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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (30 page)

Constantia no es una ciudad de la importancia de Vesontio ni está en lo alto; tampoco tiene catedral, y su única vista es el melancólico Brigantinus. Pero en lo demás sí se parece a Vesontio: tiene el dique con paseo y es una encrucijada importante para viajeros y comerciantes; la mayoría de sus habitantes son descendientes de los emhelvetii, gentes antaño nómadas y guerreras, que ahora viven prósperamente en paz, atendiendo a las necesidades de los nómadas actuales, es decir, mercaderes, transportistas, negociantes, misioneros y hasta ejércitos de otras naciones que van de camino a otras regiones a hacer la guerra; se dice que los emhelvetii ganan más de la guerra con su neutralidad que los vencedores de la misma. Como Constantia se halla en la confluencia de tantas calzadas romanas, hay muchos menos helvéticos que extranjeros de paso, procedentes de todas las provincias y rincones del imperio; pero sus habitantes han aprendido a hablar multitud de lenguas extranjeras y todos los edificios que no son establecimientos de venta, compra, comercio o almacenaje, son un emhospitium o un emdeversorium para alojamiento de viajeros o termas y baños, tabernas o emcaupona y lupanares. No pude saber dónde dormían, comían, se bañaban y copulaban los propios emhelvetii cuando no estaban ocupados, y le pregunté a Wyrd si realmente lo hacían.

— emJa, en la intimidad; siempre en la intimidad. La mayor parte del tiempo lo pasan admitiendo en público que algunas cosas las hacen en privado. Pero hasta en copular son tan económicos como en lo demás y lo hacen sólo cuando anochece, a oscuras, bajo las sábanas y siempre en la misma posición. Y, aparte de ser buenos ciudadanos romanos, son buenos cristianos católicos, así que sólo copulan para reproducirse, no por placer; y toda mujer decente no lo hace más que con la camisa puesta. —¿Ah, sí?

¿Por qué?

—Como no soy helvético, cristiano, ni una mujer decente, no lo sé —contestó Wyrd con sorna—. Vamos, cachorro, que nos hemos ganado el derecho a divertirnos un poco. Conozco un emdeversorium confortable en el que alquilaremos una habitación para cada uno; y en cuanto descarguemos y metamos los caballos en el establo, iremos a los mejores baños de Constantia. Y de allí, a una taberna que nunca me ha decepcionado.

El emdeversorium estaba muy bien atendido y limpio. Además de tener habitaciones individuales, el alojamiento estaba totalmente separado del almacén en donde dejamos las pieles. Tuve otra vez una cama con patas y en el cuarto había un armario y un arca para mis pertenencias y de un retrete cerrado para mí

solo; el establo estaba tan limpio como las habitaciones y en todas las casillas de los caballos había una cabrita para que el animal no se aburriera.

—Cachorro, en los bosques éramos cazadores —dijo Wyrd cuando salimos de las termas después de un largo y agradable baño—, pero ahora somos mercaderes. La taberna adonde voy a llevarte la frecuentan muchos mercaderes itinerantes.

Allí también estuvimos bastante tiempo, degustando buenos platos de pescado blanco asado del lago Brigantinus, con sus respectivos cuernos de fuerte Staineins, mientras veíamos entrar y salir a otros muchos mercaderes; Wyrd me dijo de donde procedían algunos, cosa de la que yo habría sido incapaz. Sí

reconocí a algunos nativos de naciones germánicas y vi que había burgundios, francos, vándalos, gépidos y suevos, pese a que vestían y hablaban muy parecido; también noté que tres que estaban sentados juntos eran judíos, así como varios sirios de mirada furtiva, que estaban sentados lo más alejados posible unos de otros, pero había muchos que no sabía de dónde eran.

—Creo que ese de ropas bastas y rústicas, que está pidiendo de comer —dijo Wyrd—, debe ser de una tribu germánica que se llaman emrugii y viven en la costa del Ámbar al norte del golfo wéndico. Si es así, es mucho más rico de lo que aparenta, pues será mercader del valioso ámbar. En la mesa que tenemos detrás, ese grandote de pelo amarillo es uno de nuestros primos godos, un ostrogodo de Moesia, me parece, y…

—¿Cómo —inquirí sorprendido—, un godo mercader?

—¿Por qué no? También los pueblos guerreros tienen que ganarse la vida en tiempos de paz. Y la venta suele traer mejor cuenta que el pillaje.

—¿Pero qué venden? ¿Lo que saquean a otros pueblos?

—No necesariamente. Por los senos arrancados de santa Ágata, cachorro, ¿es que crees que los godos han de ir cubiertos de pieles manchadas de sangre y con un cinturón lleno de cabezas de doncella?

—Bueno… es que a los godos sólo los conozco por su fama. He leído los historiadores romanos y todos dicen que a los godos les encanta holgazanear, pero odian la paz. Y Tácito dice que desprecian ganar honestamente con el trabajo las cosas que pueden obtener derramando sangre ajena.

—Humm. Las características calumnias romanas a quienes no son romanos. Y, sin embargo, ningún romano admitirá jamás que ellos aprendieron de los godos a lavarse mejor con jabón y no con aceite. O

que les han enseñado el cultivo del lúpulo. Modestas contribuciones, si quieres, a la civilización —añadió

Wyrd, encogiéndose de hombros—, pero contribuciones en cualquier caso.

Miré con nuevo interés a aquel fornido mercader de pelo amarillo.

—Por lo que a mercancías atañe —prosiguió Wyrd—, los armeros godos forjan las llamadas hojas serpentinas, con las que se hacen las mejores espadas y puñales; no suelen venderlas fácilmente, pero se las cobran regiamente cuando lo hacen. Y los orfebres godos son famosos por su habilidad haciendo filigranas artísticas, esmaltes y piezas con incrustación de oro y plata. Todos artículos de mucha demanda y elevado precio.

—Lo de los armeros lo sabía, pero ignoraba que entre los godos hubiese orfebres.

—Cuesta creerlo, ¿no? —dijo Wyrd riendo—, cuando todo el mundo repite que los godos son bestias inhumanas. Pues mira, dudo mucho que encuentres, ni siquiera entre los orfebres godos más refinados, a alguien afeminado, pero sentido artístico, ya lo creo que lo tienen. Sí, tanto como la tendencia guerrera y la ferocidad.

En los días que siguieron, anduvimos por Constantia, regateando de un comprador a otro para conseguir el mejor precio posible por las pieles y el emcastoreum. Como yo era aún un lego en cuanto a calidad y valor de la mercancía, y más inexperto aún en tratar con compradores veteranos, de nada le servía a Wyrd en las transacciones. Así que me dediqué a deambular por la ciudad para conocerla. En seguida me percaté, por lo que oía en los lugares públicos, que la gente andaba algo alborotada. Ni en los baños, las tabernas o el emdeversorium habíamos oído otra cosa que no fuesen las habituales cuitas de los hospedados o de los viajeros de paso, pero a los ciudadanos helvéticos se les veía excitados —o lo más excitados, al menos, que puede esperarse de los imperturbables helvéticos— por el asunto de la elección de un nuevo sacerdote para la basílica de San Beatus, pues había muerto recientemente el anciano prelado (de un exceso de libación de cerveza, se decía). Efectivamente, el asunto de la elección era algo que aparecía de sumo interés entre la ciudadanía, y yo, como de costumbre, quise satisfacer mi curiosidad; así, siempre que me tropezaba con gente que hablaba de ello en un idioma que entendiera, me acercaba a escuchar.

—Yo votaré por Tigurinex —decía un individuo en un grupo de hombres de mediana edad, todos ellos con aspecto de pudientes y bien nutridos, que hablaban latín—. Hace tiempo que Caius Tigurinex ansia ser algo más noble aún que un simple mercader próspero y tacaño.

—Es una buena elección —dijo otro—. Tigurinex tiene más tiendas y almacenes, emplea a más villanos y compra más esclavos, que ningún otro propietario de Constantia.

—Del otro lado del lago ha llegado el rumor —añadió un tercero— de que en Brigantium hará

pronto falta otro sacerdote. ¿Y si ellos piensan también en Tigurinex?

—Pues por insignificante que sea esa ciudad —comentó otro—, es casi seguro que Tigurinex trasladará todas sus propiedades allí si le ofrecen la prelatura. ¡Por Cristo que sería capaz de trasladarlas a las simas del Averno!

— em¡Eheu! ¡Hay que procurar que se quede aquí!

—¡Hay que ofrecerle la estola!

Por ello, la curiosidad me impulsó a ir a la basílica de San Beatus para ver cómo hacían sacerdote a aquel Tigurinex. Al igual que los que había yo oído hablar, era un hombre de mediana edad, vientre generoso y casi calvo, por lo que no necesitaría tonsura. Tampoco tenía barba y creo que hasta se había puesto polvos en la cara para disimular una tez tan aceitosa como la de un sirio. Sin el menor balbuceo ni gesto alguno de indecisión, anunció con voz firme que aceptaba el nombramiento, como si de siempre hubiese merecido el honor y lo hubiese estado esperando con impaciencia. No obstante, Tigurinex no había condescendido aquel día a vestir hábito y cogolla; iba ataviado como de costumbre, fuese o no sacerdote, con unas ropas producto del sudor de otros, una vestimenta fastuosa y vanamente ostentosa; hasta para sus colegas y amigos mercaderes, debió resultar ofensivo ver la simple y blanca estola sobre aquellas prendas tan caras y suntuarias.

—Y para mi nombre de prelado —dijo al final de su parlamento— he elegido el de Tiburnius; a partir de ahora seré vuestro firme y afectuoso padre, vuestro Tata Tiburnius. No obstante, tal como lo exige la tradición, preguntaré si hay alguien entre los aquí congregados que impugne mis méritos para el cargo.

La iglesia estaba llena hasta las puertas, pero nadie hizo la menor objeción. Era natural, pues todos eran emhelvetii con gran sentido práctico, dedicados todos al comercio, y el que habían elegido, con una palabra o un solo gesto, habría podido hundir para siempre el negocio de cualquiera de sus feligreses. Sin embargo, para mi sorpresa, se alzó una voz. Y para mayor sorpresa, no una voz con acento helvético, pues era Wyrd quien hablaba. Sabía yo que a él poco le podía importar que la basílica de San Beatus tuviera por prelado a Tigurinex o al mismísimo Satán; quizá estuviese borracho y simplemente quería dar la tabarra. El caso es que interpeló con voz sonora al que estaba en el altar.

—Querido padre, amado Tata Tiburnius, ¿cómo concilias tus principios cristianos con el hecho de que esta ciudad deba la mayor parte de su prosperidad a la guerra permanente entre las diversas facciones del imperio? ¿Predicarás contra eso?

—¡No! —espetó Tiburnius sin vacilar, dirigiendo una furiosa mirada hacia donde estaba Wyrd—. El cristianismo no prohibe hacer la guerra si es una guerra justa. Como toda guerra concluye con la paz, y como la paz es una bendición divina, podemos decir que toda guerra es justa. Fue la única objeción que le hicieron a Tiburnius, y Wyrd no quiso romper ninguna lanza más, así

que el nuevo prelado siguió diciendo:

—Antes de despedirme de vosotros, hijos e hijas, os ruego que escuchéis un párrafo de las epístolas de san Pablo.

Había entresacado astutamente del epistolario del santo párrafos para complacer a los colegas comerciantes de su feligresía… para intimidar a los villanos, trabajadores, braceros y esclavos que hubiera presentes y para complacer a algún noble del lugar o forastero que hubiera asistido al acto.

—Dice san Pablo así: «Que todo hombre permanezca en la profesión para la que ha sido llamado. El que sea siervo bajo el yugo, que considere a su amo digno de todo honor y que no blasfeme del nombre del Señor y de su doctrina. Que toda alma acceda al puesto alto a que Dios la haya destinado. A todo hombre, pues, lo que merece. Tributo a quien le corresponda, derecho a quien lo detente, honor al que se le deba.» Eso dice el santo apóstol.

Yo ya me abría paso entre la muchedumbre extasiada para llegar de los primeros a la puerta, y pensaba que Constantia había obtenido no sólo el prelado que quería, sino el que se merecía, cuando Tiburnius llegaba al final de su plática:

—San Agustín habla de lo mismo en su homilía. Esto escribió el santo: «Eres tú, Madre Iglesia, quien hace que las esposas se subordinen al marido y que el marido prevalezca sobre la esposa; quien enseña al esclavo a ser leal al amo; quien enseña a los reyes a gobernar en beneficio de su pueblo, y eres tú quien aconseja a los pueblos a ser obedientes a sus reyes…»

En mi precipitación, tropecé en la puerta con un joven que también parecía tener ganas de salir, y ambos nos apartamos, musitando excusas y, al hacer gesto de ceder el paso, lo dimos al mismo tiempo, volviendo a tropezar, nos reímos y salimos los dos juntos.

Así fue como conocí a Gudinando.

CAPITULO 3

Aunque Gudinando era tres o cuatro años mayor que yo, nos hicimos amigos y lo fuimos durante el resto de aquel verano. Supe que por toda familia tenía a su madre inválida y que trabajaba para mantenerla, pero siempre que tenía tiempo después del trabajo y todos los domingos, estábamos casi constantemente juntos. Solíamos divertirnos con travesuras juveniles (aunque yo pensaba que, a su edad, él habría debido considerarlas poco dignas), robando fruta del carro de los vendedores y echando a correr, atando una cuerda o un bramante a un poste en una calle y escondiéndonos para, cuando pasaba algún hombre de aspecto ostentoso, tropezase y cayese grotescamente, y cosas por el estilo. También nos dedicábamos a cosas menos picarescas y hacíamos carreras, campeonatos que consistían en trepar a los árboles, luchábamos, y Gudinando conseguía de vez en cuando un emtomus y salíamos a pescar al lago. Mientras Wyrd estuvo en Constantia vendiendo las pieles —y ganando un buen dinero, del que me daba lo suficiente para mis pequeños gastos (el resto de mi parte se lo quedaba para que no lo gastase)—

vio en dos ocasiones al joven y le pareció bien que hubiese hecho amistad con él. Por otra parte, después de presentárselo a Gudinando, éste me dijo:

—Es muy viejo para ser tu padre. ¿No será tu abuelo?

—No somos parientes —contesté—. Soy su pupilo —añadí en seguida, mintiendo, por temor a disminuir en la estima del joven, diciéndole que era su aprendiz en lugar de un supuesto vastago de una familia noble.

Gudinando debió preguntarse qué hacía un retoño noble bajo la tutoría de un viejo astuto cazador, pero no me dijo nada más.

Cuando Wyrd hubo terminado las transacciones en Constantia, como no había más caza hasta el otoño, pasó el verano paseando a caballo por la orilla del lago, visitando a antiguos compañeros del ejército en el fuerte de Arbor Félix, en Brigantium y en la guarnición de la isla de Castrum Tiberii; a mí

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