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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (25 page)

em«¡Vakh!», sin que se fijasen en mi emjuika-bloth. Becga, como de costumbre, no dijo nada, pero las dos veces hizo una mueca de asco ante el mal olor que despedían los hunos. Como el pequeño carismático no había dicho una sola palabra y vi que no salía de aquella apatía aunque ahora mostraba su repugnancia hacia los hunos, temí que aprovechase la ocasión para intentar escaparse y no le soltaba del brazo. La luz en el claro detrás de la choza se hizo mucho más roja y oí el crepitar de maleza ardiendo; inmediatamente, acallaron el ruido repetidos gritos de em«¡Vakh!» en distintas voces y pasos a la carrera. La guardiana del interior dejó el brasero y se acercó a levantar la piel de la puerta para mirar. por encima de su hombro veía yo el revuelo de la gente corriendo de un lado a otro y, sobre las cabezas, el techo de una choza en llamas. Comencé cautelosamente, pero con toda rapidez, a cortar las correas que unían las estacas de una pared y a separarlas conforme quedaban sueltas.

Tardé un momento en abrir brecha para introducirme en la choza, arrastrando a Becga conmigo, pero a él se le enganchó la ropa en una astilla y quedamos atascados; pese al alboroto de afuera, la mujer oyó el ruido que hicimos y se volvió, dejando caer la piel de la puerta y quedándose con la boca abierta. Como me hallaba demasiado lejos para utilizar mi espada, murmuré em«¡Sláit!» y el águila se lanzó contra ella.

El ave se mostraba tan sorprendida y aturdida como ella, pues nunca le había ordenado «matar» a un ser humano, salvo al hermano Pedro, y en aquella ocasión yo había recurrido a la argucia de hacerle creer que era otra cosa. Así, aunque el emjuika-bloth voló obedientemente hacia la mujer, no intentó picar ni clavar sus espolones, pero su aleteo sobre el rostro de la guardiana logró que ésta intentara esquivarla violentamente sin preocuparse de pedir socorro, lo que me permitió acabar de entrar en la choza, desenvainar la espada y cortar el cuello a la huna, quien cayó profiriendo un grito ahogado entre chorros de sangre.

Entretanto, la cautiva y el niño se habían despertado y gemían atemorizados, desembarazándose de las fétidas pieles con que se abrigaban. Sin duda, ver otras personas con la cara embadurnada les aterrorizaba más de lo que ya estaban. Yo me arrodillé junto a la mujer y la tapé la boca con la mano, mientras Bacga hacía lo propio con el niño.

— emClarissima Placidia, somos amigos que venimos a ayudarte —musité, mientras ella arañaba inútilmente mi mano con la suya mutilada—. No hagas ruido. Si quieres que te salvemos has de hacer lo que te diga. Díselo a tu hijo.

Debió darle confianza que le hablase en latín, pues asintió con la cabeza; yo aparté la mano de su boca y ella se lo explicó al pequeño Calidius. Ahora veía que la dama Placidia vestía únicamente una camisa casi transparente, abultada por su hinchado vientre, del que destacaba la protuberancia del ombligo; su largo cabello era una greña enmarañada de nudos y enredos y, aunque estaba ojerosa, aún se veía un cierto brillo en su mirada. Me volví hacia su hijo, y, a la tenue luz del brasero, vi que se le podía confundir fácilmente con Becga y viceversa; era exactamente de igual estatura y delgadez, con el mismo color de pelo y de tez y vestido con una ropa muy parecida a la que el carismático llevaba bajo el rudo atuendo para andar por el bosque.

—Becga, quítate la capa y las botas —le dije—. Dama Placidia —añadí, dirigiéndome a la romana—, ayuda a tu hijo a ponérselas; de prisa.

Nos vimos entregados a una febril actividad, pues, mientras los niños se cambiaban, yo —con el agua del jarro que había en la choza— me puse a lavarle la cara al eunuco y a manchársela en lo posible al pequeño romano.

—Ahora, señora… —comencé a decir, pero en aquel momento el alboroto de afuera aumentó

considerablemente, cambiando de tono.

Al crepitar del fuego y a los gritos se unía un estruendo sordo de cascos de caballos. Me arrimé a la puerta, pasando por encima del cadáver de la mujer —en el que mi emjuika-bloth se daba tranquilamente una panzada en la herida del cuello— y aparté el cuero de la entrada un poco para ver lo que sucedía. Los piojosos caballos de los hunos andaban sueltos por el claro; era evidente que Wyrd los había soltado, espantándolos hacia las chozas y tiendas y, en medio de la confusión, aturdidos y asustados por las llamas, los animales corrían despavoridos de un lado para otro sin dejarse atrapar por sus no menos enloquecidos amos.

—Más confusión; estupendo —musité, agachándome a coger una de las pieles para protegerme las manos y asir el brasero para acercarlo al techo de la choza, cuya broza comenzó inmediatamente a arder—. Señora Placidia, en cuanto esté ardiendo todo el techo, abrazaos a vuestro hijo —no el auténtico, sino este niño— y corred hacia el claro como si huyeseis del fuego.

—Pero… —comenzó a replicar ella, callando al instante al darse cuenta de nuestro plan. Cerró los ojos y tragó saliva un par de veces, y noté que un temblor agitaba su cuerpo casi desnudo—. Cuida bien a Calidius —añadió, abriendo los ojos y mirándome valerosamente a la cara.

—Lo haré, señora. Salid ya —contesté yo, pues ya el techo comenzaba a arder furiosamente y todos estábamos agachados.

Ella no se detuvo más que un instante para abrazar y besar a su hijo, pasó un brazo por los hombros del carismático, hizo otra pausa para agacharse y besarle, saltó por encima de la muerta, alzó la piel de la entrada y salió de la choza. Como la piel ondeó varias veces después de que salieron, vi que uno de los de fuera dejó de perseguir a los caballos para apresar en seguida a la romana y al carismático.

— emJuika-bloth —musité, y el ave abandonó su festín no muy disconforme, pues ya comenzaban a caer chispas y ascuas del techo. Así, le cogí la mano a Calidius y le hice pasar por la brecha de detrás de la choza. Como me imaginaba, no había hunos paseando por allí, pero ya comenzaba a amanecer y como las dos chozas ardiendo iluminaban mucho el claro, temí que nos viesen si trepábamos por la cuesta de la hondonada. Lo que hice fue sujetar bien al niño, escondiéndome detrás del grueso tronco de un árbol para observar lo que sucedía mientras aguardábamos la llegada de Wyrd para ver qué hacíamos. El alboroto en el claro se convirtió de pronto en auténtico caos; los hunos, que habían atrapado algunos caballos, volvieron a soltarlos y aquello recrudeció la algarabía de personas y animales que corrían de nuevo de un modo enloquecido, pues acababa de llegar al campamento otro jinete que manejaba con energía y eficacia un hacha de guerra. Había ya aniquilado a dos hunos, cuando advertí que no se trataba de Wyrd.

Era el emoptio Fabius, naturalmente, pero no montaba el corcel bayo con el que había salido de Basilea, sino mi emVelox negro, sin duda porque el animal llevaba almohadón en la grupa y el romano esperaba acomodar en él a su esposa e hijo. Nos había seguido contra lo previsto, y si Wyrd no hubiese eliminado a los centinelas de los alrededores del campamento, le habrían matado sin darle posibilidad de irrumpir de aquel modo. Ahora, pese a todas las maniobras de distracción de Wyrd y al factor sorpresa de su aparición, tenía todas las de perder.

Impaciente, impetuoso y loco lo era, desde luego, pero hay que reconocer que no le faltaba valor; le perdí varias veces de vista por las enérgicas galopadas, pero pude ver que mataba a otros dos hunos por lo menos, antes de que algo detuviera su furiosa hacha. El huno que sujetaba a los dos cautivos tiró a Becga al suelo, le puso un pie encima y, con el brazo libre, desenvainó la espada y apoyó la hoja en la garganta de Placidia, al tiempo que la tiraba del pelo para que alzase la cabeza. La escena quedaba bien iluminada por el resplandor de la choza que había prendido yo, de modo que pudo verlo claramente Fabius, quien en el acto frenó a emVelox con tal fuerza que el animal se alzó sobre las patas traseras. Nunca se sabrá lo que habría hecho el emoptio a continuación, pues, viéndole perder el equilibrio, incapaz de esgrimir el hacha para defenderse, los hunos se le echaron encima. No tuvieron que echar mano de las armas porque le excedían en número y le tumbaron en el suelo, mientras emVelox se alejaba trotando. Una vez que Fabius estuvo en tierra debatiéndose entre un montón de hunos, el que sujetaba a Placidia apartó la hoja de su garganta, pero sólo para dirigirla hacia atrás con fuerte impulso y, sin soltarla del pelo, le propinó un tajo tan fuerte que parecía que estuviese cortando un árbol. Le cercenó

limpiamente la cabeza. Debió ser mi naturaleza femenina lo que me impulsó a taparle los ojos al pequeño Calidius y a mantener la mano sobre ellos en los minutos que siguieron.

La cabeza colgando por el pelo de la mano del huno no chorreó más que un poco de sangre y otros humores, mientras los ojos parpadeaban varias veces antes de quedar entornados, pero el cuerpo antes de derrumbarse lanzó por el cuello un enorme borbotón de sangre y brazos y piernas se agitaron en tan terribles convulsiones, que la sutil camisa que vestía dejó al descubierto sus partes pudendas y a la vista no sólo de los salvajes hunos, sino del propio Fabius. Ahora ya estaba inmovilizado boca abajo en tierra, con dos o tres hunos asiéndole por las extremidades y otro agarrándole de los pelos para obligarle a contemplar a su esposa decapitada. A continuación, otro huno hizo algo aún más repugnante: le desgarró

la parte trasera de la túnica, dejándole el culo al aire, y él se alzó la astrosa túnica, destapando su miembro viril erecto y se echó sobre el indefenso Fabius para introducírselo en el recto. Pero a Fabius todavía le restaban fuerzas y se debatió y retorció lo bastante para impedir el estupro. Finalmente, frustrado por no poder consumarlo, el huno se puso en pie, exclamó em«¡Vakh!» y dijo algo a sus compañeros, quienes, sujetando con fuerza al romano por brazos y piernas, le dieron la vuelta tumbándole de espaldas y el que le sujetaba la cabeza se la volvió para que mirase el cadáver de su esposa. Esta vez, su mirada fue tan pavorosa, que yo aparté la vista de él para mirar lo que había causado tal horror.

El huno que había decapitado a Placidia se alejaba con Becga bajo el brazo como si fuera un saco; había tirado la cabeza de la romana y ésta parecía mirar su propio cuerpo con los ojos medio cerrados; ya no se agitaba el cadáver por efecto de aquellas horrendas sacudidas, ahora las extremidades sufrían unas leves convulsiones como las de un caballo que se sacude las moscas. Pero las piernas se iban abriendo poco a poco y el hinchado abdomen comenzaba a desinflarse y a arrugarse, como una vejiga llena de aire pinchada por una astilla y, por entre las convulsas piernas, brotaban unos líquidos viscosos hasta que, despacio, muy despacio, comenzó a surgir una masa informe y pegajosa, como una pulpa rojo oscuro y azulada, que, una vez en tierra, palpitó y lanzó un vagido —sólo un breve y débil vagido, pero audible desde donde yo me encontraba— para, a continuación, quedar inmóvil y callado, reluciente al resplandor del fuego.

Un alarido agónico de Fabius respondió a aquel vagido. No sé si gritó por lo que acababa de ver o por lo que le hicieron, pues el lujurioso huno que había intentado violarle, ahora había cogido un cuchillo y, cuidadosamente, casi con primor, hacía una corta incisión justo por encima del vello púbico del emoptio. A continuación, enfundó el puñal, se echó sobre el cuerpo inmovilizado del romano e introdujo su

emfascinum en aquella raja y comenzó a fornicarle como si se tratase de una mujer. Fabius ya no volvió a gritar ni a debatirse; únicamente vi que dirigía una mirada perdida hacia los restos de su esposa y del segundo hijo.

Luego, casi lancé un grito al sentir por segunda vez aquella noche una mano que, por detrás, me agarraba del hombro. Pero era Wyrd, con aspecto de estar agotado y muy apenado, a la vista de la horrible escena.

—Plutón saldría del infierno por ver una cosa semejante —dijo, haciéndonos gesto de que le siguiéramos.

Nos condujo cautelosamente agachados hacia un extremo del claro en que había dejado dos caballos atados a un árbol. Uno era mi emVelox y el otro un ejemplar de raza emZhmud de los hunos, con una silla y riendas aun más decrépitas que él.

—Hemos de escabullimos con sigilo —me musitó—, pero en cuanto estemos lo bastante lejos arrancaremos al galope y creo que podremos escapar. Los hunos estarán tan entretenidos con Fabius, que pasará un buen rato antes de que se les ocurra siquiera pensar cómo sus centinelas le dejaron pasar. Izó al niño a la silla de emVelox, diciéndole:

—Calidius, has sido un romano muy valiente. Sigue siéndolo, no hables nada y pronto estarás en casa.

—¿Y mi padre y mi madre? —inquirió el niño, frunciendo el ceño, recordando lo que había visto antes de que yo le tapara los ojos—. ¿Vendrán también? —Más tarde o más temprano, todos vuelven a casa, chico. Ahora, a callar y disfruta del paseo a caballo.

Wyrd encabezó la marcha a paso rápido y sigiloso hacia el Oeste. Al principio, pensé que seguiríamos una ruta en círculo para despistar a nuestros posibles perseguidores, pero vi que continuábamos recto hacia el Oeste, y, finalmente, pregunté a Wyrd por qué no volvíamos a donde estaban las barcas.

—Porque ya no estarán allí —contestó con un gruñido—. O, en cualquier caso, no podemos confiar en que estén, puesto que no se ha quedado Fabius para mantener a raya a los tripulantes; así que vamos hacia el tramo ancho y de corriente lenta y poco profunda del Rhenus, que podremos vadear a caballo. Si logramos alcanzar la otra orilla sin que los hunos nos den alcance, no se atreverán a seguirnos hasta el territorio defendido por la guarnición romana.

Añadí al cabo de un rato:

—Fabius se ha portado como un loco, pero era valiente.

— emJa —dijo Wyrd con un suspiro—. No me sorprendió del todo que apareciese, y sólo pensé en que hubieras podido efectuar la sustitución de los niños antes de que desbaratara nuestros planes. Y, por Wotan emel Rápido, que lo hiciste, cachorro.

—Gracias a que la dama Placidia fue también valiente, de lo contrario no habría podido. ¿Cómo acabará Fabius?

—Los hunos seguirán haciéndole lo que viste —turnándose— hasta que se cansen, o hasta que se desangre y muera. Luego, mientras esté vivo y consciente, se lo entregarán a sus mujeres.

—¡No me digas que las mujeres harán igual con él…!

— emNe, ne. Su placer será hacerle morir, y sólo pueden hacerlo de una manera, pues, como los hombres no consienten que lleven puñal —probablemente por motivos de seguridad— recurrirán a trozos cortantes de vasijas de barro para irle hiriendo y destrozando hasta acabar con él. Y eso es muy largo. Fabius estará ansiando su propio final.

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