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Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)

Tags: #Novela, Histórico

Historia de un Pepe (36 page)

BOOK: Historia de un Pepe
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—¡Ah, madre mía! —exclamó Gabriel—. No anhelo más que una vida tranquila y oscura al lado de usted y de Rosalía, cuyo amor he sentido renacer en mi lacerado corazón, desde el momento en que la entrevi al volver del sueño agitado de la fiebre. Sentía en mi mano la suave presión de otra mano que no me era desconocida y que tantas veces había sellado con mis labios. Busqué aquella visión celeste, y había desaparecido. Desde aquel instante mi corazón sintió una vida nueva, y se abrió para mi, con los recuerdos de un pasado que se había desvanecido, un mundo de ilusiones y felicidad. Dormido o despierto, no he visto desde entonces sino a Rosalía, mi primero, mi único, mi verdadero amor. Usted quiere que espere y calle, no sé si podré hacerlo, o si el sentimiento infinito que llena mi alma, desbordará cuando la vea.

—Calma, hijo mío, calma —dijo doña Catalina—; repito que dejes eso a mi cuidado. Rosalía no es orgullosa, pero es prudente, y además, se estima en lo que vale. No debemos herir su justa susceptibilidad; no crea que es el despecho el que te conduce a buscarla otra vez. Dejemos obrar al tiempo, repito, y entretanto procura adquirir los medios para hacer frente a las necesidades que trae consigo una nueva familia. Lo que ahora ganas basta para los dos; pero quizá no bastaría para tres. Trabajemos día y noche, si es necesario, a fin de que te proporciones lo que será preciso para casarte. Entretanto, yo procuraré sondear a mi joven amiga y te diré francamente si puedes esperar, o si debes renunciar a ella para siempre.

—¡Renunciar! jamás —exclamó Gabriel—. Aguardaré un año, cinco, diez; lo que fuere preciso; pero no tendré un momento de tranquilidad mientras no sepa que Rosalía consiente en ser mi esposa.

Después de la conversación que acabamos de referir, de la que se guardó doña Catalina de decir una palabra a la hija del maestro de armas, Gabriel, completamente restablecido, volvió al escritorio de Rosales, donde trabajaba con ardor. Como la ocupación en el bufete del abogado le dejaba libre cuatro horas de día y además la noche, se dio a buscar con empeño otro trabajo en que pudiera ganar algo más y no tardó en proporcionársele. Uno de los oidores, recién llegado al país, solicitaba un joven de buenas costumbres y de alguna instrucción, que diera a un hijo pequeño que tenía, lecciones de escritura, y que le enseñara algo de matemáticas y de geografía. Gabriel creyó poder desempeñar el cargo y fue personalmente a ofrecerse. Por fortuna, el D. González (así se llamaba el oidor), no era hombre para quien la circunstancia de ser Gabriel hijo de un individuo que había muerto en el cadalso, fuese una razón para no admitirlo como maestro de su hijo. Le agradó el despejo de su inteligencia y sus buenas maneras, lo acogió con gusto, y le asignó veinte pesos mensuales, que Gabriel aceptó desde luego. El doctor tenía un hijo como de veintiséis años, capitán de artillería y una hija que contaba a la sazón unos diecisiete años, Paquita era una preciosa malagueña, que se había traído en los ojos el fuego del sol de Andalucía. Vivía también la esposa del doctor, señora que no llegaba aún a cuarenta años y cuya belleza severa contrastaba con la chispeante y traviesa fisonomía de Paquita.

En la noche del día en que el doctor González aceptó a Gabriel como maestro de su hijo, comunicó la noticia a su familia, reunida en la sala de recibimiento.

—¿Cómo dice usted papá? —preguntó Paquita—, que se llama el maestro de Carlos.

—Gabriel Bermúdez —contestó el oidor.

—¿Y es joven? —dijo la niña.

— Representa menos edad que tu hermano Gualberto.

—¿Y es guapo?

—No tiene mala figura; pero parece muy triste. Ya se ve, el pobre mozo tiene motivos para estarlo. Figuraos que es hijo de Pie de lana, ese bandido que despachamos a la horca hace muy pocos días.

—¡Hijo de un ladrón! —exclamó la señora, santiguándose.

—¿Y él también es bandido? —preguntó Paquita—. Sobre que yo me nutro por los bandidos. Mañana voy a espiarlo detrás de la mampara del gabinete.

—Calla, loca —dijo el oidor—. Don Gabriel es todo un hombre de bien y si ha tenido la desgracia de que su padre no lo sea, él no tiene Ja culpa. Tengo buena idea de ese mozo. Debe ser hombre de corazón, según la manera en que se ha conducido con su padre.

—Algo ladrón, por lo menos, debe ser —replicó Paquita—. Ya quisiera yo que fuera el día de mañana para conocerlo.

En eso comenzaron a entrar los tertulianos de la casa y no se volvió a hablar del asunto.

CAPÍTULO XXXIII
La tertulia del oidor.
Quinientos pesos por un escribano

A
las ocho de la mañana del siguiente día la hija del oidor estaba situada detrás de la puerta vidriera que comunicaba la sala de la casa con el escritorio donde iba a recibir sus lecciones el discípulo de Gabriel. Al oir pasos en el corredor, Paquita levantó la cortina de tafetán verde que cubría la mampara, lo suficiente tan sólo para poder examinar al que aguardaba con impaciencia. Entró, en efecto, el joven preceptor; lo examinó la malagueña muy a su satisfacción, y en seguida, retirándose de puntillas, corrió a decir a su mamá que no se había equivocado en su juicio, pues el maestro de Carlitos tenía ciertas miradas y ciertos movimientos de cabeza, un aire en fin, que a diez leguas revelaba su procedencia de bandidos; y que si él mismo no era uno de ellos, le faltaría muy poco.

—No hay duda —le contestó doña Clara (tal era el nombre de la señora)—, que eres gran fisonomista, pues te ha bastado un segundo para calificar a don Gabriel Bermudez y declararlo punto menos que como los que andan con el trabuco en Sierra Morena.

—¿Qué, lo duda usted? —dijo Paquita—; pues ya verá como el día menos pensado nos viene la noticia de que está en la cárcel. ¿Y no le parece a usted convidarlo para que venga por las noches a oir un poco de música? Apuesto lo que usted quiera a que don Gabriel puntea la guitarra y canta divinamente.

—Loca —dijo doña Clara—, ¿cómo quieres que convide yo a nuestra tertulia a un hombre a quien no conozco todavía ni de vista, y de quien lo único que sé hasta ahora es que es hijo de uno a quien han ahorcado?

— Razón de más para convidarlo —exclamó Paquita—; y si usted no lo hace, lo haré yo de parte de usted. Estoy cansada de ver únicamente en nuestras reuniones por las noches la peluca colorada del administrador general de rentas, la calva del regente, los bigotes canos del comandante del Fijo y de ver bostezar a las tres o cuatro viejas que vienen a tomar chocolate, a preguntar dónde amanece nuestro amo, y a hablar de enfermedades y de criadas. Quiero muchachos alegres, y si usted no los llama, yo haré porque vengan, nos divertiremos y si es necesario, le pegaré fuego a la ciudad.

—Pero niña —replicó doña Clara—, ya iremos conociendo el vecindario y eligiendo nuestras amistades. Hasta ahora no hemos hecho más que anunciarnos y comenzar a recibir visitas de cumplimiento. Han pasado recado de que esta noche vendrá la señora del regidor Espinosa de los Monteros con su hija, que dicen es una guapa chica y con la que harás amistad. Luego vendrán otras y jóvenes caballeros también, pues tu hermano comienza a relacionarse y los traerá. Entretanto, tú en el piano, tu padre con el violín y tu hermano con la flauta, hay para pasar las veladas con alguna distracción.

Lo que decía doña Clara era cierto. El oidor su marido, gran aficionado a la música, había organizado unos pequeños conciertos en que se entretenían por las noches, desde las ocho hasta las once o las doce, alternando la música con la conversación y la malilla. Su círculo era limitado todavía; pero el doctor González era tan despreocupado y campechano, doña Clara tan amable y cortés, Paquita tan agraciada y tan franca, y el joven capitán de artillería tan buen mozo y bien educado, que la tertulia prometía venir a ser pronto una de las más frecuentadas y agradables de la ciudad.

Anunciada de antemano la visita de doña Engracia de los Monteros y de su hija, como se acostumbraba hacerlo con las de cumplimiento, poco antes de las ocho y media estaban dos criados con la librea de la casa preparados en el zaguán con un cirio cada uno, para alumbrar a las señoras cuando bajaran del coche.

La llegada de la familia de González fue un acontecimiento en la ciudad. Contaban que la señora había sido azafata de la reina, que el rey era padrino del joven capitán, que al doctor le habían ofrecido una toga en la cancillería de Granada, o de Sevilla; pero que estando bastante delicado del pecho, había preferido, por consejos de los médicos, un empleo en Indias. Los trajes de las señoras llamaban mucho la atención, y hasta las rarezas que se contaban de la malagueñita caían en gracia y todo se explicaban con esta sencilla frase: ¡como es andaluza I Doña Paquita habría podido, según ella misma decía, pegar fuego a la ciudad, sin que se le tomara a mal la broma.

La de Espinosa y su hija hicieron la visita. Doña Engracia pareció a la familia del oidor "una bendita de Dios" lo cual en el lenguaje de cierta sociedad equivale a que se dijera: es una grandísima tonta. Matilde y Paquita no congeniaron mucho, lo que no impidió que se hicieran dos mil zalamerías y que a media visita se trataran de "tú y vos". No sucedió lo mismo entre el capitán de artillería y la hija del regidor perpetuo. Gualberto declaró a Matildita una real moza, y Matilde no declaró, pero pensó que Gualberto era mejor, con tercio y quinto, que todos los oficiales del Fijo.

A poco de haber entrado doña Engracia y su hija, apareció en la tertulia un sujeto como de cuarenta y cinco años, regordete y de aire festivo, que saludó a las señoras de la casa como si fuese un conocido de más de diez años. Era don Cristóbal de Oñate, aquel individuo que sirvió de intermediario en los ameres de Gabriel con Manuelita la Tatuana, y que mediante ciertos empeños, había logrado el empleo de contador de diezmos, que desempeñaba muy a satisfacción suya, pero no tanto a la de sus superiores jerárquicos.

Llegaron a poco el administrador general, con su peluca colorada, el regente con su calva y el coronel comandante del Fijo con sus bigotes canos; sfn que faltaran tampoco las tres o cuatro señoras viejas de quienes había hablado Paquita. El acontecimiento del día era un bando que había mandado publicar el capitán general, amenazando con penas muy severas a las personas que ocultaran en sus casas a algunos de los cómplices del llamado Pie de lana, con quienes la justicia no había podido dar todavía, y especialmente al escribano real don Ramón Martínez de Pedrera, condenado a muerte en rebeldía, y por cuya captura se ofrecían quinientos pesos.

Una de las señoras dijo que ella sabía en mucha reserva que Pedrera estaba escondido bajo la mesa del altar mayor de la Concepción; y encargó que no la dieran por autora. Otra de las tertulianas replicó que eso no podía ser, porque se habría ahogado, y añadió, que donde estaba realmente, era en las bóvedas de San Francisco; pero que no la dieran por autora. Por último una tercera tertuliana dijo con aire de misterio que todas aquellas eran historias; que el escribano había andado dos noches antes vestido de padre y que habiéndolo seguido un curioso, por quien ella sabía la anécdota, lo había visto andar y desandar calles, y meterse por último dentro del caño del desagüe de la esquina de San Sebastián; pero que en ningún caso fueran a darla por autora de la noticia.

Cristóbal de Oñate oía todas aquellas simplezas sin prestarles mucha atención. Parecía preocupado, e hizo varias preguntas que indicaban cierto empeño de averiguar el paradero del escribano real.

El doctor González sacó el violín y comenzó a hacer oir algunos arpegio», lo que manifestaba que iba a darse principio al concierto. Aplaudieron la idea loi circunstantes. Paquita se puso al piano, Oñate despabiló las dos velas de sebo que estaban a los lados del atril y el capitán Gualberto desenvainó la flauta.

Hiciéronlo divinamente. Así lo declaró el administrador general, que se había dormido a media sonata y a quien estuvo a punto de caérsele la peluca en una cabeceada. Lo mismo dijo el regente, que por decir algo, preguntó si no era aquello un trozo de ópera, y el coronel del Fijo, quien declaró tener tentaciones de aprender a tocar el contrabajo y completar el cuarteto.

Las señoras opinaron que el oidor y sus hijos podían apostárselas con los más hábiles profesores de la ciudad; y eso a pesar de que no habían prestado la menor atención a la música, pues mientras duró el concierto, se ocuparon en referir a doña Clara la vida y milagros de media ciudad. El resultado positivo de aquella tertulia fue que el capitán Gualberto hizo propósito firme de procurarse todas las ocasiones posibles de ver a.Matilde, y que ésta lo formó igualmente de volver a oir cuantas veces pudiera la flauta del capitán.

Sólo Oñate no estuvo muy pródigo de elogios. El bando del capitán general lo tenía muy pensativo.

Apenas tomó parte en la conversación, y al salir de la tertulia, se despidió del regente y del admlniltrador y se fue con el comandante del Fijo.

—¿Sabe "usted, señor coronel —dijo don Cristóbal, luego que estuvieron solos, que no me parece difícil dar con ese bribón de escribano y ponerlo en manos de la justicia?

—Pues si usted sabe dónde está —contestó el comandante— su deber es decirlo inmediatamente a quien corresponde.

—Yo no lo sé —replicó Oñate—; pero, sostengo que no es cosa difícil dar con él. El caso es manejar el asunto con habilidad; porque don Ramón es muy cuco y capaz de escaparse de las manos como una anguila. ¿Podría yo contar, llegado el caso, con una fuerza del batallón, de veinticinco hombres, al mando de un oficial de toda confianza?

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