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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

Halcón (5 page)

—Para Dios todo es posible —me decía en gótico: em«Alíala áuk mahteigs ist fram Gutha», cuando le interrumpí.

—Si a Dios todo le es posible, hemano Metodio, y si Dios ha hecho todo para bien del hombre, ¿por qué ha hecho los chinches, emniu?

—Hummm, bueno, un filósofo señaló en cierta ocasión que Dios creó los chinches para evitar que durmiésemos demasiado —contestó él, encogiéndose de hombros—. O quizá Dios, en principio, previese los chinches únicamente para que atormentasen a los paganos y…

—¿Por qué —volví a interrumpirle— a los no creyentes se les llama paganos, hermano Metodio? El hermano Hilarión, que me enseña a hablar en latín, dice que, en realidad, la palabra empaganus significa campesino.

—Así es —contestaba el monje, con un suspiro—. A nuestra madre Iglesia le es más difícil expurgar las falsas creencias en el campo que en las ciudades, y por eso la vieja religión se ha mantenido más entre los campesinos. Por ello, la palabra «pagano», que significa rústico, ha venido a significar aquel que sigue enfangado en la ignorancia y la superstición. Los palurdos son quienes más frecuentemente son culpables de herejía y…

—El hermano Hilarión —interrumpí otra vez— dice que la palabra emhaeresis simplemente significa

«una elección».

— em¡Aj! —farfulló el monje, rechinando un poco los dientes—. Bueno, emahora significa una mala elección, créeme, y es una palabra emfea.

—Si Jesús viviese hoy día —interrumpí de nuevo—, ¿sería obispo, hermano Metodio?

—¿Nuestro Señor? —repitió Metodio persignándose—. em¡Ne, ne, ni allis! Jesús sería o, mejor dicho, es… algo infinitamente más grande que cualquier obispo. La piedra angular de nuestra fe, le llama el apóstol san Pablo —añadió el hermano Metodio, consultando la Biblia que tenía en el regazo—. emJa, aquí

lo dice, san Pablo se lo explica a los éfesos, hablando de la providencia divina, emAf apaústuleis jah empraúfeteis…

—¿Y cómo sabéis, hermano, lo que dijo san Pablo? Yo no he oído que el libro diga nada.

— em¡Aj, liufs Guth! —gruñó el monje, casi retorciéndose—. El libro no dice nada en voz alta, niño. Dice palabras con trazos de tinta. Y yo leo lo que dice. Lo que dijo san Pablo.

—Entonces, hermano Metodio —repliqué—, tenéis que enseñarme a leer para que pueda oír las palabras de san Pablo, los demás apóstoles, los santos y los profetas.

Y así comenzó mi educación seglar. El hermano Metodio, quizá por simple reacción de autodefensa, comenzó a enseñarme a leer en el antiguo lenguaje, y convencí al hermano Hilarión para que me enseñase a leer en latín. Hasta hoy, son las dos únicas lenguas que puedo enorgullecerme de dominar; de griego, sólo he aprendido lo bastante para poder mantener una conversación, y de otras lenguas no tengo más que conocimientos elementales. Pero, téngase en cuenta que nadie ha dominado jamás todas las lenguas, excepto la ninfa pagana Eco.

Mi maestro de latín, el hermano Hilarión, me enseñó a manejar la Biblia Vulgata que san Jerónimo había traducido de la de los Setenta en griego; el latín de san Jerónimo era bastante comprensible, incluso para un principiante. Pero la lectura del gótico era más difícil porque el hermano Metodio utilizaba la

Biblia traducida al antiguo lenguaje por el obispo Wulfila, y antes de la época de ese prelado los godos no conocían ningún lenguaje escrito con excepción de las arcaicas runas, por lo que Wulfila, al no considerarlas adecuadas para transcribir las Sagradas Escrituras, inventó un nuevo alfabeto para el idioma gótico —tomando algunas letras del emfuthark gótico, otras del griego y otras del latín—, un alfabeto que desde entonces han empleado casi todos los pueblos germánicos.

En cuanto comencé a dominar el arte de la lectura, encontré en el emscriptorium de la abadía libros más fáciles y más interesantes —el emBiuhtjos jah Anabusteis af Gutam, que era una compilación de «leyes y costumbres de los godos» y el emSaggwasteis af Gut Thiudam, una colección de numerosas «Canciones épicas de los pueblos godos», así como muchos otros en gótico y latín relativos a mis antepasados y compatriotas, como el emDe Origine Actibusque Getarum, de Ablabio, que era una historia de los godos desde sus primeros contactos con el imperio romano.

Digo «eran», hablando de estas obras, porque tengo motivos para sospechar que yo y otros de mi generación hemos sido los últimos que las hemos leído, pues, ya cuando yo los consultaba, hacía tiempo que la Iglesia fruncía severamente el ceño ante cualquier libro escrito por un godo, o a propósito de ellos, o ante las obras escritas en el antiguo lenguaje, fuesen en caracteres rúnicos o con el alfabeto más moderno inventado por Wulfila.

La reprobación de la Iglesia se basaba, naturalmente, en el hecho de que ostrogodos y visigodos profesaban la abominable religión arriana; durante años, los clérigos de la Iglesia católica habían predicado fervientemente contra aquellas obras y, aún con mayor saña, las habían proscrito, quemado y hecho desaparecer. Creo que cuando yo muera apenas quedará algún fragmento escrito de la historia y los ancestros góticos, y la simple palabra «godo» no será más que un gentilicio entre tantos de los innumerables pueblos extinguidos y perdidos en el recuerdo.

Don Clemente era tan resueltamente opuesto al arrianismo como cualquier clérigo católico que se precie, pero poseía una cualidad poco frecuente entre los eclesiásticos: un amoroso respeto por la santidad intrínseca de los libros. Por eso permitía que en la biblioteca de San Damián hubiese obras sobre los visigodos y los ostrogodos. Durante los años en que había sido profesor en el seminario, había adquirido una estupenda biblioteca personal y a la abadía se había traído un carro lleno de códices y pergaminos, sin que desde entonces cejase en adquirir más obras, al extremo de dotarnos de una biblioteca que habría admirado cualquier coleccionista pudiente.

Naturalmente, la instrucción religiosa y la formación seglar de un novicio como yo se restringía necesariamente al estudio de textos piadosos a los que la Madre Iglesia no hacía objeciones. Don Clemente jamás me prohibió abrir ningún libro que yo pudiera descubrir en el emscriptorium, y, así, mientras obedientemente leía los escritos latinos de los Padres de la Iglesia y las obras por ellos aprobadas, las hislorias de Salustio, los textos de oratoria de Cicerón, o los retóricos de Lucano, leía también muchos que la Iglesia había reprobado. Además de las comedias de Terencio, aprobadas porque eran «edificantes», leía las de Plauto y las sátiras de Persio, desaprobadas por su carácter «misántropo». Como consecuencia de mi voraz curiosidad, mi mente infantil llegó a urdir una maraña de creencias y filosofías contradictorias. Hasta leía libros que refutaban no sólo las corografías de Séneca y Estrabón, sino también cosas que yo veía con mis propios ojos. Aquellos libros negaban que la tierra fuese lo que parece —lo que los viajeros que han recorrido el mundo han descubierto—, una inmensidad de tierra y agua que se extiende de Este a Oeste entre el Norte de hielos perpetuos y el tórrido Sur; decían que la tierra es una bola redonda, y, así, un viajero que saliera de su país y se dirigiera sin cesar hacia el Este —

mucho más lejos de lo que ha llegado ningún hombre— al final vería que volvía al punto de origen por el Oeste.

Lo que más me maravillaba era que algunos libros sostenían que la tierra emno era el centro de la creación y que el sol ascendía sobre ella y se ocultaba por debajo, haciendo el día y la noche. El filósofo Filolao, por ejemplo, que escribió unos cuatrocientos años antes de Cristo, afirmaba solemnemente que es el sol el que está emquieto y que la esfera llamada tierra gira a la vez sobre su propio eje y da una vuelta al año alrededor del sol. Y Manilio, que vivió hacia la misma época que Cristo, decía que la tierra es redonda como un huevo de tortuga, hecho evidente por la sombra circular que proyecta sobre la luna

durante un eclipse, y en el modo en que un barco que zarpa del puerto va empequeñeciéndose y acaba por desaparecer en el horizonte.

Yo no había visto en mi vida un eclipse, pero al hermano Hilarión le pregunté si ese fenómeno del puerto, el mar y el barco realmente existía y demostraba que la tierra era esférica.

— em¡Gerrael —farfulló en latín y luego lo repitió en el antiguo lenguaje, em¡Balgs-daddja!, significándome que era absurdo. —Entonces, ¿habéis visto un eclipse, hermano? —inquirí—. ¿Y un barco que sale del puerto?

—No necesito ver esas cosas —me contestó—. La simple idea de una tierra en forma de bola contraviene a lo que dicen las Sagradas Escrituras, y eso me basta. No es más que un concepto pagano, eso de que la tierra es distinta de como la vemos y se sabe que es. Thorn, recuerda que esas ideas las propugnaron los antiguos, que no tenían ni por asomo los conocimientos y formación que hoy tenemos los cristianos. Debo también señalarte que si, en nuestra época moderna ilustrada, uno de esos filósofos osara afirmar semejantes cosas, sería acusado de herejía. Igual que cualquiera que les haga caso —añadió

en tono amenazador.

Antes de que concluyeran mis días en San Damián, me divertía con mi erudición como cualquier vastago de veinte años de noble familia, y probablemente lo era, ya que los que tienen veinte años, sean de la clase social que sean, no son un dechado de formación y conocimientos por muy buenos y caros que hayan sido sus estudios. Igual que ellos, estaba cebado con hechos insustanciales, argumentaciones aprendidas maquinalmente y categorías absolutas. Todo pompa vana. Podía discursear largo y tendido sobre los temas que me habían hecho aprender de memoria, en el antiguo lenguaje o en buen latín, pero con mi ridicula voz de pito de veinteañero:

«Hermanos, en las Escrituras hallamos cualquier tropo o figura retórica. Por ejemplo, ved cómo el salmo cuarenta y tres ilustra el uso de la anáfora o repetición deliberada: emNos has dejado… nos has emabandonado… has vendido a nuestro pueblo… nos has reprochado… El salmo setenta es un ejemplo perfecto de etopeya, de descripción de un carácter…» Aquellas precoces actitudes agradaban sobremanera a mis maestros, pero mi talento retórico, más adelante en mi vida, me resultó inútil. Además, comprobaría con el tiempo que la mayoría de lo que me habían obligado a aprender era falso; la mayor parte de las verdades absolutas, carentes de fundamento, y casi todos los argumentos, engañosos. Y mucho de cuanto un niño puede aprender de provecho, un monje no puede o no quiere enseñárselo. Por ejemplo, continuamente me martilleaban que los actos sexuales eran pecado, sórdidos, malos y que no debía pensar en ellos y menos consentir en hacerlos; pero nadie me enseñó de qué debía tener prevención. De ahí mi estúpida ignorancia cuando conocí al hermano Pedro y, después, a la hermana Deidamia.

No obstante, si gran parte de mi formación fue pura escoria y otra gran parte quedó totalmente descuidada, sí que aprendí a leer y escribir y a utilizar los números. Estos conocimientos —y la tolerancia de don Clemente, dejándome absoluta libertad en el emscriptorium— me permitieron, mientras estaba en San Damián, asimilar mucha información y opiniones no incluidas en el curriculum al uso. Y lo que entonces aprendí por mi cuenta, me facultó al mismo tiempo para poner en tela de juicio —mentalmente, quiero decir, ya que rara vez osé manifestarlo— muchos postulados piadosamente inculcados por mis maestros. En aquel entonces pude aprender mucho más por mí mismo, deshaciéndome de la falsa información y los lamentables errores que a mis tutores les obligaban a enseñar. Así, un año aproximadamente antes de dejar San Damián, mi precoz formación me permitía formar opiniones sobre el mundo ajeno a la abadía, de lo que existía más allá del valle y las tierras circundantes e incluso fuera de los límites de la nación burgundia. El hermano Paulus, el veloz escribano que hacía de secretario de don Clemente, sufrió una postema que no tardó en postrarle en cama, y, pese a todas nuestras preces y los mejores cuidados del enfermero, el pobre sufrió mucho, fue desmejorándose y acabó

muriendo.

Sorprendentemente, don Clemente me hizo el honor de concederme el puesto de exceptor (o, mejor dicho, de asignármelo sin descargarme del resto de mis numerosas obligaciones). Ya por entonces se me daba muy bien leer y escribir, tanto en el antiguo idioma como en latín, cosa que ninguno de los que

trabajaban en el emscriptorium o el emchartularium podía reivindicar; así que aquellos monjes murmuraron y gruñeron algo al ver que el abad me prefería a mí. Ni que decir tiene que yo no era ni con mucho tan hábil como el hermano Paulus recogiendo en la tablilla de cera las palabras de don Clemente para después transcribirlas en vellón, pero el abad se hacía cargo de mi poca experiencia y me dictaba más despacio y pronunciando más claro, y primero me hacía escribir un borrador para corregirme las faltas. Gran parte de la correspondencia del abad versaba sobre aspectos nimios de la doctrina de la Iglesia e interpretaciones de los arcanos de las sagradas escrituras, y muchas de las opiniones que de aquel modo me hice sobre los métodos y actos de la Iglesia distaban mucho de inculcarme admiración; a mí me parecía un desafuero que el obispo Paciente le recordase a don Clemente en una carta las palabras de Cristo en el Evangelio de san Juan: «Los pobres siempre estarán con vosotros.»

«Y es un gozo para nosotros cristianos —añadía el obispo— pues dando limosna a los pobres hacemos bien a nuestra alma y nos merecemos la recompensa en el más allá. Mientras llega ese momento, ayudar a los pobres constituye una buena ocupación para las mujeres que, de no hacerlo, estarían ociosas. Como decimos a las familias ricas que nos abren hospitalariamente sus puertas cuando viajamos, "Lo que deis a otro es un anticipo que enviáis al cielo antes de vuestra muerte". Del mismo modo, cuando un hombre rico antes construía un acueducto para su ciudad, ahora, haciendo caso de nuestras prédicas, nos edifica una hermosa iglesia. Como bien sabemos, los ricos son los que más pecados tienen que expiar, y nosotros estamos diligentemente predispuestos a elevar las preces necesarias para el perdón de los pecados de los ricos y los patronos liberales. Ni que decir tiene que esto es mucho más provechoso que los diezmos de los pobres.»

Incluso estuve inclinado a mirar con recelo a mi abad, a quien, por otra parte, quería y respetaba, cuando en cierta ocasión me dictó una carta para uno que se acababa de graduar en el seminario de Condatus, donde él mismo había sido maestro. El joven se había ordenado de sacerdote, y don Clemente se sintió motivado a darle un consejo para cuando hablase a los fieles:

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