ha salvado —exclamó—. La crisis se ha resuelto favorablemente. Que continúe el régimen prescrito. Volveré al mediodía. Mucho silencio, aire, alimento y procurar evitarle emociones.

Al decir esto, Esparragosa, que era también un hombre de mundo y conocía las pasiones humanas, echó una mirada al soslayo a la hermosa doncella que estaba sentada en el suelo, detrás de la cama del enfermo.

Cuando éste despertó, Rosalía se retiró a la pieza inmediata y no volvió a entrar a la alcoba, a pesar de las instancias de doña Catalina; y al siguiente día, declarada la convalecencia, se despidió, sin que alcanzaran las instancias de la señora a detenerla.

Luego que Gabriel estuvo en aptitud de combinar sus recuerdos, dijo a su madre:

—Yo he estado muy grave, ¿no es verdad?

—Sí, hijo mío —contestó la señora—; pero ya, gracias a Oios, ha pasado enteramente el peligro.

—Usted me ha salvado —exclamó Gabriel—; a sus cuidados debo la vida, y si me alegro de conservarla, es por usted. Pero, dígame usted, madre —añadió—¿no había aquí otra persona durante mi enfermedad? ¿Habrá (Ido únicamente un fantasma que forjó mi imaginación agitada por la fiebre?

—Así debe ser, hijo, porque no había nadie —conteitó tila, cumpliendo con la promesa hecha a Rosalía.

Gabriel permaneció pensativo durante un momento y luego dijo:

—¡Cosa extraña! Juraría yo haber visto aquí una noche a esa joven de quien usted me ha hablado y que conozco un poco... la hija de... el capitán Matamoros.

—También has creído ver otra —dijo doña Catalina—, a quien llamabas Matilde, y a una señora a quien designabas con el nombre de doña Engracia. Decías que una de esas damas no te quería por marido y otras cosas incoherentes.

—¿Todo eso he dicho? ¿Y ella lo ha oído? —exclamó Gabriel, visiblemente disgustado.

—¿Quién? —preguntó doña Catalina.

—Ella, la joven que estaba aquí. Y dígame usted, madre, ¿no ha venido alguna persona a saber de mí durante mi gravedad?

—Sí, una muchacha a quien acomodé al día siguiente de haber caído tú enfermo, me dijo que había estado dos veces Jerónimo Rosales, mi sobrino, preguntando por ti con bastante interés. También un joven oficial del Fijo, que no quiso decir su nombre, ha venido dos veces al día. Dice la criada que pareció muy afligido al saber el peligro en que estabas.

—¡Oficial del Fijo! —exclamó Gabriel—; ¿quién puede ser? ¿Si será Hervías?, añadió, y un ligero rubor coloreó su frente pálida con la enfermedad.

Luego que Gabriel se vistió y que doña Catalina pudo dejarlo solo, sin peligro, corrió a casa de Rosalía. La conducta que ésta habja observado le pareció tan extraña que, a pesar de estar muy lejos de ser maliciosa, no pudo menos de pensar que había en todo aquello algún misterio, y se propuso aclararfo.

Encontró a la pobre joven bastante abatida y desmejorada. La fatiga física y moral de los siete días de gravedad de Gabriel, había dejado hondas huellas en la delicada organización de la hija del maestro de armas. Doña Catalina se alarmó al ver a su amiga tan pálida y desencajada, y le dijo:

—¿Qué tiene usted Rosalía? Usted sufre y me oculta alguna cosa. ¿No he sido yo completamente franca con usted? ¿No tengo algún derecho a su confianza? ¿Por qué no ha querido usted que Gabriel le vea en mi casa? Usted ha sido un ángel para él, como para mí, y se oculta de él, como si le hubiera hecho un agravio. Aquí hay algún misterio que no alcanzo y que es necesario aclarar. No prolongue usted más mis dudas.

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