Read Historia de un Pepe Online
Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)
Tags: #Novela, Histórico
—¡Don Ramón!
El escribano real, pues él mismo era, al reconocer a doña Catalina, se detuvo y se quedó como clavado en el suelo, sin hacer el menor movimiento.
—¿Usted aquí? —dijo Gabriel—, ¿qué es esto?
—Usted no puede ignorar —respondió Pedrera—, que he sido condenado a muerte; que han ofrecido quinientos pesos al que me entregue a la justicia y amenazado con penas severas a cualquiera que me oculte. Estaba yo escondido en una casa con la cual comunica ésta por el interior. Me han denunciado y me buscan. Están registrando la casa donde estaba y he pasado a ésta sin saber que ustedes la ocupaban. Veo que mi destino me ha traído a muy mal lugar, y (dirigió una mirada al soslayo a doña Catalina), y voy a ver si puedo pasar a otra de las vecinas.
—No tendría usted tiempo —replicó Gabriel—; oigo ya voces y tropel de gente en el patio interior de la casa. Dentro de un minuto estarán aquí los que buscan a usted. Sé a lo que nos exponemos mi madre y yo; pero usted está en nuestra casa y no son doña Catalina de Urdaneche ni Gabriel Bermúdez los que envegan a un hombre que ha buscado asilo bajo su techo.
Diciendo así, Gabriel cerró la puerta y comenzó a buscar dónde ocultar al escribano. No había absolutamente en aquella mal amueblada salida dónde poder hacerlo. Los agentes de la autoridad llamaban ya a la puerta. Doña Catalina dijo a Pedrera: "venga usted", y haciendo que se agazapara bajo el sofá de rejilla, se sentó y cubrió con la falda de su vestido al que había sido su carcelero y su verdugo durante doce años.
Gabriel abrió y se precipitaron en la sala un teniente del Fijo, diez soldados del mismo cuerpo y el delator Cristóbal de Oñate. El oficial se detuvo, por un sentimiento de respeto al que acababa de ser su superior, y los soldados descansaron sobre los fusiles.
¿Qué se le ofrece á usted en mi casa, señor oficial? —preguntó Gabriel, en tono serio, pero cortés.
—Ha pasado aquí, de la vecindad —contestó el teniente, llevándose la mano a la gorra por un movimiento maquinal—, un reo a quien tengo orden de capturar, vivo o muerto: el escribano real don Ramón Martínez de Pedrera. Suplico a usted lo entregue y no se exponga a las penas severas a que sujeta el bando del capitán general a cualquiera que oculte a dicho reo.
—El que ha llevado ese uniforme, señor teniente —contestó Gabriel, señalando al del oficial—, no comete una acción indigna. Yo no diré a usted si la persona a quien busca está o no está en mi casa; pero suplico a usted no vuelva a hacerme una proposición como la que acabo de escuchar.
—Perdone usted —dijo el teniente, alargando la mano a Gabriel—; las órdenes que he recibido son terminantes.
—Haga usted —replicó Gabriel—, lo que considere su deber, que yo cumplo el mío; y cruzó los brazos, sin pronunciar una palabra.
El oficial echó una ojeada en derredor de la sal¡ta y pidió permiso a Gabriel para registrar las otras habitaciones. Contestóle éste que hiciera lo que gustara, y con esto salió el teniente seguido de Oñate y de los soldados. Dejó dos de éstos a la puerta y registró las otras piezas de la casa. Volvió para despedirse de Gabriel, y cuando éste creía salvado al infeliz escribano, dijo Oñate al teniente:
—Perdone usted. ¿No sería conveniente ver si bajo ese sofá se oculta el reo a quien hay orden de prender? Parece sería del caso que la señora tuviera la bondad de levantarse un momento.
El oficial se mordió los labios, y dijo a doña Catalina:
—Sírvase usted, señora, ponerse en pie.
La señora tuvo que hacerlo, y el malvado delator, que alcanzó a ver al escribano, se acercó y apartando la falda del vestido de. doña Catalina, puso al reo a la vista de todos los presentes.
—Es usted un infame —exclamó Gabriel, dirigiéndose a Oñate y descargándole una tremenda bofetada en la mejilla. El delator no hizo más que levantar los hombros.
El oficial mandó asegurar al reo, y trataba de marcharse; pero don Cristóbal lo detuvo y le dijo:
El artículo 4o. del bando previene sean reducidas a prisión las personas en cuya casa se encontrare el reo y que se hayan negado a entregarlo. Si usted no cumple, daré parte al coronel.
—Vamos —dijo Gabriel, y tomando su sombrero, se dispuso a salir.
—La señora también —dijo Oñate, señalando a doña Catalina.
—Estoy pronta —contestó ella, cubriéndose con un mantón. Corrió una lágrima por las mejillas de Gabriel cuando vio que colocaban a su madre al lado derecho del reo. El ocupó el izquierdo, y seguidos por el oficial, los soldados y don Cristóbal de Oñate, salieron de la casa. Gabriel fue conducido a la cárcel pública y doña Catalina a la casa de recogidas.
Media hora después, Paquita la Malagueña, la hija del doctor González, que al oír que había alboroto en las calles, se había puesto a la ventana y llamaba a cuantos pasaban para averiguar lo que ocurría, entró a la sala donde estaba reunida la tertulia y palmoteando con alegría exclamó, dirigiéndose a doña Clara:
—¡Qué viva! ¡que don Gabriel, el maestro de Carlos está en la cárcel! ¿No se lo dije a usted, mamá? Acaban de contarme en la ventana que estaba medio a medio en la compañía de Pie de lana, y que lo han cogido concertando un asalto con ese escribano Pereda o Pedrera, a quien buscaban.
Al oír aquella noticia, el coronel comandante del Fijo se puso pálido, pues no se habrá olvidado el afecto y estimación que tenía por Gabriel.
—Es imposible —dijo—; ese joven es incapaz de una acción indigna del uniforme que ha llevado. Si está preso debe ser por alguna equivocación. Corro al cuartel a averiguar lo que haya.
Salió el comandante del batallón, y tras él los demás tertulianos, cuya curiosidad había excitado la noticia.
Al siguiente día era pública en la ciudad y cada cual explicaba a su modo la parte que Gabriel Bermúdez y su madre tenían en aquel suceso. Eso sí, todos estaban de acuerdo en que el asunto era muy grave para el hijo de Pie de lana, y el que menos. Jo sentenciaba a diez años de presidio en San Felipe, con retención.
Oñate corrió a la tesorería real por sus quinientos duros, y en adelante nadie volvió a llamarlo don Cristóbal, sino don Judas. Cuando doña Dorotea fue a reclamarle las cuatro onzas, haciendo valer la importancia del servicio que le había prestado, don Judas, sin decir palabra y con una cara de vinagre, sacó cuatro pesos y los presentó a la dueña. Los recibió ésta y sin retirar la mano, dijo:
—Faltan sesenta. Usted me ofreció cuatro onzas.
—De plata —contestó el delator—; y harto pagada está usted, vieja malvada, con estos cuatro duros y los otros diez que me arrancó, por lo poco que ha hecho.
—Satanás cargue con usted, Iscariote —gritó la dueña—; y ¡ojalá que tenga yo vida para verlo danzar en la cuerda, como va a bailar el escribano!
—Espero ser yo el que le tire a usted las patas, bruja —dijo Oñate— y tomándola por un brazo, la plantó en la calle y cerró la puerta.
Martínez de Pedrera fue despachado brevemente. No habiendo acudido a los emplazamientos que le había hecho la justicia, y seguida la causa con los estrados del tribunal, había sido condenado a la pena ordinaria de último suplicio. Averiguada la identidad de la persona, hizo su disposición testamentaria, entró en capilla y a los tres días fue conducido al suplicio. Confesó sus crímenes y sufrió la muerte con serenidad.
El mismo día recibió Gabriel un billete que contenía estas palabras:
"Nómbreme usted defensor. —Jerónimo Rosales".
Doña Catalina de Urdaneche recibió otro igual.
Tanto Gabriel como la señora consideraron conveniente aceptar ios servicios de aquel hábil letrado y cuando se les notificó que estaban en el caso de nombrar persona que los defendiese, designaron a Rosales.
Entretanto, el coronel comandante del Fijo, instruido por el teniente que había hecho la captura del escribano, de la conducta de Gabriel y su madre en aquel lance, fue a hablar con el capitán general y le hizo las más vivas recomendaciones en favor de aquel joven, que si había infringido las disposiciones del bando, se había conducido con la hidalguía de un caballero. Bustamante no fue insensible a aquella indicación; pero contestó que reflexionaría sobre el particular.
Pocos días después, se levantó la incomunicación en que había estado el reo. El primero que lo visitó fue el coronel comandante del Fijo, y el segundo... un joven a quien hemos perdido de vista hace algún tiempo; uno con quien el héroe de nuestra historia no se había conducido bien y que, sin embargo, perdonándole aquel agravio, lo veía siempre como a un hermano. Hervías se presentó a la puerta del calabozo donde estaba encerrado Gabriel, pálido, destrazado, sin afeitarse y profundamente abatido. Al ver a su amigo inclinó la cabeza avergonzado. Hervías le abrió los brazos; Gabriel se arrojó a ellos y ambos jóvenes estuvieron durante un rato mezclando sus lágrimas, sin pronunciar una palabra.
U
na numerosa concurrencia de los sujetos más distinguidos de la ciudad, se agolpaba en la sala de sesiones de la real audiencia el día señalado para la vista de la causa instruida contra doña Catalina Robles y su hijo Gabriel Bermúdez, por haber ocultado en su casa al escribano Martínez de Pedrera. Veíanse por diversos puntos del salón los uniformes blancos de los oficiales del Fijo, que mostraban grande interés por su antiguo camarada; y en el hemiciclo que ocupaba el tribunal se alcanzaba a distinguir al coronel comandante del batallón, a quien se había dado asiento abajo de los jueces. Doña Catalina llevaba cubierta la cara con un velo de gasa negra, lo que se le permitió a causa de su enfermedad. Gabriel, pálido, demacrado, pero con la serenidad del que no tiene por qué avergonzarse de la falta de que se le acusa, se presentó en medio del capitán Hervias y de su defensor, el licenciado Jerónimo Rosales. Un rumor sordo, que no podía saberse si era favorable o adverso a los reos, circuló por la concurrencia cuando M presentaron en la sala. Después reinó el más profundo silencio. El relator hizo una concisa y exacta exposición de la causa, el fiscal leyó un pedimento en que se esforzaba en pintar con negros colores la conducta de ambos procesados y pedía la aplicación de las penas señaladas en el bando, y en seguida tomó la palabra el defensor.
El alegato de éste fue sencillo, lógico, convincente, y tuvo arranques de verdadera elocuencia. Hizo valer con habilidad todo lo que podía favorecer a sus clientes y llamó la atención de los jueces a lo que había de noble y digno en la conducta de aquella señora y de aquel joven que se veían en aquel momento en el banco de los criminales, por haber cumplido los sagrados deberes de la hospitalidad.
Las palabras del abogado hicieron impresión en el ánimo de los jueces y electrizaron al auditorio, que prorrumpió en aplausos. Doña Catalina y Gabriel podían ser condenados por el tribunal; pero la opinión los absolvía, y por una de esas evoluciones que no son raras en las masas, el público entero se pronunció al siguiente día en favor de los acusados e hizo de Gabriel una especie de héroe. Los que lo condenaban pocos días antes a presidio, lo proclamaban ya modelo de valor y de caballerosidad. Volvió a ser tan popular como el día en que se presentó en el caballo árabe en el paseo de Santa Cecilia.
La sala declaró que doña Catalina Robles y don Gabriel Bermúdez habían compurgado su falta con la prisión padecida y recobraron la libertad.
Al día siguiente de su salida de la cárcel, como a las siete de la mañana, se presentó en la pobre casa que habitaban la madre e hijo, un sujeto a quien Gabriel había visto algunas veces visitando al escribano real Martínez de Pedrera, y le dijo que tenía que comunicarle una noticia muy importante. Diciendo así, sacó del bolsillo un pliego de papel sellado, escrito por las cuatro caras, y añadió:
—Aquí tiene usted el testamento que otorgó mi pobre amigo Pedrera, que me nombró su albacea. Usted es heredero universal de sus bienes, que consisten en la casa que habitaba y treinta y dos mil pesos en dinero. Hay algunas mandas y legados que importan cosa de diez mil duros, y como la casa está valuada en otros diez, vienen a quedar a usted los treinta y dos mil limpios de polvo y paja. Sírvase usted leer la disposición testamentaria.
Hizólo Gabriel y vio que en efecto le dejaba Pedrera casi toda su fortuna, expresando que no tenía parientes y que deseaba darle una prueba de gratitud por el hidalgo comportamiento que había tenido con él en la noche de su captura.
El hijo de Pie de lana dobló el pliego y devolviéndolo al albacea, le dijo secamente:
—No debo ni quiero aceptar esa herencia.
Pareció al albacea de Pedrera tan extraña aquella resolución, que no pudo menos que exclamar:
—Joven, ¿ha perdido usted el juicio? ¿No se ha fijado usted bien en lo que le he dicho y en lo que usted mismo ha leído? Son treinta y dos mil pesos los que usted desecha. Si no me engaño (añadió, paseando una.mirada en derredor de la mal amueblada salita), usted es pobre; ¿por qué rechaza la fortuna que el cielo le depara?
—¿Quiere usted que le diga por qué? —contestó Gabriel—lo haré, por más que me duela tener que ser severo con la memoria del desdichado Pedrera. No admito esa herencia, porque no considero un origen puro a la fortuna del que me la deja; porque al tocar yo ese dinero, sentiría como si me quemara las manos.