Read Historia de un Pepe Online

Authors: José Milla y Vidaurre (Salomé Jil)

Tags: #Novela, Histórico

Historia de un Pepe (19 page)

BOOK: Historia de un Pepe
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A
cababan de dar las ocho de la mañana. En una casa de mediana capacidad V regular apariencia, situada en la calle que baja la plazueta de Guadalupe a la que se llamaba Plaza Vieja, hoy del Teatro, se veían unas seis personas sentadas un gran escaño que estaba en el corredor, y que parecían aguardar al amo, por ülgunos asuntos.

Era una de ellas una mujer anciana, vestida de alepín negro, con una venda blanca en la frente y cubierta la cabeza con un mantón de la misma tela del vestido, lo que le daba la apariencia de una viuda.

Seguía un hombre como de cuarenta años, de capa azul y sombrero de castor negro, prendas ambas harto viejas y mal tratadas, cuyo sujeto mostraba una movilidad nerviosa y que hablaba incesantemente, dirigiendo la palabra a la viuda que tenía a su izquierda y a la persona que ocupaba el puesto de su derecha en el escaño. Era esa persona un hombre alto, grueso, de aire bonachón y que por su traje y aspecto denotaban ser de fuera de la ciudad. Seguían otros dos individuos que habrían podido tomarse por un receptor de juzgado, el primero; y el segundo, o mejor dicho la segunda, por una mujer que viviera del trabajo de sus manos. El tercero, y sexto en el escaño, era nuestro grande y buen amigo don Feliciano de Matamoros, capitán a medio sueldo y el primero de los maestros de armas de las islas y tierra firme del mar océano.

Al sonar la última campanada de las ocho, se abrió la puerta del pasadizo que daba al patio interior de la casa, y salió un sujeto de mediana estatura, calzón de paño azul, media de algodón muy limpia, chaleco de piqué blanco y chaqueta de indianilla color de caldo de frijoles claro. Llevaba la cabeza inclinada sobre el pecho, en aire meditabundo, y cuando la levantó, al acercarse al grupo que ocupaba el escaño, pudo verse que el individuo no era otro que el licenciado don Diego de Arochena, que acabando de desayunarse, pasaba a su despacho.

Los seis clientes del licenciado se pusieron en pie y lo saludaron con una reverencia más profunda que la que habrían dirigido al regente de la Audiencia y a la que no se dignó contestar aquella lumbrera del foro, que sin detenerse, dijo a laque parecía viuda:

—La solicitud de usted por lo del montepío, no camina. Faltan recados, ha­ble con Rosales.

Al hombre de la capa vieja:

—Está presentado el tercer escrito sobre lo del mayorazgo. Es necesario que usted busque algún buen empeño para el oidor juez de provincia. ¿Me entiende?

Al decir esto el maligno don Diego golpeó con los dedos de la mano derecha del bolsillo de su chaleco, mímica harto significativa, que desconsoló visiblemente al litigante locuaz.

Al de fuera dijo Arochena:

—Creo que anularemos la venta del ganado, por lesión enormísima. Está señalada la vista del negocio para el sábado.

Al receptor nada dijo don Diego, recibiendo sin decir palabra, un enorme legajo de papeles que le presentó el curial..

A la mujer:

—Ya te he dicho que el negocio no adelanta por falta de pruebas. Estuvo muy mal dirigido en primera instancia. Rosales te dirá lo que conviene hacer.

Los cuatro clientes iban a tomar la palabra para hacer todos a un tiempo alguna observación al abogado; pero éste, como práctico en el oficio, no les prestó la menor atención, y dirigiéndose a don Feliciano le tomó la mano y le dijo:

—Adelante, capitán —y empujándolo para que entrara en su despacho, entró tras él y cerró la puerta.

Los litigantes volvieron al escaño, echando entre dientes mil pestes contra el licenciado. El receptor, habituado a aquellas escenas, no se movió de su sitio, ni habló una palabra.

En aquel momento llegó el sujeto a quien el licenciado designó con el nombre de Rosales, su pasante, y como si dijéramos su alter ego, el hombre de todas sus confianzas. Don Jerónimo Rosales era, menos lo bizco y lo pelirrojo, otro don Diego. Sea que la ilusión que le hacía el maestro lo indujese a imitarlo, sea que el hábito de tratar con él lo hubiese ido haciendo insensiblemente una copia del original, lo cierto es que Arochena y Rosales habían acabado por formar una sola entidad en dos individualidades. Sus almas eran dos arpas que sonaban perfectamente acordes; dos relojes que no discrepaban en su giro la millonésima parte de un segundo. Tenían iguales gustos, idénticas ideas, y no faltaba quien dijera que hasta estaban sujetos a las mismas enfermedades.

Don Jerónimo pasó delante de los clientes sin mirarlos, ni corresponder a su saludo; entró en su escritorio, pieza contigua a la del maestro y comunicada por una puerta, disimulada como las intenciones de aquellos dos alumnos de Astrea. Luego que el bachiller en ambos derechos hubo colgado de una percha la capa y el sombrero, tomó un plumero que pendía de un clavo y sacudió muy despacio la mesa donde trabajaba, poniendo algún orden en los papeles que estaban esparcidos sobre ella. Ocupó una silla tapizada de cuero, que estaba junto a la mesa, y desde su asiento llamó al individuo de la capa raída y el sombrero viejo, a quien el patrón había hablado de lo del mayorazgo.

—Torres —gritó don Jerónimo—, y al momento entró el litigante, haciendo muchas y exageradas cortesías.

—Ya don Diego habrá dicho a usted que se ha presentado el tercer escrito.

—Sí, señor —contestó el sujeto a quien don Jerónimo llamaba Torres—; me lo ha dicho, y también que es necesario buscar algún empeño para el oidor juez de provincia.

—Por supuesto. ¿Y qué piensa usted hacer?

—No sé, como no sea que venda yo mi alma al diablo, y aun dudo acepte el trato, aunque se lo proponga. Si gano el pleito del mayorazgo, no podré disponer de la renta de los primeros cinco años, que está consignada a don Diego por sus honorarios.

—Pues vaya usted a ver —dijo Rosales—, a don Judas, el prestamista, que es hombre de conciencia y le adelantará tres mil duros sobre la renta de los otros cinco años.

—¡Tres mil duros por siete mil quinientos! —exclamó Torres—; ¡qué barbaridad! ¡Y enajenaré la renta de diez años!

—¿Cuántos cuenta usted de edad? —preguntó don Jerónimo.

—Cincuenta y cinco, cumpliré, por San Juan.

—Pues tiene usted que a los sesenta y cinco se encontrará dueño y señor de mil quinientos duros anuales, que le vendrán de perlas, en la edad en que ya no podrá usted trabajar.

—Bueno será eso —replicó el de la capa vieja—, si no es que antes de esos diez años me muera yo de pura necesidad.

—Tendrá usted —dijo el pasante—, algo que transmitir a su heredero.

—Sí, famoso —observó Torres con mal humor—, al mismo con quien ahora litigo y que tantas cóleras me ha dado ya. Muerto yo, sería sin duda alguna, quien tendría pleno derecho al mayorazgo.

—Pues vea usted cómo se gobierna para vivir esos diez años, que es lo que importa. Y repito que procure hacerse de los tres mil duros y los traiga aquí, porque sin agua no anda el molino.

El pobre pretendiente de mayorazgos se marchó de muy mal talante, y en­tró la viuda.

—Señor —dijo ésta al pasante—, díceme don Diego que faltan recados para que mi asunto marche. ¿Pudiera usted decirme cuáles son?

—Sí, señora —contestó Rosales—. ¿No vivió usted quince años separada de su marido?

—Bien sabe Dios que no por culpa mía —respondió la dueña—. Aquí están o mejor dicho, aquí no están cuatro dientes y dos muelas que si estuvieran no me dejarían mentir.

—Pues, señora —replicó el pasante—, la reai orden de 22 de agosto de 1800 es terminante. Según ella, las viudas que han estado separadas de sus maridos, tienen derecho al montepío, probando que no fueron culpables de la separación.

—¿Y lo de los dientes y las muelas que me sacó el difunto? —Dios lo haya perdonado; el pobrecito era un ángel; pero solía tener sus malos ratos.

—En fin, dígame usted quiénes presenciaron algunos de esos malos ratos, o aduzca otras pruebas.

—¿Y qué mejor prueba que los mismos dientes y las muelas que guardo como reliquias? —dijo la viuda sollozando.

—Eso no basta —replicó Rosales—, porque los pudo sacar el barbero.

Cuando llegaba a este punto la conferencia del pasante y la viuda, se oyó el retintín de una campanilla en la pieza contigua. Rosales hizo seña a la desdentada dama de que se marchara y él pasó inmediatamente al estudio de su sabio maestro, que lo llamaba.

Don Diego estaba solo, con los codos sobre la mesa y la cabeza apoyada en ambas manos, en actitud de profunda meditación. El capitán Matamoros acababa de marcharse. El abogado continuaba entregado a sus reflexiones y no parecía darse cuenta de la presencia de su pasante. Tosió éste dos veces como para llamar la atención a don Diego, quien, levantando al fin la cabeza, dijo a Rosales, señalándole una silla:

—Siéntese.

Después de un momento de silencio, continuó diciendo en un tono de voz apenas perceptible, pues hablaba muy bajo, como temiendo que sus palabras fuesen escuchadas:

—Rosales, ¿cuántos años hace que asiste usted a mi bufete?

—Cuatro hará en el próximo mayo, contestó el pasante.

—En ese tiempo, ¿he dado a usted pruebas de confianza, le he revelado todos los secretos del oficio, en una palabra, he puesto los medios para que usted sea otro yo en. el ejercicio de la profesión?

—Todo eso y más ha hecho usted por mí, don Diego, y usted sabe que mi gratitud. . .

—No hable usted de eso; esas son palabras que se lleva el viento. No ignoro que usted está dispuesto a hacer por mí cuanto pueda, pues nuestros intereses son los mismos, y hay entre los dos, lazos que nada puede destruir.

El pasante pareció como que se estremecía ligeramente; pero pronto recobró su serenidad.

—Todo eso es cierto —dijo—; y bien, ¿qué debo hacer?, ¿qué exige usted de mí?

—Ayudarme —replicó don Diego—, a desentrañar ese secreto que entreveo y no alcanzo a descubrir y por cuya posesión daría yo diez años de mi vida. ¿Quién es ese Gabriel Fernández? Seguramente no lo que parece. Protegido por un personaje misterioso, su tío abuelo de usted, don Andrés de Urdaneche le abre su bolsa con una generosidad que no acostumbra con nadie y que ha estado muy distante de mostrar con su propia sangre.

—Demasiado lo sé —replicó Rosales—. Nunca he debido a mi tío más que consejos y favores insignificantes, aunque sí debo confesar que me ha hecho uno que no podré pagarle suficientemente: el de colocarme al lado de usted.

—Es verdad, me habló para que lo recibiera a usted en mi bufete —dijo don Diego—, y aunque no me gustaba tener pasantes, accedí por consideración a la casa, cuyos negocios todos están a mi cargo. Pero dejemos eso y vamos a lo que más importa. Yo no puedo creer que ese teniente sea hijo de don Fernando Fernández de Córdoba. No ha faltado quien me diga que fue expuesto a las puertas de la casa, aunque nada podía asegurarse con certeza sobre el particular.

—¿No ha examinado usted tos libros de la Parroquia, a que pertencía la casa de Fernández en la época en que debe haber nacido ese joven? —preguntó Rosales.

—Naturalmente —contestó el abogado—. Con pretexto de buscar la partida de bautismo de otra persona, pude registrar los libros de las parroquias y di al fin con la de José Gabriel, hijo legítimo de don Fernando Fernández de Córdoba y de doña María de Alvarado y Guzmán. Pero, esto ¿qué importa? Legalmente, si se quiere, ese joven es hijo de Fernández y de su esposa; pero repito que hay motivos fundados para creer que no es más que un expósito, un pepe, recogido, criado y adoptado por caridad y cuyo verdadero origen es probablemente oscuro y vergonzoso. ¿No ve usted que don Fernando se va a España y no le lleva consigo, ni envía por él, como se dijo al principio?

—Pero lo deja recomendado —replicó Rosales—, a la casa de Agüero y Urdaneche, le suministra cuanto necesita, le envía regalos dignos de un príncipe.

Don Diego contestó a la observación de su pasante con una risa sarcastica y luego dijo:

—¿Y usted tiene alguna prueba de que eso sea en realidad como se dice? ¿Será Fernández quien ha dado al llamadóGabriel letra abierta para la casa de Agüero y Urdaneche y quien ha enviado ese caballo árabe y esos pajes moros que todos vimos figurar la tarde del paseo?

—Eso no podré asegurarlo —contestó el pasante.

—Pues yo casi puedo sostener lo contrario —dijo el abogado, y luego añadió—: ¿Conoce usted la historia de su tío?

—¿De mi tío? No por cierto —respondió Rosales—. Sé únicamente que fue casado, que tuvo una hija, y he oído decir que murió joven. A los diez años de haber venido al país mi tío don Andrés, llegó una hermana suya, casada con un empleado de rentas, don Antonio Rosales, mi padre. Murieron ambos cuando yo contaba unos quince años, dejándome una corta herencia, con la cual pude hacer mis estudios hasta colocarme al lado de usted y bajo su protección. Es todo cuanto sé.

—Usted conoce, naturalmente, a don Ramón Martínez de Pedrera —dijo don Diego.

—De vista —contestó el pasante—, y aun creo haberle hablado una que otra vez en los corredores de la Audiencia.

—¿Sabe usted qué clase de vida lleva ese escribano, que cartula muy poco, o nada, y de qué vive? ¿Tiene usted noticia de que sea casado?

—No sé de qué viva, y lo tengo por soltero.

—Pues parece que muchas personas se reúnen en su casa por la noche, no se sabe con qué objeto, y además tengo noticia cierta de que en la casa de ese hombre hay en el corredor del frente del primer patio un torno como el de las porterías de los monasterios.

—Quizá hayan habitado provisionalmente en esa casa, que es grande, algunas de las monjas trasladadas de la Antigua después de la ruina, y se habrá quedado el torno.

—Puede ser —dijo el abogado, encogiéndose de hombros—; pero en ese caso, se ha quedado allí también una de las monjas, pues en el segundo patio de la casa de Pedrera habita una mujer, que jamás da la cara.

—Todo eso es bastante extraño, sin duda —replicó el pasante—. ¿Y qué deduce usted de esos datos?

—Yo, nada hasta ahora —dijo Arochena—; pero no sé por qué sospecho que ese misterio no es ajeno a la existencia del teniente Fernández, huésped de Pedrera, y que en todo ese enredo anda la mano de don Ramón, que es un bellaco muy listo, la de su señor tío de usted, que no lo es menos y la de algún otro personaje poderoso, que debe ser aun más bribón que los otros dos.

Rosales permaneció pensativo durante un momento y luego dijo:

—¿Ha formado usted algún plan?

—Varios, pero los he desechado uno en pos de otro por impracticables. Esto me desespera. En tanto ese muñeco de teniente gana cada día en el corazón de Matilde y yo no puedo arrojarle a la cara, por falta de pruebas, esta frase que lo mataría: " ¡eres un pepe! ".

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