Read Historia de un Pepe Online
Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)
Tags: #Novela, Histórico
—No habría inconveniente en mandar un piquete a registrar casas, y usted lo acompañaría para hacer las indicaciones oportunas.
—Eso bastaría —replicó don Cristóbal—. Tengo sospechas de cuál puede ser el escondite de Pedrera. Voy a tratar de cerciorarme y una vez seguro, corro a pedir auxilio; lo atrapo y hago un buen servicio al rey.
—Y cobra usted los quinientos pesos ofrecidos al que lo entregue, añadió el coronel riéndose y echando don Jerónimo secamente una mirada de desprecio a Oñate, permaneció en silencio.
Como la noche no estaba muy clara, no pudo éste ver aquella mirada del viejo militar; pero sospechamos que aun cuando se hubiese apercibido de ella, no por eso habría desistido de su ruin propósito.
Desde el siguiente día se puso don Cristóbal en campaña. Había advertido en una casa poco distante de la que él ocupaba ciertas sombras que le daban a entender que había allí algo extraordinario, y comenzó a procurar saber lo que era. Con .diversos pretextos envió personas que penetraran en la casa y procuraran ver si había algún sujeto que no fuera de la familia; pero nada logró por aquel medio. A fuerza de dádivas llegó a sobornar una criada, y ésta le contó que hacía poco había llegado de noche un huésped que venía de fuera y que decía estaba muy enfermo, con lo que se mantenía encerrado en su cuarto, y sólo un criado antiguo de la casa lo servía y le llevaba la comida.
—¿No podría yo hablar con ese criado? —dijo Oñate.
—No es fácil —contestó la mujer—, porque nunca sale a la calle.
—¿Y tú pudieras penetrar en el cuarto del huésped?
—Imposible. Se mantiene cerrado por dentro; abren cuando llama el criado; entrega lo que lleva y vuelve a cerrar.
Oñate guardó silencio. No quería ser más explícito con la criada, por no despertarle sospechas de quién pudiera ser el huésped; pues era de temerse se anticipase a hacer la denuncia, por cobrar la recompensa prometida.
—¿Tus amos viven solos? —preguntó.
—Ahora no —contestó la mujer—. Hace poco llegó una señora, muy buena cristiana, que viene de San Salvador, y se llama Dorotea Bardales. Es antigua conocida de la familia; vino a apearse a la casa, y aunque a los amos no les gustó mucho darle posada, no pudieron negarse, pues ella dijo que no tenía a donde ir y que permanecería muy pocos días. Pero el tiempo pasa y se ha ido quedando.
—¡Doña Dorotea Bardales! —dijo Oñate, como queriendo recordar dónde había oído aquel nombre—. Hará unos veinte años había en la ciudad una mujer, de alguna edad ya, que se llamaba así, y que si no estoy equivocado, era ama de llaves o cosa así, en casa de don Andrés de Urdaneche.
— La misma —replicó la criada—. Le he oído decir que fue aya de la hija de ese señor, que nunca le dieron un real de sus salarios, y que viene a cobrarlos al concurso.
—¿A dónde va a misa doña Dorotea? —preguntó don Cristóbal. —Al Carmen todos los días, porque es tercera de escapulario cubierto —contestó la criada.
— Bien —replicó él—, no digas nada a nadie de lo que hemos hablado. Diciendo así, le puso en la mano dos duros, que la moza no quería recibir, diciendo que ella no le daba aquellos informes por interés, sino porque le había tomado cariño; pero Oñate insistió y la pobre tuvo que conformarse.
Al siguiente día, a las seis, don Cristóbal, envuelto en su capa, estaba parado.en la esquina del Carmen, al tiempo que salían de misa las terceras, a quienes observaba, sin dar con doña Dorotea. Cuando habían salido todas de la iglesia, y comenzaba ya don Cristóbal a sospechar si la moza le habría engañado, vio asomar una dama vestida de alepín negro y con unas tocas blancas al derredor de la cara. Se fijó en ella y aunque muy cambiada, al fin hubo de reconocerla. Cuando iba a pasar junto a él, con los ojos bajos y acomodándose la camándula en el cinturón, se desembozó Oñate y abriendo los brazos, se fue hacia la vieja y se los echó al cuello diciéndole:
—Mi señora doña Dorotea, ¡qué buena fortuna es la mía de ver a usted después de tantos años I La encuentro a usted como si ayer la hubiese visto en casa de Urdaneche. ¿No se acuerda usted ya de mí, de Cristóbal de Oñate, a quien tantas veces vio usted en casa de don Andrés?
—A la verdad, caballero, contestó la vieja, que no recuerdo bien... ¡han pasado tantos años...!
—¡Vaya! —dijo él—, pues yo no la he olvidado a usted un solo día desde que dejé de verla, y cuando alguna familia conocida está en apuros por falta de una aya que cuide a la niña, digo, suspirando: ¡ah! ¡si estuviera aquí aquella perla de las ayas, doña Dorotea de Bardales! Pudieran pagarse sus servicios a peso de oro.
—Favor que usted me hace, señor don... dispense usted... ¿cómo me dice que se llama?
—Cristóbal de Oñate, servidor de usted.
—Yo lo soy de usted, señor don Cristóbal. Vivo aquí cerca, en casa de una antigua amiga, doña Ruperta Quiñónez. Allí me tiene para lo que mande.
—No dejaré —contestó el taimado—, de darme el gusto de pasar a saludarla a usted. Entretanto, añadió bajando la voz, como usted está ahora de forastera en la ciudad, y puedo tener... digamos... algún apunto, alguna necesidad de ocurrir a algún amigo... yo no le perdonaría el que fuese a ocupar a otros. No soy rico; pero lo poco que tengo está a sus órdenes. Con franqueza... puede usted disponer de mi bolsa.
Los ojos apagados de la antigua aya de doña Catalina brillaron de alegría. No acertaba a explicarse de dónde podía venirle a aquel sujeto, de quien, en Dios y en conciencia, no se acordaba, aquel entrañable afecto por ella. Pero como quiera que fuese, se propuso aprovechar las generosas ofertas de don Cristóbal y se despidió, repitiéndole que fuese a verla.
No echó Oñate la indicación en saco roto. El mismo día estuvo en la casa donde estaba hospedada la Bardales, y promoviendo con astucia la conversación acerca de la familia con quien vivía su amiga, vino a parar en que ésta le confirmara lo que le había referido la criada acerca del huésped enfermo.
—¿Y no ha podido usted —dijo don Cristóbal—, averiguar el nombre de ese sujeto?
—Nunca lo llaman más que el huésped —contestó ella—; y como la cosa no me interesaba, no lo he procurado. ¿A usted le interesa el saberlo?
—A mí, para nada —dijo él—. Simple curiosidad y nada más. Pero si usted pudiera averiguarlo, no me pesaría.
— Lo procuraré —contestó la vieja, que comenzó a sospechar cuál podía ser el objeto de los halagos y de la visita de Oñate. Al despedirse éste, le dijo doña Dorotea que con gran vergüenza le suplicaba le prestase diez pesos, para devolvérselos dentro de ocho días, lo que hizo él de mil amores, diciendo que en eso y en cualquier otra cosa tendría gusto en servirla.
Animada con la dádiva y más aún con la esperanza de vender caro el servicio, ofreció la vieja bribona no descansar hasta sorprender el secreto del huésped enfermo, y don Cristóbal se despidió lleno de esperanzas de poder cobrar los quinientos pesos ofrecidos por la entrega del escribano.
P
ara cumplir la oferta hecha a Cristóbal de Órlate, doña Dorotea Bardales discurrió hacer por las noches el ejercicio del via crucis en los corredores de la casa, y en falta de estaciones, se arrodillaba delante de las puertas de los cuartos. Cuando llegó a la del que ocupaba el huésped, pegó la cara a la madera y espió por las rendijas de las tablas. Un hombre, que parecía de alguna edad, estaba escribiendo en una mesa, pero volvía las espaldas a la puerta, y con esto no pudo la honradísima dueña verle la cara.
Repitió la devoción a1 la siguiente noche, y vio que el individuo estaba paseándose por la habitación. Era realmente un sujeto de edad, medio encorvado y cano, lo que podía advertirse por no llevar el cabello empolvado. La fisonomía del huésped no era desconocida para doña Dorotea. Recordaba haber visto algunas veces aquella cara; pero por más que caviló, no pudo dar con el nombre del que la llevaba. Se limitó, pues, a tomar perfectamente las señas del sujeto, para transmitirlas a Oñate, lo que verificó al día siguiente, que acudió el contador de diezmos a saber el resultado de la pesquisa de la noche anterior. Con la posible exactitud* trazó el retrato del huésped; y tales fueron las señales que dio, que don Cristóbal hubo de concluir que si el escondido no era el escribano real, debía ser algún hermano suyo gemelo.
—Los datos —dijo Oñate—, que usted me comunica, son importantes; y aunque todavía no me dan la certeza de que el huésped sea el sujeto que busco, son suficientes para que yo proceda al descubrimiento de una manera directa. Si del paso que voy a dar resulta que el individuo es el que busco, cuente usted con que le daré cuatro onzas.
— Las recibiré —contestó la dueña—, por no hacer a usted el desaire; no porque si me he tomado el trabajo de servir a usted, es por amistad y no por interés. Ahora sí desearía me dijese usted, como si fuera bajo el sigilo de la confesión, quién es la persona que usted cree esté escondida en ese cuarto, porque yo lo conozco; pero no hay santos que me hagan acordarme del nombre.
—No tengo —replicó Órlate—, el menor inconveniente en decir a usted quién pienso debe ser y por qué lo busco. El individuo se llama Antonio Pastrana, y es un diezmero que está en descubierto de una cantidad regular con la renta. Yo, como empleado en ella, estoy interesado en atrapar a ese deudor moroso, que se oculta por no pagar, y hacer que cumpla como corresponde.
La vieja se tragó la píldora sin dificultad, y calculó que la deuda del diezmero debía de ser gorda, ya que se le ofrecían a ella cuatro onzas por haberlo descubierto. Don Cristóbal se despidió y fue a trazar su plan de operaciones.
Mientras preparaba el golpe que le había de producir una ganancia de quinientos duros con muy poco trabajo, la antigua aya de doña Catalina de Urdaneche entró en cuentas consigo misma. Una idea luminosa brotó de repente en su imaginación. ¿Qué inconveniente habría en que ella explotara la confianza que le había hecho Oñate, haciendo porque supiera el huésped que aquél se proponía atraparlo? Un hombre que estaba amenazado de desembolsar una gruesa suma y tal vez de ir a la cárcel por añadidura, ¿cómo no había de recompensar el aviso con otras cuatro onzas por lo menos? Si el huésped huía, era prueba de ser el mismo que buscaba don Cristóbal, que no podría excusarse de cumplir su oferta; y así vendría a recibir una recompensa doble: cuatro onzas por haberlo descubierto, y otro tanto por salvarlo. Hecha esta maquiavélica combinación financiera comenzó la dueña a discurrir el modo de ponerlo en obra. Hablar con el mismo interesado, era casi imposible; no quedaba, pues, más arbitrio que entenderse con doña Ruperta Quiñónez, la señora de la casa.
Pensar hacerlo y salir a ejecutarlo fue todo uno, pues temía que si tardaba un poco, pudiera llegar a aprehender al diezmero. Fuese al cuarto de doña Ruperta y cerrando la puerta por dentro con misterio, le habló en estos términos:
—Vengo amiga mía, a revelar a usted un secreto de la mayor importancia.
La señora pareció un poco alarmada y preguntó:
—¿De qué se trata? ¿De qué secreto habla usted?
—¿De qué ha de ser? —dijo la dueña—; del huésped qdfe tiene usted en su casa, que ha sido descubierto. Dios sepa cómo, por ese malvado que ha estado hoy a verme, un don Cristóbal de Oñate, que está interesado en la captura de ese infeliz hombre.
—¡Oñate interesado! —exclamó doña Ruperta.
—Pues es muy claro —replicó doña Dorotea—, ¿no ve usted que es contador de diezmos?
—¿Y qué tiene que ver eso con... —dijo la señora y se detuvo, sin querer decir más, y dando diente con diente, como si tuviera tercianas.
—¿Cómo qué tiene que ver? ¿Pues no está allí escondido don Antonio Pastrana, el diezmero? ¿Cree usted que no lo sé? ¡Ay amiga mía! del cielo a la tierra no hay nada oculto. Usted no ha tenido confianza en mí; y yo, sin preguntarlo a nadie, he venido a saber qué pájaro tiene usted enjaulado en su casa. En fin, si usted quiere salvar a ese pobre hombre de pagar una suma muy gorda y de ir a la cárcel por ribete, dígale que se ponga a salvo sin pérdida de tiempo; y qué si estima en algo el servicio que le presto, me remita con usted alguna cosita; unas cuatro onzas por ejemplo, que necesito para pagar un pico.
Dicho esto, doña Dorotea se marchó a su cuarto, y doña Ruperta, tronándose los dedos, llamó a su criada y le previno fuese inmediatamente en busca de su marido, que anclaba fuera de casa.
A la media hora llegó el caballero, y la señora le refirió su conversación con la dueña, lo que pareció alarmarlo muchísimo.
—Es indispensable que se vaya —dijo—; pues es seguro que esta noche está aquí Oñate con tropa para capturarlo. Pero, ¿cómo es posible que salga con la luz del día?
—Eso sería entregarse en el acto —replicó la señora—. No le queda otra cosa que hacer, sino aguardar que entre la noche, saltar las paredes de la casa y acogerse a una de las vecinas, donde se ocultará mientras lo buscan aquí, y después podrá irse a otra parte, disfrazado.
Pareció al marido de doña Ruperta que lo que ésta indicaba era lo único que podía hacerse y fue a hablar con el huésped.
Aquella misma noche, como a las siete, estaba doña Catalina de Urdaneche en la salita de su casa, conversando tranquilamente con Gabriel, cuando oyeron un gran ruido de voces y carreras en la calle. Iba Gabriel a abrir la ventana para averiguar lo que causaba el alboroto, cuando se abrió violentamente la puerta de la sala que daba al corredor y se precipitó en la pieza un hombre, en cuerpo y con la cabeza descubierta. Estaba pálido como un difunto, y parecía bajo la presión de un terror profundo. Doña Catalina y Gabriel se fijaron en el que entraba, y exclamaron a la vez: