Read Historia de un Pepe Online
Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)
Tags: #Novela, Histórico
Entretanto, el alcalde don Diego de Arochena, instruido por la voz pública de que iba a verificarse el matrimonio, tenía el corazón desgarrado por el despecho y por los celos. No había omitido esfuerzo para llegar a descubrir el origen de Gabriel, y todo su empeño parecía alejarse más y más de lo que formaba el objeto de su ardiente anhelo. Había organizado un cuerpo regular de policías, compuesto de treinta hombres, osados y sagaces, que reclutó entre los criminales que habían cumplido sus condenas y que consideró los más a propósito para seguir la pista a los de la cuadrilla de Pie de lana. Rondaba casi todas las noches: no dormía y estaba siempre pronto a acudir a donde hubiera algún indicio que pudiera servirle para el descubrimiento de los malhechores. El vecindario se hacía lenguas de la actividad, de la energía y del celo del joven alcalde, y se hablaba de reelegirlo cuando cumpliera un año. No sabían los que así hablaban que sus funciones no debían durar más que seis meses (que estaban al expirar), y que pasado aquel plazo, si no entregaba al jefe de los bandidos que infestaban la ciudad, incurriría en un terrible castigo. El no lo ignoraba, y veía con pavor acercarse el término que había fijado, tal vez con imprudente ligereza.
Un día se presentó en su casa uno de sus más hábiles espías y le dijo que rondando algunas noches hacía por los contornos del cementerio del Sagrario, había visto algunos hombres embozados en aquellas calles, lo que le había parecido sospechoso. Que se ocultó del mejor modo posible en el hueco de una puerta y vio que abrían las del cementerio y entraban. Aquellos debían ser ladrones que abrían las sepulturas y despojaban a los cadáveres de una que otra prenda de algún valor, pues se había visto en algunas de ellas la tierra recientemente removida.
Aquel aviso fue una luz para Arochena. ¿Si era el cementerio, pensó, el punto de reunión de los de la cuadrilla de Pie de lana? Para averiguar si su sospecha era fundada, citó para aquella misma noche, a las once, al cuerpo de policía que había organizado. A la hora señalada se armó y poniéndose a la cabeza de la fuerza, se dirigió a la casa del sacristán de la parroquia. Llamó, hizo que le abrieran, en nombre del rey, y exigió las llaves del cementerio. Cuando las tuvo, distribuyó su gente en los contornos, con orden de no dejar salir a nadie y acompañado solamente por dos de los que hacían de sargentos del cuerpo, entró.
Se encaminó desde luego a una pequeña capilla donde solían depositarse los cadáveres de los pobres antes de sepultarlos, y dejando a sus dos subalternos al cuidado de la puerta, entró solo. La capilla estaba en completa oscuridad. El alcalde fue siguiendo las paredes y dio con una especie de mesa de cal y canto. Aquel objeto suscitó un recuerdo en el espíritu de Arochena. La noche que fue conducido vendado a un sitio desconocido, había dado a tientas con una mesa igual a aquélla. Dirigióse en seguida hacia el medio de la pieza y tropezó con una mesa de madera, exactamente como en la noche de su aventura. Por último como para confirmarlo en la idea de que era aquel sitio a donde lo habían llevado, pasó la mano sobre la mesa y tocó un cadáver.
Sacó el eslabón, la pajuela y un cerillo que llevaba a prevención. Encendió luz, vio que la mesa de cal y canto era el altar y comprendió que el cadáver estaba allí depositado para sepultarlo al siguiente día. El misterio estaba explicado, y era muy probable, casi seguro que aquel sitio había sido elegido para lugar de reunión de los bandidos.
Con aquella convicción se retiró, y al volver las llaves al sacristán de la parroquia, le intimó, bajo pena de la vida, no decir a persona alguna lo que había pasado aquella noche. Seguro de que en una de las siguientes acudirían los de la cuadrilla al cementerio, previno al cuerpo de policía estuviere listo para acudir al primer aviso, dio las instrucciones convenientes a sus espías y ios mandó situarse en ciertos puntos desde los cuales podían, sin ser vistos, ver a los que llegasen al cementerio.
En efecto, a la tercera noche, después de las doce, llamaron a la ventana de don Diego. Aunque dormía, era con tanta inquietud, que despertó inmediatamente, y salió al balcón.
—Señor —le dijo el que llamaba—, diez hombres embozados han entrado al cementerio.
—Bien —contestó el alcalde—, ellos son, y muy listos tienen que andar para que se me escapen. Corre al cuartel de la policía y que vengan todos. Salgo al momento.
Mientras el alcalde se vistió y se armó, fue el individuo a desempeñar la comisión. Un cuarto de hora después la escuadra eitaba a la puerta del panteón y don Diego, con la vara de la justicia en la mano izquierda, y la espada desnuda en la derecha y acompañado de su gente, entre la que había algunos que llevaban linternas encendidas, penetró en el cementerio.
L
os diez individuos a quienes habían visto entrar en el cementerio los espías de Arochena, estaban encerrados en la capilla. Como el alcalde y su gente entraron sin hacer el más ligero ruido, no advirtieron aquéllos lo que sucedía y no pudieron ponerse a salvo. Dejó don Diego diez hombres a la puerta y entró con los demás que componían el cuerpo de policía que había organizado.
Al verse sorprendidos los de la capilla, quisieron hacer uso de las armas; pero Arochena estaba resuelto a no dejar escapar uno solo.
—¡Téngase a la justicia del reyl —gritó, levantando la vara, símbolo de la autoridad—, i Fuego sobre el primero que haga el menor movimiento!
Los veinte hombres del alcalde apuntaron con sus fusiles al grupo de los embozados, que no se atrevieron a hacer resistencia.
—Desarmarlos y atarlos —dijo en seguida Arochena; y mientras cuatro de los suyos se ocupaban en cumplir aquella orden, tomó don Diego una linterna y fue examinando a los presos uno por uno con el mayor cuidado.
La impaciencia del abogado pelirrojo se revelaba en ciertos movimientos que hacía y en algunas palabras entrecortadas que se le escapaban, cada vez que pasaba de uno a otro de los presos, y veía que no estaba entre ellos don Juan de Montejo.
Luego que estuvieron bien asegurados, mandó Arochena que saliesen todos, menos uno, que eligió a la casualidad. Lleváronlos afuera, y en seguida hizo sufrir al preso un minucioso interrogatorio. Las respuestas eran vagas e inconducentes, y de ellas infirió el astuto letrado que aquel hombre debía ocupar un rango muy inferior en la cuadrilla. Hizo entrar otro y otro y los examinó, con igual resultado, hasta que dio con uno que parecía mucho más entendido que los demás. Empleando alternativamente las amenazas más terribles y las promesas más halagüeñas, logró don Diego obtener de aquel hombre algunos datos importantes.
—Elige —le dijo el alcalde—; o la horca dentro de ocho días, o el perdón y doscientos pesos de recompensa.
El bandido ofreció que diría la verdad y don Diego le hizo las siguientes preguntas:
—¿Con qué objeto os habíais reunido aquí esta noche?
—Con el de concertar el modo de poner en ejecución una orden que habíamos recibido.
—¿Cuál era esa orden?
—La de asaltar la casa de don Juan Manrique de Guzmán.
—¿Y quién os la dio?
—Nuestro jefe.
—¿Quién es él?
—Lo ignoro. No lo conozco más que por Pie de lana.
—¿Y lo has visto alguna vez?
—Varias; pero siempre de noche, embozado hasta los ojos y no podría yo decir a derechas cómo son sus facciones.
—Bien —dijo Arochena, y reflexionando durante un momento, añadió:
—¿Conoces a un caballero que se llama don Juan de Montejo? ¿Lo has oído hablar alguna vez?
—Lo he visto; pero nunca lo he oído hablar.
—¿Encuentras alguna semejanza entre ese caballero y Pie de lana?
—Tiene poco más o menos, la misma estatura. Es cuanto puedo decir.
—¿Se reúnen los de la cuadrilla en alguna otra parte?
—Sí, señor, en la casa contigua a la del escribano real don Ramón Martínez de Pedrera.
—¿Sabes qué día han de reunirse allí?
—Mañana a las siete y media de la noche. Estamos citados para recibir órdenes.
—¿Y vosotros cuándo deberías dar cuenta de la comisión que ibas a desempeñar esta noche?
—En la misma reunión de mañana. Teníamos orden de no aventurar el golpe, si se presentaba algún obstáculo imprevisto; así es que el jefe no extrañará el saber mañana que no ha habido esta noche novedad alguna en la casa que nos había mandado asaltar. Esperará mis explicaciones.
—¿Y cuáles eran vuestras instrucciones para ese asalto?
—Se contaba con que nos abriría la puerta un criado de la casa. Debíamos apoderarnos del dinero y de la plata labrada, sin hacer daño a nadie, si no había resistencia, y dando muerte a cualquiera que intentara oponérsenos.
—Bien —dijo Arochena—. Mañana sabré si lo que me has dicho es la verdad; si has de ir al patíbulo, o si has ganado el perdón y el premio ofrecido.
Dicho esto, salió con el preso, y ordenando la marcha, condujo a los diez ladrones a la cárcel pública, mandando se les encerrara en bartolinas separadas y que se les mantuviese incomunicados hasta nueva orden.
Nadie supo en la ciudad lo que había ocurrido aquella noche en el cementerio del Sagrario. A las ocho de la mañana el alcalde Arochena se presentó en palacio y pidió una audiencia para negocio urgente. Recibido en seguida encerróse con el presidente, lo informó de lo sucedido y le pidió una orden para que aquella noche, a las siete, estuviera lista una compañía del Fijo, al mando de un capitán, a quien se previniera obrar de entero acuerdo con él en un asunto en que se interesaba el servicio del rey. El mismo Arochena extendió la orden que firmó el capitán general, y salió a preparar el golpe.
Entretanto, Pie de lana, o sea don Juan de Montejo, muy distante de sospechar la tormenta que estaba preparándose a descargar sobre su cabeza, salió muy temprano a recorrer algunas calles y habló con los conocidos a quienes encontró, seguro de que si se hubiera verificado el asalto de la casa de Manrique, no dejaría de saberse y se lo contarían. Era aquel sujeto uno de los principales y más ricos vecinos, y al decir que se le asaltara y robara aquella noche, se proponía el jefe de los bandidos reponer con ganancia los cinco mil duros que había enviado a Gabriel para los gastos de la boda. La suerte lo dispuso de otro modo.
No extrañó Pie de lana que no se hubiese dado el golpe a la casa de Manrique, pues como lo había declarado el preso al alcalde, tenía orden de no aventurar el éxito y prescindir del robo por aquella noche, si se presentaba algún obstáculo serio. Pie de lana no veía jamás de día a los de su cuadrilla; así fue que no pudo concebir la menor sospecha de que hubiesen sido capturados los de la sección destinada al asalto de la casa de Manrique.
Arochena, no menos cauto que el jefe de los bandidos, no quiso presentar al coronel que mandaba el batallón de línea la orden del capitán general, sino a la hora precisa de dar el golpe. Sabía que todas las noches, a las siete estaba en el cuartel y que sería obra de un momento el designar la compañía que había de desempeñar la comisión y el capitán que debía mandarla.
Al dar. la hora, el alcalde, que había comunicado ya sus instrucciones al cuerpo de policía, se presentó en el cuartel del Fijo y solicitó hablar al coronel de un asunto urgente del servicio del rey. Encerráronse en el cuarto de banderas y Arochena puso en manos del jefe del batallón la orden del capitán general.
—Perfectamente —dijo el coronel, después de haberla leído—. La compañía no tiene más que hacer que tomar los fusiles. En cuanto al capitán que ha de mandarla... (y se detuvo un momento reflexionando). Se me previene designar uno que sea de acreditado valor y de la más absoluta confianza. El que reúne esas circunstancias es el capitán don Gabriel Fernández de Córdoba.
El alcalde se quedó cortado al oir quellas palabras. No es posible preverlo todo y no había imaginado que la elección del coronel pudiese fijarse en aquel oficial.
—¡El capitán Fernández! —exclamó Arochena—. ¿No pudiera ser otro el designado?
El viejo militar frunció las cejas y contestó secamente al alcalde:
—El capitán general deja a mi cuidado la elección. Supongo que el señor alcalde no pretenderá conocer mejor que yo a los oficiales del cuerpo. Fernández es el más a propósito; él debe ir e irá, a menos que reciba yo orden contraria de mi superior.
Arochena vio su reloj: eran las siete y cuarto. Temió que no hubiese tiempo de ir a ver al capitán general e instruirlo de los motivos que tenía para objetar la designación del capitán, y dijo al coronel:
—El asunto de que se trata es gravísimo. ¿Usted cree que Fernández cumplirá la orden de proceder de entero acuerdo conmigo, aunque haya necesidad, por ejemplo, de pasar sobre su propio padre?
—Lo creo —respondió secamente el coronel.
—Bien —dijo Arochena—; sírvase usted dar sus disposiciones.
Salió el coronel, y dos minutos después la compañía estaba formada en el patio del cuartel, con armas y parque y Gabriel Fernández a la cabeza de ella, con orden de ir a desempeñar una comisión muy importante del servicio del rey. Por toda instrucción recibió la de proceder de entero acuerdo con su señoría el alcalde de primer voto, licenciado don Diego de Arochena.
Pusiéronse en marcha. Precedía el cuerpo de policía, algunos de cuyos individuos llevaban lazos, mordazas, escalas, hachas, sierras y otros útiles, como también seis angarillas, en la previsión, sin duda, de que podría ser necesario conducir heridos o muertos. A todo había previsto el cuidado del alcalde. Seguía la compañía del batallón con sus oficiales y el capitán Fernández, a cuyo lado caminaba Arochena con los ministriles de la justicia y el escribano de cabildo. Como era temprano, advirtió el vecindario el acontecimiento, y las gentes veían detrás de las vidrieras de las ventanas y sin atreverse a abrir, aquel extraordinario, inusitado y pocas veces visto despliegue de fuerzas en las tranquilas y pacíficas calles de Guatemala, más semejantes en aquella época y a tal hora a claustros de conventos que no a vías públicas de una ciudad.