Estos son las supuestas «memorias» del godo Thorn, quien narra sus hazañas y aventuras desde su insólita iniciación sexual en dos monasterios, hasta un extraordinario viaje por toda Europa en compañía de Wyrd, un centurión romano convertido en cazador y trampero, que el enseña a sobrevivir en los bosques y su amistad con Teorico, rey de los ostrogodos, a quien sirvió como general y diplomático.
Sin embargo, es una novela que merece la pena leer. En primer lugar, porque está bien escrita, y convendrán conmigo en que ese es un fenómeno lo bastante extraño como para no perdérselo cuando ocurre. En segundo lugar, porque van a aprender un buen montón de cosas. Entre otras, que los estribos que llevaba el caballo de Russell Crowe en Gladiator no se habían inventado todavía. En tercer lugar, porque si tienen un sentido del humor cruel y despiadado como el mío, se van a reír como se han reído en mucho tiempo.
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GARY JENNINGS
HALCÓN
ePUB v1.0
GranOso01.04.12
Título original:
Raptor
© Gary Jennings,
© por la traducción, Francisco Martín,1992
© Editorial Planeta, S. A., 1998 Córcega, 273-279, 08008 Barcelona (España)
Primera edición en esta presentación: enero de 1998
Segunda edición: febrero de 1998
Depósito Legal: B. 9.338-1998 ISBN 84-08-02396
Impresión: Liberduplex, S. L. Encuademación: Eurobinder, S. A
Printed in Spain - Impreso en España
Nous revenons toujours
A Joyce
A nous premiers amours
A Monica que estás en el Cielo
Aunque el relato de Thorn comienza en el estilo tradicional de los godos —«¡Leed esas runas!»—, en realidad se redactó en su casi totalidad en fluido latín. Sólo de vez en cuando inserta Thorn un nombre, un vocablo o una frase «en el antiguo lenguaje» gótico o en otra lengua. El alfabeto romano de la época impide la transcripción de sonidos góticos como «kh», y Thorn los conserva en su forma original, que parcialmente derivaba de los viejos caracteres rúnicos. He optado por transcribir esas palabras según el alfabeto romano actual, de modo que el lector se haga una idea de la pronunciación original. He dividido el relato de Thorn —páginas y más páginas de hechos sin solución de continuidad y sin espaciar— en secciones y capítulos a mi buen criterio. Para facilitar la lectura he recurrido en ocasiones a la letra bastardilla para dar énfasis al texto, establecer párrafos y dotarlo de una cierta puntuación, recursos que en los manuscritos de la época se utilizan raras veces, si no de forma arbitraria. Me he tomado, además, una libertad digna de mención: en numerosos párrafos en que Thorn emplea el vocablo latino embarbarus o su equivalente gótico emgasts, lo he transcrito por «extranjero». En la época de Thorn, prácticamente todas las naciones, tribus y clanes denominaban «bárbaros» a los demás, pero el epíteto salvo cuando se empleaba como auténtico insulto— no poseía la connotación actual de bruto y salvaje; por eso he juzgado que «extranjero» define mejor el sentido que se le daba. En la época en que nació Thorn, siglo V de nuestra era, el mapa de Europa era un laberinto de fronteras cambiantes por efecto de la migraciones de pueblos enteros, guerras entre naciones y el ascenso o decadencia de las mismas. El lector debe tener presente que los godos —el pueblo más poderoso de los germanos— en aquel entonces lo constituían los visigodos de Europa occidental y los ostrogodos del Este. Del mismo modo, el imperio romano adoptaba una división similar, con dos mitades gobernadas por su respectivo emperador con capital en Roma y Constantinopla, respectivamente. No sabemos cuántos años tardaría Thorn en escribir su crónica, pero sí que la concluye en el año 526. Muchas ciudades y lugares mencionados en el relato existen con su nombre moderno, pero muchos otros, naturalmente, han desaparecido. Por tal motivo, y para mayor rigor, he optado por dejar los topónimos en su forma original, tal como el cronista los conoció. Para mayor comodidad del lector, en los mapas figura el emplazamiento y los nombres actuales de las localidades que aún existen. Por simple curiosidad, me decidí a localizar el primer lugar que Thorn menciona en el texto —el Circo de la Caverna— que, según Thorn, se situaba en el reino de los burgundios, entre Vesontio y Lugdunum (las actuales Besancon y Lyon), y, efectivamente, lo encontré en la región del Jura próxima a la frontera suiza. Asombroso que, después de quince siglos, subsistan el angosto y profundo valle, las cascadas, la cueva laberíntica, el pueblecito y las dos abadías, que apenas han cambiado la descripción que nos hace Thorn. Y lo más asombroso es que el lugar sigue llamándose, en francés, el Cirque de Baume.
Y sigue siendo el habitat del rapaz que tanto admiraba Thorn, el emjuika-bloth, que «combate por sangre», el águila denominada emaigle brunátre en otras regiones francesas y que los lugareños denominan en el Cirque de Baume emaigle Jean-Blanc, nombre que a mi modo de ver es una corrupción del gótico emjuika-bloth. Es un ave muy apreciada porque, como explica Thorn, se alimenta de reptiles, entre ellos la víbora. Consciente de la extraordinaria y paradójica naturaleza de Thorn, me interesó enterarme de que existe división de opiniones entre los habitantes del Cirque de Baume sobre cuál es el rapaz más despiadado, el águila macho o la hembra.
RAPAZ: Pájaro de presa, cual es el águila o el halcón, caracterizado por su apetito carnívoro, gran capacidad de vuelo y extrema agudeza visual.
WEBSTRS'S
MORTAL, no has sido tú quien decidió tu seguridad ni tu fortuna. Nunca te regocijes en exceso cuando te lleve a grandes victorias; nunca te conduelas cuando te lleve a triste adversidad. Recuerda, mortal, que si la fortuna perdura ya no es fortuna.
BOECIO (A.D. 524)
¡Leed esas runas! Fueron escritas por Thorn emel Mannamavi, y no son dictado de ningún maestro, sino sus propias palabras.
Escuchadme, vosotros que vivís, que habéis hallado estas páginas que escribí cuando, al igual que vosotros, yo vivía. Es la historia auténtica de una época pasada. Puede que estas páginas hayan estado acumulando polvo tanto tiempo que, en vida vuestra, las viejas épocas sólo se recuerden en las canciones de juglares. Pero, em¡aj!, todo juglar cambia las historias que canta, recortándolas o elaborándolas para cautivar mejor a la audiencia o halagar a su amo, su gobernante, su dios —o para difamar a los enemigos de su amo, su gobernante, su dios—, hasta que la verdad queda oscurecida por los velos de la falsedad, la mojigata adulación o el simple mito. Por tanto, para que se sepa la verdad de los acontecimientos de mi época, me dispongo a relatarlos sin poesía, parcialidad o temor a represalias. No obstante, es preferible que comience diciéndoos algo sobre mi persona, una verdad que pocos sabían, incluso entre mis coetáneos. Quienes leéis estas páginas, seáis hombres, mujeres o eunucos, debéis comprender que yo era completamente distinto a vosotros, pues, si no, mucho de lo que os relataré
os resultará incomprensible. Bien, he discurrido largo y tendido para explicar mi naturaleza peculiar —
para hallar el modo de que no os retraiga la repugnancia ni os haga reír el desdén—, pero la verdad no admite exquisiteces. Así, para haceros entender mi diferencia respecto a otros seres humanos, lo mejor que se me ocurre es explicaros cómo yo mismo llegué a advertirla.
Fue durante mi infancia en el gran valle circular llamado el Circo de la Caverna. Tendría quizá doce años y estaba haciendo mis faenas de pinche en la cocina de la abadía, en la que el encargado era el hermano Pedro, un burgundio, que en el siglo se llamaba Guillermo Robei; era de mediana edad, robusto, asmático y tan rubicundo que su tonsura blanca se habría fácilmente confundido con un solideo sobre sus grises cabellos. Como era un monje que se había incorporado hacía poco a la comunidad, era el último en la jerarquía de la abadía de San Damián Mártir y, por lo tanto, se encargaba de la cocina, dado que era la tarea que más desagradaba a los otros monjes. Sabía él que los hermanos no se aventurarían en la cocina mientras él estuviera guisando ni se arriesgarían a que les encomendase ninguna odiosa tarea relacionada con la cocina. Por eso Pedro se sentía tranquilo y sabía que no le sorprenderían ni interrumpirían cuando me alzó la camisa por detrás, acariciándome las nalgas desnudas y diciendo en el lenguaje antiguo con su acento burgundio:
— emAj, amiguito, qué trasero tan atractivo tienes. A decir verdad, también tienes una cara agradable cuando la llevas limpia.
A mí me sorprendió un tanto tal familiaridad al tocarme, pero más me ofendieron sus palabras. Por mis obligaciones en la cocina yo me ensuciaba con el hollín, la carbonilla y las cenizas, pero, de todos modos, en general —como iba con frecuencia a divertirme a las cascadas que había en las cercanías, con lo que era el único del valle que se desvestía del todo de una vez— yo estaba mucho más limpio que Pedro o cualquiera de los monjes, con excepción, quizá, del abad.
—En cualquier caso, esta parte de tu cuerpo está limpia —prosiguió Pedro, sin dejar de acariciarme las nalgas—. Ven, te voy a enseñar una cosa. Mi último muchacho, Terencio, aprendió mucho de mí. Mira esto, chico.
Me volví y vi que se había levantado la parte delantera de su hábito de harpillera. Lo que me enseñaba no era nada que yo no hubiese visto antes, porque la orina humana con seis meses de solera es el mejor abono para las vides y los frutales, y otra de mis tareas, dos veces al año, consistía en trasegar con cubos los meados de los dormitorios, por lo que había visto a los hermanos hacer aguas mientras trabajaba. Pero lo cierto es que no había visto el tubo urinario de ningún hombre tieso, hinchado y con un capullo rosáceo, como lo tenía Pedro en aquel momento. Tardaría un tiempo en enterarme de que el miembro viril en semejante estado se llama en latín emfascinum, de donde procede la palabra «fascinar». Luego, Pedro metió la mano en la vasija de manteca de ganso, musitando «Primero el santo crisma»
y se untó con ella, haciendo que el rígido miembro se pusiera rojo brillante como si ardiera por dentro. Asombrado y pensativo, dejé que Pedro tirase de mí hasta el gran tajo de roble en el que se cortaba la carne, en donde hizo que me doblara apoyado en el estómago.
—¿Qué haces, hermano? —dije, al ver que me subía la camisa hasta la cabeza y comenzaba a separarme las nalgas con las manos.
—Chist, muchacho; te voy a enseñar una nueva manera de hacer tus devociones. Haz como si estuvieses arrodillado en un reclinatorio.
No cesaba de remover las manos y una de ellas la introdujo entre las piernas, llevándose una gran sorpresa con lo que encontró.
—¡Ah, diablo!
Y pienso que con él debe estar. Ya hace mucho que murió, y, si el Dios en quien decía creer es justo, seguro que Pedro lleva todos estos años en el infierno.
—Ah, pequeño falsario —añadió con una risotada, acercándome la boca al oído—. ¡Qué afortunada sorpresa! Así no cometeré el pecado de sodomía —siguió diciendo, guiando con mano temblorosa su emfascinum hacia lo que había encontrado—. ¿Cómo es posible que ningún hermano haya sospechado la presencia en el convento de una emhermanita? ¡Tenía que ser yo, emjal ¡Dios santo, y aún tiene la membrana!