Read Historia de un Pepe Online

Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)

Tags: #Novela, Histórico

Historia de un Pepe (20 page)

BOOK: Historia de un Pepe
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Don Diego dejó caer la cabeza sobre el pecho con abatimiento. La levantó después de un rato y dijo, señalando con sonrisa sarcástica las estanterías de su biblioteca, llenas de volúmenes:

—Allí está cuanto se ha escrito sobre el derecho. Pero ¿de qué sirve, si ninguno de esos infolios puede revelarme lo que suele encerrar el alma humana? ¡Ah! iSi pudiera yo abrir los corazones como abro esos librosl i Oh ciencia, ciencia! no eres más que un vil juguete que se arroja a los hombres para entretenerlos.

Diciendo así, Arochena dio sobre la mesa un formidable puñetazo, que hizo saltar la tinta que rebalsaba en el tintero, salpicándole la cara, como si la ciencia hubiera querido vengarse así de las injurias de aquel desagradecido, que le debía todo lo que era y cuanto valía en el mundo.

CAPÍTULO XVIII
La familia de Espinosa.
Investigaciones

C
orría el tiempo sin producir alteración notable en la situacjón de los diversos personajes que figuran en esta historia. Para la desdichada hija del maestro de armas, cada sol que se levantaba en el horizonte añadía una nueva espina a la corona con que el dolor ceñía su lacerado corazón. Para Gabriel y Matilde se deslizaban las horas fugitivas, dejándoles nuevas satisfacciones con los goces del presente y con las esperanzas de mayor ventura para el porvenir.

Completamente satisfecho de la elección de su hija, don Pedro Espinosa de los Monteros había manifestado, sin embargo, el deseo de que la unión de. los jóvenes amantes se diferiese todavía por algún tiempo. Se debía, dijo, aguardar el permiso del padre de Gabriel; y deseaba, además, que éste alcanzara algún otro ascenso en su carrera.

El orgulloso hidalgo quería que el marido de su hija fuese, por lo menos, capitán o sargento mayor, pareciéndole poco un simple teniente, por brillante que pudiera ser su posición y fundadas las esperanzas con que contara para lo de adelante.

Cuando Gabriel Fernández se presentó a don Andrés de Urdaneche a darle parte de su nueva elección y recomendarle una carta para su padre, el viejo negociante se sonrió con malicia; recordando, sin duda, la escena que había tenido lugar en el mismo sitio, no mucho tiempo antes, cuando fue el enamorado mancebo a participarle su resolución de casarse con la hija de Matamoros.

No se expresó, por supuesto, en los términos destemplados en que lo había hecho en aquella ocasión. Por el contrario, dijo que Gabriel no podía haber elegido mejor; pero al tratar del punto de recabar el permiso de don Fernando Fernández de Córdoba, fue visible el embarazo de Urdaneche.

Extraño pareció esto al joven teniente; pero no lo parecerá así a nuestros lectores, pues no ignoran que don Andrés no podía abrigar por un momento la ¡dea de escribir al supuesto padre de Gabriel. Si lo dijo así a éste cuando le comunicó el proyecto de matrimonio con la hija del maestro de armas, fue como debe haberse comprendido, por dar largas al asunto, con la idea de ganar tiempo y con la esperanza de que su recomendado desistiría de su absurdo propósito.

Entretener al capitán Matamoros con la fábula del permiso pedido, era a los ojos del viejo negociante, una cosa sin consecuencia alguna; pero ahora, estando de por medio, una familia respetable, el asunto ofrecía serias dificultades. Dijo Urdaneche a Gabriel qué hacía algún tiempo no recibía carta de don Fernando, que se había retirado de Cádiz y trasladado su residencia a algún otro punto de España, que no sabía aún cuál fuese, pues su amigo estaba indeciso respecto a la elección; que le remitiría la carta del joven y le escribiría él mismo, luego que supiese a dónde debía dirigirlas; y añadió algunas otras razones que no parecieron a Gabriel muy convincentes, pero que tampoco suscitaron en su ánimo sospecha alguna acerca del secreto que ocultaban aquellas reticencias.

Transmitió la respuesta de Urdaneche a Matilde y a su padre, y ni ella ni él manifestaron la menor sorpresa, considerando fundadas las razones de don Andrés; y como, según queda dicho, don Pedro deseaba que Gabriel obtuviera un nuevo ascenso antes de que se verificara el matrimonio, no le pesó que éste se aplazara por algún tiempo. Doña Engracia, acostumbraba a pensar siempre con la cabeza de su marido, que, en su concepto, sabía más que todos los sabios del mundo habidos y por haber, se conformó con lo que éste había dispuesto. ¿Cómo habría podido permitirse contrariar el parecer de un hombre que estaba empapado en las Gacetas de España, ella, que por más que oía hablar el día entero de las noticias de la península, confesaba con candor que jamás había podido distinguir a Napoleón de Godoy?

No hubo en la casa más que una persona que no se mostró satisfecha de que no se verificara desde luego el matrimonio, y ésta fue la negra Mariana, que movió dos o tres veces con misterio la cabeza cubierta de guedejas de lana y pronunció dos o tres frases que mostraban bien su desconfianza y su recelo. Nacían estos sentimientos del entrañable amor que la antigua esclava tenía a su niña, como llamaba cariñosamente a la hija de Espinosa, y de que su inteligencia sagaz había entrevisto lo que pasaba inadvertido a sus mismos amos: el rencoroso tesón con que el abogado Arochena se empeñaba en suscitar obstáculos al proyectado enlace. Habiendo bautizado a don Diego con el apodo de Caín, Mariana tuvo la maliciosa idea de Mamar a Gabriel Fernández el inocente Abel, sin intención quizá de augurar una catástrofe como la del Génesis, pero sí con el designio marcado de aludir a la sañosa envidia de que era objeto Gabriel de parte de Arochena.

Doña Engracia se rio de los temores de Mariana; y si los comunicó a su marido, fue por la costumbre que tenía de participarle hasta lo más insignificante de cuanto se hacía o se decía en la casa. El gran político señor de los Monteros estaba casualmente ocupadísimo con las noticias de ciertas medidas dictadas por la Junta Central para libertar al rey cautivo y arrojar a los franceses del territorio español, y apenas atendió a lo que refería doña Engracia.

Estaba la buena señora uno o dos siglos atrás del movimiento intelectual del mundo. Sabía leer, no muy de corrido, letra impresa, o libro, como se decía entonces; carta, o manuscrito, con bastante trabajo; y en cuanto a escribir ella misma, no recordaba haberlo hecho sino tres o cuatro veces en su vida. Los caracteres que formaba con la pluma aquella excelente matrona eran más bien jeroglíficos que no letras alfabéticas, y en las raras ocasiones en que hubo de escribir a su marido, ausente, había tenido éste necesidad de consultar a algunos entendidos paleógrafos para descifrar la carta.

Las ideas de doña Engracia giraban en un estrecho círculo. Su marido, que era para ella lo primero del mundo, su hija, sus criados y los quehaceres domésticos limitaban el reducido horizonte a donde se extendía aquella alma Cándida. Como tenía tertulia, naturalmente no faltaban en su casa murmuraciones; pero siempre propensa a pensar bien de los demás o no creía el mal, o no dejaba nunca de alegar sinceramente circunstancias atenuantes.

Era caritativa por convicción, practicando la caridad no solamente por medio de la limosna, sino por la tolerancia de los defectos, de los errores, y hasta de las faltas ajenas, que es una de las más— notables formas de aquella virtud.

La desigualdad de origen era a los ojos de doña Engracia un axioma tan indiscutible como los misterios de fe. No despreciaba a sus inferiores, y con tal de que se mantuviesen a una respetuosa distancia, estaba dispuesta a perdonarles el pecado de no haber nacido iguales a ella. Más aún, les dispensaba voluntariamente cierta afección compasiva, ligeramente desdeñosa tal vez; pero muy distinta de la altiva arrogancia que hace odiosos a los que suelen abusar de las ventajas sociales. Doña Engracia concurría con su hija a la boda de una pobre moza, parienta de alguna de sus criadas, que se celebraba en un barrio de la ciudad; pero por ningún motivo habría asistido a la fiesta de una familia de la clase media.

Un matrimonio desigual, en lo respectivo a la clase de los cónyuges, horripilaba a doña Engracia. Bien podía ser el novio un anciano septuagenario y la novia una niña de dieciséis abriles; enhorabuena que uno de ellos o los dos fueran más pobres que Job, si las ejecutorias estaban en regla por una y otra parte, la unión era buena y proporcionada a los ojos de la digna esposa del señor de los Monteros.

Por lo que hace a Matilde, no tenemos que decir sino que era con mejor entendimiento, algún cultivo más y cierta altivez, efecto de su belleza, de su condición de hija mimada y del extenso círculo de adoradores que la rodeaba, el fiel trasunto la copia exacta de su señora madre.

El licenciado don Diego de Arochena conocía perfectamente las ideas de aquellas dos damas y tenía la convicción de que el amor o el capricho que había concebido la joven por el teniente que llevaba el apellido de Fernández de Córdoba, se disiparía como el humo ante la certidumbre de que el ídolo que ella juzgaba de oro puro, no era sino de barro dorado. Nada menos que a esto equivaldría el verlo despojado repentinamente del prestigio que le daba a sus ojos un origen ilustre. Por eso se afanaba tanto don Diego en descubrir el secreto del nacimiento de Gabriel, y no perdonaba medio de cuantos directa o indirectamente pudieran conducirlo a aquel fin. Su larga práctica de la profesión de abogado lo ponía en aptitud de seguir los hilos misteriosos de cualquier intriga, porque él había urdido en su vida muchas tramas, ya para ocultar la verdad, ya para descubrirla, según las necesidades de los diferentes negocios que había tenido a su cargo.

Hemos visto por la conversación que tuvo con su pasante y de que dimos cuenta en el capítulo anterior, que había logrado adquirir unos cuantos datos sobre lo que tanto le interesaba averiguar; esto es, que tenía cogidos algunos de los cabos de la enredada madeja de aquella intriga; pero repentinamente se sncontró detenido y sin poder pasar adelante en su pesquisa.

La explicación del camino por donde llegó Arochena al descubrimiento de algunos hechos relacionados con la historia del origen del pepe, es muy sencilla. No faltaba en la ciudad una que otra persona que recordara el rumor vago que corrió de que el hijo de don Fernando Fernández y su esposa, no era en realidad sino un niño de nacimiento desconocido, expuesto por alguna madre desgraciada a las puertas de aquellas personas principales y ricas, que, no teniendo sucesión, debía suponerse recibirían con gusto a aquel pobre niño y concentrarían en él sus afecciones.

Nosotros sabemos que si su juicio era exacto por una parte, era completamente erróneo por otra. En la elección que hizo la mujer que puso a Gabriel a la puerta de la familia de Fernández de Córdoba, no entró ni podía entrar cálculo alguno interesado. Ella no conocía la casa donde dejaba a su hijo; buscó la que parecía, por su apariencia, habitada por personas de condición.

Arochena no lo juzgó así. Instruido del rumor a que hemos aludido, supuso, como era natural, que se había elegido la familia Fernández por sus circuntancias especiales. Trató de averiguar el paradero de los sirvientes de la casa y dio con una mujer que había sido por mucho tiempo criada de la esposa de don Fernando. La interrogó con maña, le ofreció pagar generosamente las revelaciones que le hiciera; pero no pudo obtener dato alguno, por la sencilla razón de que nada sabía la mujer. No se habrá olvidado que el secreto estaba entre el dependiente de Fernández y sus dos criados. De éstos, el uno había muerto seis u ocho años antes y el otro había desaparecido yendo probablemente a establecerse en alguna de las provincias distantes. Vista la imposibilidad de averiguar cosa alguna por aquel lado, dirigió Arochena sus trabajos hacia otras partes.

Sospechando que quizá el escribano don Ramón Martínez de Pedrera, en cuya casa vivía Gabriel, pudiera estar instruido del secreto, trató de interrogar al criado negro de don Ramón. No le faltó pretexto para buscar a éste varias veces, en las horas precisamente en que sabrá que no había de encontrarlo y procuró entablar plática con Benito; pero toda su sagacidad se estrelló en la reserva del esclavo, que contestó a las preguntas de don Diego con el laconismo que había empleado al responder al mismo Gabriel, el día que llegó a la casa.

En seguida el abogado dio traza y modo para procurarse una conversación con la criada del escribano, y por aquel lado fue más feliz que por los otros caminos por donde había buscado en vano los datos que necesitaba. Mediante algunas dádivas de presente y muchas promesas para lo futuro, supo que había en la casa un torno que comunicaba el primer patio con el segundo, y que servía para que Benito pasara los alimentos a una mujer que estaba allí encerrada, y que se decía era una señora loca. Supo también que todas la noches recibía don Ramón muchas visitas, que se encerraban con el amo en la pieza grande que está a la izquierda del zaguán; pero la criada no pudo decir lo que hacían. En cuanto al joven oficial huésped del escribano, nada más sabía que lo que era notorio a todo el mundo.

He ahí, pues, el resultado de las pesquisas de don Diego. Poco concluyente, por cierto, en cuanto al objeto que tenía en mira, no era tan insignificante que no pudiera servir de punto de partida a ulteriores averiguaciones. El astuto letrado hizo espiar la casa de Pedrera por algunos de sus agentes y poco a poco fue sabiendo qué clase de personas eran las que lo visitaban por las noches. Entre ellas había de todo; desde funcionarios de categoría hasta sujetos del pelaje del capitán y maestro de armas don Feliciano de Matamoros. ¿Serán conspiradores? se dijo a sí mismo don Diego. En aquella época comenzaban ya a germinar las ideas de insurrección, suscitadas por las noticias de lo que acontecía en otros reinos de América. Más todavía. Circulaban rumores de que se habían introducido en el país emisarios franceses que trabajaban ocultamente en sembrar ideas subversivas. No sin razón hubo, pues, de sospechar, Arochena, que las reuniones en casa de Pedrera pudiesen tener un carácter político. Pero la circunstancia de que concurrían sujetos notoriamente realistas, hizo que no se fijara en aquella conjetura. ¿Serán jugadores que se ocultan por temor de las penas con que se ha amenazado recientemente a los de ese oficio? se decía también el abogado. Todo podía ser; pero ni aquella ni otras sospechas que lo asaltaron, le parecían suficientemente fundadas.

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