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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (28 page)

III. En el lago Brigantinus
CAPITULO 1

Desde Basilea, seguimos juntos yo y Wyrd, emel Cazador, el Amigo de los lobos y emel Carroñero. Su ruta por entonces iba en dirección Este, la que yo seguía hacia las tierras ocupadas por los godos, y, como yo no tenía prisa por llegar allí y estaba aprendiendo cosas útiles del viejo andariego, iba más que contento en su compañía, viajando a su ritmo.

Durante las semanas que siguieron a nuestra marcha de Basilea, casi todas las enseñanzas de Wyrd versaron sobre el cuidado de los caballos y las cuestiones fundamentales de la equitación; como en seguida comprobé, no había aprendido aún gran cosa de cómo montar un caballo, pues había cabalgado emVelox al paso o a galope tendido, velocidad fácil para cualquier principiante. Pero ahora que emVelox me iniciaba al trote, me alegré enormemente que entre él y mis testículos se interpusiera la silla. Wyrd me enseñó a colocarme —alzándome y dejándome caer en la silla siguiendo el paso del animal— para reducir el mínimo las sacudidas del trote; a pesar de todo, yo me preguntaba cómo un hombre con testículos normales podía soportar aquello. Y, como seguí aprendiendo de Wyrd, tener un caballo, cuidarlo y montarlo, requería algo más que desarrollar muslos fuertes y callosos y la destreza de adaptarse al trote.

—No olvides, cachorro —decía—, que los dioses de la naturaleza jamás pretendieron que el caballo fuese otra cosa que eso, un animal indómito, libre y sin amo. Su tamaño y su forma nos dan a entender que la naturaleza le ha destinado a llevar una carga, pero no es así. Cuando estás encima de él, no eres más que una carga incómoda, y, por tanto, no hay que dejarle sospechar que eres una remora; hay que hacerle zalamerías para que te acepte como compañero… Un compañero que manda. Por eso, como emVelox a veces se mostraba fuertemente reacio a ponerse en marcha por las mañanas, Wyrd me enseño a engatusarle para que se sometiera; me hacía ponerme junto al animal, rascándole despacio la cruz —al tiempo que le silbaba suavemente— y luego la raíz de las crines hasta la cabeza, y entonces ya se dejaba ensillar y montar. Aprendí también a corregirle cada vez que daba señales de desobediencia, en vez de consentirle diez veces un capricho y perder la paciencia a la siguiente ocasión,

«Porque —me decía— cualquier muestra de malhumor tuyo anula el buen humor de cualquier caballo». Otro día, me dijo:

—Cachorro, recuerda que tienes que tener al caballo herrado si vas a viajar por terreno pedregoso; pero si andas por terreno blando, como hacemos ahora, déjalo sin herraduras y será tu mejor centinela y vigía; si alguien se acerca sigilosamente, el caballo siente las vibraciones en la tierra antes de que tú oigas los pasos o veas al que se aproxima.

Otro día, cabalgábamos al paso, por un bosque espeso, pero uno de tantos, a una hora en que el sol estaba a punto de ocultarse; iba yo en cabeza, cuando, de pronto, emVelox dio un respingo y me lanzó hacia arriba; el águila, que iba dormitando en mi hombro, también dio un salto hacia arriba y se quedó flotando en aire, cosa que a mí, naturalmente, me fue imposible y aterricé de culo. El caballo se detuvo un poco más adelante tan bruscamente como se había encabritado y se volvió a mirarme con ojos inquisitivos,

mientras el emjuika-bloth, volando en círculo, lo observaba todo como echándome la culpa, y Wyrd, frenando su corcel, se reía estrepitosamente.

—¿Qué es lo que he hecho mal ahora? —dije compungido, frotándome el dolorido trasero mientras me ponía en pie.

—Nada —contestó Wyrd, sin dejar de reír—. Pero, por la piel azotada de san Bartolomé, me apuesto a que estarás más alerta en el futuro. Cachorro, mira ese rayo de sol bajo que cruza el camino, y recuerda que un caballo tratará siempre de saltar lo que considera un obstáculo. Además, creo que así te ha iniciado al ejercicio del salto.

Así, en días sucesivos, siempre que hallábamos en el camino un árbol caído en posición conveniente, Wyrd lo saltaba con su caballo y luego me obligaba a hacer lo mismo con emVelox.; primero practicamos con arbolillos a ras del suelo y luego con troncos más altos, pero casi siempre Wyrd me regañaba:

— em¡Ne, ne! Cuando el caballo inicia el salto, tienes que echarte hacia atrás en la silla para quitarle el peso de los cuartos traseros cuando se eleva.

—Procuraré hacerlo mejor.

Y probé y probé, echándome hacia atrás en los saltos, hasta que Wyrd me dijo que estaba bien; pero yo aún seguía sintiéndome torpe en el salto, y notaba que así se lo parecía también al caballo. Por ello, muchas veces nos alejábamos de Wyrd y practicábamos los dos solos, probando yo distintas posturas en la silla, saltando obstáculos bajos y altos, hasta dar finalmente con un estilo que me pareció cómodo y grácil y que también a emVelox pareció gustarle. Cuando lo tuvimos perfeccionado, se lo enseñé a Wyrd.

—¿Cómo así? —exclamó, entre perplejo y malhumorado—. ¿Te agachas hacia adelante para saltar?

Eso está muy mal.

—Eso crees tú, emfráuja, pero a emVelox le resulta mucho más fácil aterrizar con fuerza sobre las patas traseras con mi peso hacia delante. Y, además, cuando me inclino hacia adelante en el momento preciso, gana más impulso.

— em¡Vái! —replicó él, poniendo los ojos en blanco—. Hace doscientos años que la caballería romana enseña a los reclutas y a los caballos a saltar como es debido ¿y tú vas a saber más?

—No, emfráuja, no pretendo saber más. Pero noto que, tanto yo como emVelox lo hacemos mejor así.

em—¡Vái! Así que también hablas por el caballo, ¿eh? A ver si es que el progenitor que te abandonó

era un centauro…

—Yo lo único que puedo decirte es que noto una afinidad con el caballo, igual que siempre me ha sucedido con el emjuika-bloth. Es como si nos compenetráramos… sin necesidad de palabras… Wyrd me miró pasmado, dirigió la mirada al águila que estaba en mi hombro y después al animal que montaba, y se encogió de hombros.

—Bueno, de acuerdo, si te adaptas mejor y… tú emVelox también, pues hacedlo así. Que Gehenna me maldiga si a mi edad voy a cambiar la costumbre de toda una vida.

Hubo otra ocasión en que cuestioné las reglas de Wyrd y su respeto por las antiguas tradiciones de la equitación. Siguiendo sus indicaciones, me ejercitaba a combatir a caballo, sacudiendo con mi espada corta a diversos árboles y arbustos a guisa de enemigos, haciendo que emVelox caracolease y cargase con arreglo al ataque.

—¡Así, así! —gritaba Wyrd—. ¡Ahora el golpe del revés! ¡No olvides que puedes hacer que el caballo gire del todo a medio galope! ¡Siéntate con todo el peso, cachorro! ¡Ahora, un tajo de flanco!

¡Muy bien, cachorro!

—Sería… mucho más fácil —dije, sin aliento por el ejercicio— si hubiese una abrazadera… para el pie… para ponerse a horcajadas…

—Para eso están los muslos —contestó Wyrd—. Los tuyos han crecido y se han fortalecido desde que nos conocemos.

—Pero… —repliqué, pensativo— si hubiese un modo de afirmar los pies para que no cuelguen…

—Desde el origen de los tiempos el hombre cabalga sin nada parecido y monta bien. Tienes que dominar el arte y dejarte de sutilezas.

Pero también en este caso me dediqué a solas a probar algo que había ingeniado y que se me ocurrió

recordando los tiempos en que montaba la yegua en el corral de la abadía de San Damián para menear la leche y hacer mantequilla; yo entonces no tenía los muslos desarrollados, pero me sostenía en la silla del ancho lomo del animal metiendo los pies por debajo de los cuévanos de leche colgados a sus flancos. Sería poco práctico ponerle algo así a un caballo de combate, aparte de lo ridículo, pero si tuviera algo en que apoyar los pies… Y me acordé de que en el Circo de la Caverna me había servido del cíngulo de cuerda para trepar a los troncos sin ramas…

—¿Y ahora con qué me sales? —dijo malhumorado Wyrd, cuando fui a demostrarle ufano lo que había inventado—. ¿Es que te atas al caballo?

—No es eso —contesté, pavoneándome—. ¿No ves? He trenzado tres o cuatro cuerdas resistentes para tener una muy gruesa, que paso a emVelox por el lomo, sujetándola por delante de sus costillas para que no se vaya hacia atrás, y al mismo tiempo con suficiente holgura para poder meter los pies y sujetarme bien, emfráuja. Así me mantengo tan seguro como si estuviese sentado en una silla con los pies en el suelo.

—¿Y qué es lo que te dice tu caballo —sin palabras claro— de ese burdo artilugio? —inquirió

Wyrd con sarcasmo—. ¿Le gusta sentir ese nudo de cuerdas detrás de las patas?

—Bueno, admito que el nudo es algo molesto. Ya intento mantenerlo en la cruz, pero resbala y cae. Pero, salvo este inconveniente, creo que el sentir que voy más seguro debe complacerle más que sentir que me desplazo en la silla cada vez que cambia de paso o de dirección.

—¿Más seguro? Yo he visto a jinetes alanos con esa especie de cuerda para los pies y bien que lo han lamentado. Ya verás, cachorro, cuando te desmonte un golpe del adversario y ese arnés te arrastre de cabeza por el campo.

—Pues procuraré que no me desensille —contesté con aire de suficiencia.

Wyrd meneó la cabeza desaprobándolo, pero creo que también sintiendo admiración, porque dijo:

—No te faltarán oportunidades para hacerlo. Con tu aspecto tan singular cualquier Goliat que se te cruce querrá probar tu ánimo. Pero monta como quieras, cachorro. Yo te enseñaré a empalmar las cuerdas sin anudarlas para aligerar el bulto que hacen.

— emVelox te lo agradecerá, emfráuja —dije entusiasmado—. Y yo también. Por supuesto que aprendí más cosas, además de cabalgar, durante mis viajes con Wyrd. El primer verano que pasamos juntos, en cierta ocasión en que cruzábamos a caballo un terreno arbolado a trechos, bajo un cielo gris agobiante y pesado como una manta de lana, me dijo:

—¿Oyes ese canto, cachorro?

—No oigo más que un cuervo, en la copa de aquel árbol.

—¿Sólo un cuervo, eh? Escúchale.

Lo hice y oí un «¡Cuac! ¡Cuac! ¡Cruac-ac-aac!», que me sonó algo más deliberado que el graznido corriente de cuervo, pero nada más.

—Está lanzando el graznido particular que anuncia tormenta —dijo Wyrd—. Aprende a reconocerlo. Pero ahora mira atento a ver si encontramos dónde guarecernos, que no me apetece que nos sorprenda la tormenta en campo abierto.

Encontramos un cobijo poco antes de estallar la tormenta, entre oscuros nubarrones y deslumbrantes relámpagos con fuertes truenos y un recio aguacero. Era un fenómeno que, no por natural, dejaba de ser pavoroso. Sin embargo, transcurrido un rato, de pronto, la cueva se vio invadida por un fantasmagórico resplandor azulado, un resplandor constante y no intermitente; miramos afuera y vimos que todos los árboles estaban silueteados por un fuego azulado que chisporroteaba a lo largo de las ramas hacia las puntas.

— em¡Iésus! —exclamé, poniéndome en pie de un salto—. ¡Salvemos los caballos, que están atados a un árbol!

—Tranquilo, cachorro —dijo Wyrd, sentado sin inmutarse — Son los fuegos de Géminis. Un signo propicio.

—¿Un signo propicio?

—Mira bien. Ese fuego no consume ninguna hoja. Es de luz, no de calor. Los divinos gemelos Castor y Pólux son muy queridos por los marineros que ven sus fuegos durante un temporal, porque significan que la tempestad y el oleaje van a amainar. Fíjate como la tormenta va disminuyendo conforme se apaga el fuego azul frío de Géminis.

Aquel otoño, una vez en que estaba persiguiendo una gama para obligarla a ir hacia donde estaba Wyrd, preparado con su arco, me di un fuerte golpe contra un árbol, y, de no haber ido bien sujeto con los pies en la cincha de emVelox, habría caído a tierra; pero únicamente me hice una magulladura en la cadera, aunque lo que sí se malparo fue mi estupenda cantimplora de estaño y cuero, que quedó casi doblada por el centro. Me desconsoló profundamente haber estropeado aquel obsequio tan valioso y útil, pero Wyrd me dijo:

—No te apenes tanto, cachorro. Mientras yo despellejo y despiezo la gama, ve a recoger entre la maleza todas las semillas que encuentres.

Cuando regresé con la faldilla de la túnica cargada, me dijo:

—Mete en la cantimplora cuantas puedas. Toma —añadió, dándome la suya—, llénala con agua de ésta, tápala bien y déjala. Ah, estas tripas son para tu águila. Luego, asas la carne en su jugo al fuego, dándole vueltas. Yo voy a descansar, que falta me hace. Despiértame cuando esté la comida. La carne de la cervata, bien asada en su propia piel grasienta, desprendía un aroma en aquel fuego de laurel que había hecho Wyrd, que me distrajo de seguir pensando en la cantimplora; pero mientras comíamos y nos rechupábamos los dedos, al oír un estallido en donde teníamos las mantas, fui a mirar y vi que la cantimplora había recuperado su forma y que, salvo una raspadura en el cuero, estaba como nueva.

—Las semillas, los granos, las alubias y todo eso —dijo Wyrd— se hinchan con el agua y ejercen una presión tremenda. Ahora, vacíala antes de que se dispare el corcho y lo pierdas entre la maleza, o que se raje el metal.

Naturalmente, no todo lo que hablábamos Wyrd y yo eran cosas que él me enseñaba ni sutilezas mías, como él decía. Muchas veces conversábamos de asuntos más insustanciales. Recuerdo que en cierta ocasión me preguntó como quien no quiere la cosa cómo es que tenía por nombre una letra en vez de un nombre completo. Yo le dije que al recogerme los monjes de San Damián, vieron que era la letra que tenían marcada los pañales.

—Supongo que será la inicial de Teodato, Teudis o algo asi —dije, sin mencionar ningún nombre femenino con la misma letra inicial.

—Es más probable que sea de Teodorico —añadió él—.

Es el nombre más corriente que se ponía a los niños nacidos en el Oeste en aquella época, porque Teodorico Amalo, rey de los visigodos, acababa de morir heroicamente en los campos Cataláunicos frente a los hunos, y le sucedió su hijo, llamado también Teodorico, que reinó prudentemente y con gran acierto y fue muy admirado.

No dije nada. Había oído hablar de aquellos dos Teodoricos, pero dudaba mucho que mi madre hubiese puesto a su retoño emmannamavi el nombre de un rey.

—Actualmente, hay en algún lugar del Este —continuó \Vyrd— otro Teodorico —Teodorico Estrabón— un reyezuelo de una facción de los ostrogodos, pero como su sobrenombre es bizco, no creo yo que haya padres que le pongan ese nombre a sus hijos. Hay también otro Teodorico, un muchacho que tendrá tu edad, cachorro, Teodorico Amalo, cuyo padre, tío, abuelo, y probablemente todos sus antepasados, han sido reyes de los ostrogodos.

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